
En La Matanza, un policía federal disparó once veces seguidas su arma contra cuatro ladrones, mató a uno y una bala fue a dar en la cabeza de un nene de siente años que aguardaba el colectivo junto a su padre.
Seguramente, quien comienza a leer estas líneas esperará que haga el análisis jurídico penal del caso, es decir, si es legítima defensa, exceso, homicidio culposo, o cualquier otra cosa. No, no pienso detenerme ahora en lo que decidan fiscales, jueces, cámaras, cortes e incluso cortes celestiales, como el “Tercer Triunvirato” que se nos ha dado por tribunal supremo. Lo que quiero destacar ahora es el drama humano.
Ante todo, los “chorros” no eran la banda de Dillinger asaltando bancos con ametralladoras, sino cuatro idiotas que quisieron asaltar a un pibe que estaba en una parada de colectivo, que poco podía tener para que le roben, y cuando reaccionó con el arma no pudieron disparar ni un cohete. Uno de esos infelices lo pagó con su vida.
Recuerdo mis siete años, primero superior en la escuela del barrio, mi vieja peinándome para ir a la escuela y a mi viejo llevándome de la mano. No puedo conmensurar la magnitud del dolor de la desgracia de esa familia, pienso en eso y me corre un frío por la espalda. Esa bala, a casi doscientos metros, ¿no pudo desviarse unos diez o veinte centímetros? ¿Cómo esa familia podrá elaborar el duelo? No puedo concebirlo, seguro que lo harán, pero no concibo cómo.
Pero en medio del griterío hay una parte del drama que no se observa. No voy a defender a nadie –ni tampoco a condenar-, porque no me corresponde, pero pienso en el “poli”. Es un pibe de veintiún años, casi lo que en nuestro particular vocabulario popular llamamos un “pendejo”, que mató a un “chorro” y a un nene de siete años. Y estoy seguro de que no es un psicópata, sino un pibe normal como cualquier otro, que se cargó dos vidas.
Lo más probable es que haya entrado a la “poli” porque le aseguraba un trabajo estable y beneficios sociales. Y vuelvo a pensar en mí mismo cuando tenía su edad. Me pregunto si, cuando era el pibe que tomaba el 124 para dar los últimos exámenes en la Facultad de Derecho, qué me hubiera sucedido si -bien o mal, eso no importa ahora- me hubiera cargado dos vidas. No sé cómo hubiese podido superar el trauma de esos dos muertos porque, aunque sea en legítima defensa o en lo que sea, matar a otro siempre es muy traumático, deja una cicatriz psicológica difícil de eliminar o neutralizar. El “poli” necesitará tratamientos para que el fantasmita del nene no se le aparezca en los momentos menos pensados, más todavía si lo condenan, sobre lo que no abro juicio.
En síntesis: tenemos un “chorro” bastante idiota muerto, un nene de siete años muerto y un pibe de veintiún años gravemente traumado. Tres vidas, tres ciudadanos argentinos. Insisto en que no defiendo a nadie, pero sobre el pibe de veintiún años debo volver a detenerme. No es defensa lo que diré, pero sí explicación.
Me pregunto si a ese pibe le habrán enseñado que la legítima defensa termina cuando cesa la agresión o, si le habrán dicho que a los “chorros” siempre hay que agarrarlos, aunque sea tirándoles por la espalda cuando “rajan”. Me pregunto si le habrán explicado que el arma reglamentaria es un cañón fortísimo y que en un lugar poblado no debe dispararse horizontalmente. No sé qué entrenamiento le habrán dado, pero no creo que superior a algunos meses antes de entregarle el arma. Tampoco creo que le hayan aconsejado que tenga mucho cuidado, porque hay una sobrerepresentación de personal policial en la estadística de homicidios intrafamiliares.
No sé si alguna vez ese pibe se habrá preguntado por qué se lo somete a un régimen militarizado cuando en realidad cumple un elemental servicio de prevención civil, porque no hay país en el mundo sin policía, y a los y las policías del norte se los trata como trabajadores especializados y como seres humanos. No sé si alguna vez se habrá preguntado por qué se le niegan los derechos que corresponden a cualquier trabajador, es decir, no puede sindicalizarse, no tiene derecho a discutir su salario en paritarias, lo sancionan arbitrariamente, no puede objetar sus condiciones de trabajo, formular peticiones, quejas; en definitiva, no se lo trata como lo que es: un trabajador del Estado, un “laburante” como otros. Movería a risa, de no ser indignante y vergonzoso, que cuando algún personal policial quiera formular alguna queja o protesta, lo deba hacer de espaldas a las cámaras, como si se tratase de una conferencia de prensa de un grupo terrorista.
