La política se diferencia de la guerra, básicamente, por el
hecho de que sus herramientas son simbólicas. Es verdad que supone conflicto.
Pero los intercambios, las disputas, las batallas tienen como territorio básico
cosas intangibles que pueden ser gestos, palabras, estéticas, tonos y estilos.
En ese espacio básico se entabla la búsqueda –hoy-- por conquistar la confianza
y la esperanza de los interlocutores, los ciudadanos, los votantes.
Pero la política no se dá en el vacío. Antes que lleguen
todos los arsenales abstractos, sus categorías intangibles, existen una
cantidad enorme de densidades materiales sobre las que se discute. La política
se ejercita en relación a un conjunto de recursos físicos. De alguna manera, la
confrontación política busca alterar, distribuir o darle continuidad al formato
previamente instituido. La política pretende ordenar (de diferentes formas
posibles) aquello que una sociedad posee. En ese sentido la política es
distributiva: gran parte de su búsqueda consiste en reproducir las
distribuciones existentes o cambiarlas.
En esa confrontación existen términos o palabras en disputa
que los contendientes buscan expresar con más credibilidad que sus oponentes. Una
parte central de la lucha política consiste en la apropiación eficaz de determinados
conceptos que expresan la demanda cognitivo-emocional de cada momento histórico.
Quienes logran sinergisarles obtienen ventajas competitivas.
Dada la particular capacidad polisémica de las palabras
(carecen de significado único, dependen del contexto en el que son pronunciadas,
de la legitimidad de quien las enuncia y de qué otros términos las acompañan)
la disputa se hace compleja y superpuesta.
La disputa electoral, de cara a octubre, se encuentra
atravesada por una evidente lucha por la apropiación de nueve palabras clave:
“trabajo”, empleo” “pobreza”, “inflación”, “consumo” “unidad”, “esperanza”, “diálogo”
y “seguridad”. Más allá de la opinión
sobre la justeza o la pertinencia de que sean esos términos –y no otros—los que
se encuentran tironeados, lo que se denomina estructuras de significación no da
espacios a los caprichos. Las palabras no se eligen de arriba hacia abajo sino
al revés. Son captadas de los reclamos sociales.
Estas palabras están encarnadas en un presente que tiene el
lapso de duración del actual gobierno macrista. Y los consultores
duranbarbistas lo saben. Lo testean semanalmente en sus recurrentes focus group
cuyo financiamiento es oblado, en forma inconsulta, por los ciudadanos
argentinos.
La pelea por expresar más fielmente esas simbolizaciones, por
constituirse en referentes creíbles de su enunciación, está directamente
relacionada con la posibilidad de los competidores (candidatos) por mostrarse
más cercanos y lograr interpelar las demandas mayoritarias de la sociedad.
Alberto Fernández y Mauricio Macri entrarán a un ring donde
esas palabras debes ser constituidas en emblemas propios, fidedignos, que sean
capaces de quitarle a su contrincante la posibilidad de su apropiación
legítima.
En ese conflicto, que tendrá como sede los medios masivos,
el boca a boca y las redes sociales, la militancia política tendrá un rol
relevantes como divulgador o traductor de la enunciación de Fernández. Pero ese
despliegue de activismo deberá darse en el marco de coordenadas que las propias
palabras estipulan. Cualquier conflagración con ellas anularía su potestad de
convencimiento. La sola presencia del concepto de “unidad” exige la supresión
momentánea de las diferencias y –sobre todo— la cuidados búsqueda por soslayar
cualquier reminiscencia a la conflictividad que expresa #la grieta” entre los
votantes menos fidelizados.
“La grieta” fue instituida por la derecha mediática para
quebrar el nexo (peligrosamente) potencial entre mayorías electorales y voto
popular. Su eficacia radicó en asentarse en dos plataformas estructurales incrustadas
en la historia social argentina, encarnada en un espíritu de época atravesado por
el neoliberalismo (meritocrático, insensible, individualistas, especulativo,
rentista, cultor del “sálvese quien pueda” y la tragedia genocida de hace 40
años, que el cuerpo social de la nación –lógicamente- no ha podido soslayar.
El conflicto político relativo a “la grieta” remite –en
grandes sectores sociales, sobre todo entre aquellos que debemos conquistar-- a
dos circunstancias orgánicas y atávicas que no pueden ser obviadas. Que
obviamente no puede ser eclipsadas por decreto dado, en primer término, su
permanencia en la memoria inmanente de las víctimas, sus familiares y quienes
somos sensibles a su dolor.
“La grieta” se instituyó para atemorizar a una parte de la
sociedad con el objetivo de confundirla con una situación de violencia,
confrontación intra-nacional, lejos de su verdadera vocación de curación, que permite
y expresa. De ahí que toda discusión o debates emocionales retrotraigan a una
parte de la sociedad a la sensación de violencia setentista, ajena a su
expresión de debate público. Pero, en segundo término, “la grieta” es funcional
(y por eso ha sido sistematizada) dentro de una dimensión que no ha sido tramitada
por la sociedad argentina: su ancestral racismo sarmientino, luego devenido en positivista,
de finales del siglo XIX y principios del XX. “La grieta” busca oponer lo
innombrado de lo popular bárbaro y arcaico, versus lo civilizado, racional y
“republicano”.
Ese anclaje se ordena bajo los sustratos políticos ficticios
con los que se expresaron claramente las acusaciones de personalismos (a
Yrigoyen) y de “tirano” a Perón. La tradición nacional y popular siempre fue asociada
a algo salvaje, acusada por una pretendida (y falsa) modernidad que contó con
el apoyo esencial (de refuerzo) de los países centrales y sus empresas
trasnacionales, comprometidas en nuestro atraso.
La estrategia para “correrles el arco”, para no
garantizarles un debate previsible acorde a las coordenadas instituidas supone
debatir los nueve conceptos por fuera de lo que esperan en sus escenas
mediáticas: la apelación al mundo de la Ciencia y la Tecnología (que han
demostrado abandonar) es un nudo clave
que les desordenar el discurso. No se puede ser moderno negando satélites e
investigación básica.
Una militancia posicionada en clave estratégica debe argumentar
(para quietarle apoyatura a al derecha
macrista) desde el territorio de la civilidad, la ausencia de nombres propios
(discutir ideas y no referentes), la racionalidad, la empatía y la defensa de
las instituciones democráticas.
Como muchas cosas en la vida, estas disposiciones de
interacción con otros se aprenden y se entrenan. Se trata de ponerlas en
prácticas para desconcertar a quienes vienen pregonando una división artificiosa
cuyos efectos han sido tristemente visibles en estos 4 años.
Es hora de recuperar la confianza en la capacidad de la
militancia para impulsar la esperanza. Y eso se hace con certezas y con
confianzas. Tanto en los espacios reales como en los virtuales. No hay dos
mundos. Hay uno solo. Y la batalla es la misma. Aunque los soportes
comunicacionales sean diversos. Hay 9 cartas en disputa. Y el mazo lo tiene que
poner sobre la mesa quienes estamos dispuestos a imponer el valor de las agendas
(las cartas). Falta poco. La Patria y la Matria están allá, el 10 de diciembre,
esperándonos. Pero nuestros
contrincantes saber hacer trampa. No hay que perder de vista sus manos.