Un día, un pibe en el gimnasio se me acercó y me dijo que en la escuela policial le dijeron que no podía disparar en legítima defensa mientras el “chorro” no le disparara antes y, además, que eso lo decía yo en mis libros. Le dije que nunca había escrito semejante barbaridad, pero que, por las dudas, si un “chorro” sacase un “fierro”, que se apresure a “madrugarlo”. Hace poco, una muchacha se me acercó y me dijo que era policía y que había tenido que patrullar en un auto sosteniendo la puerta, porque no se cerraba. Hace tiempo, cuando tenía “custodia”, un “poli” provinciano me pidió que por favor hiciese algo para que lo mandaran a su provincia, donde estaba su familia. Hablé con el ministro y el resultado fue que le hicieron un sumario.
Quisiera preguntarle seriamente al lector atento: ¿Usted se dejaría operar de apendicitis por un pibe de veintiún años con menos entrenamiento que el de un enfermero? Seguramente no, ni yo tampoco. La enfermería es una carrera que entrena durante unos tres años –y aún más- y, así y todo, los enfermeros y las enfermeras no operan de apendicitis. ¿O no?
¿Por qué no se hace lo mismo con los “polis”? Cuando se aprueban las partidas presupuestarias para “seguridad”, se convoca inmediatamente a pibes y pibas para incorporarlos de urgencia y se hace publicidad, “hemos aumentado el número de efectivos”. Se lanza a la calle a más gente con un entrenamiento más que precario, el equivalente a menos que enfermeros a operar vientres, lo que hoy ni siquiera se hace con los ejércitos, puesto que es bien sabido que no son mejores por ser más numerosos, sino que disputan cómo ser más tecnificados y “precisos” en cuando a los objetivos. La policía no es un ejército de ocupación, sino un servicio civil de prevención e investigación que debe estar en manos de funcionarios cada día más tecnificados.
Soy reiterativo: no asumo la defensa de nadie. Pero las autoridades responsables, es decir, las políticas, deberían cuidar a las policías y en especial a su personal, dignificarlo y especializarlo, en lugar de hacer demagogia barata con la “mano dura” y otras sandeces similares que llevan al descontrol policial, con el que quieren parar un supuesto “baño de sangre”. ¿De qué “baño de sangre” hablan, cuando tenemos el índice de homicidios más bajo de Latinoamérica y el segundo más bajo de todo el continente? No es para celebrar nuestro índice, porque nos falta superar a Canadá –que es el más bajo de todos-, pero cuidado con el charlatanismo vulgar y grosero, no sea que con eso se provoque un “baño de sangre” en serio.
El descontrol promovido por ese charlatanismo grosero destruye a las instituciones policiales, las degrada y, en algunos casos muy desgraciados de nuestra América, lo hizo hasta el límite de simbiotizarlas con la delincuencia de mercado organizada y provocar el caos social, con la aparición de los tétricos “justicieros”, grupos de autodefensa, “parapoliciales”, “brigadas”, etc. Allí sí que hay “baño de sangre”, al igual que en el admirado país en que cualquiera puede comprar cualquier arma.
Hay discursos que matan, no lo olvidemos. Jugar al policía y ladrón era cosa que hacíamos de niños, pero de adultos debemos pensar que se juegan vidas humanas y dolores inconmensurables. No se trata de “polis” malos ni “chorros buenos” ni viceversa, sino que hay políticos irresponsables que largan pibes sin suficiente preparación a las calles, pero armados con un cañón y sin respetarles sus derechos laborales y ni siquiera humanos.
No sé si los políticos de turno piensan que sería bueno tener un FBI, un “Scotland Yard”, unos “Carabinieri” o la “Policía Montada de Canadá”, porque no suelen levantar la vista más allá del zócalo, buscando a ver a quién se le cae un dólar. Por mi parte, creo firmemente que debemos tener como objetivo alcanzar esos niveles, pero eso no se logra mandando a la calle a pibes y pibas sin entrenamiento suficiente, echando discursos idiotas que los confunden más, sin reconocerles su condición de trabajadores y de seres humanos. Ante rodo, un buen comisario debería tener un salario equivalente al de un juez y de allí hacia abajo en escala.
Se trata de trabajar políticamente en serio, planificando, especializando, formando verdaderos profesionales policiales. No tenemos menos neuronas que los del norte, solo que a veces no las usamos y, además, en muchas ocasiones falta un mínimo de ética, al menos para no cometer la terrible inmoralidad, rayana en la aberración moral, de querer manipular electoralmente una enorme tragedia humana. Es verdad que hay errores técnicos y omisiones, algunas graves y poco perdonables, pero lo peor tiene lugar cuando sin ningún pudor se exhibe descaradamente la inmoralidad total.
*Profesor Emérito de la UBA. Ex miembro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación.