Los onas se llamaban a sí mismos selk' nams. Durante siglos vivieron en la isla Grande de Tierra del Fuego, en la Patagonia Argentina. Por largas exhalaciones de tiempo, habitaron junto al viento y la tierra, el guanaco y el bosque. Celebraron su inmemorial rito del hain, el centro de su vida religiosa, sustentado por el mito de la pelea del sol y la luna. Su mitología fue muy rica, frondosa. En 1923, el antropólogo austríaco Martín Gusinde visitó a los onas y presenció un hain. El resultado de aquella investigación es Los indios de Tierra del Fuego. Hacia 1880 los estancieros, muchos de ellos de origen inglés, comenzaron la colonización. Los territorios que antes eran el libre hogar del ona nómade y cazador, fueron cercados. Muchos onas rompieron las cercas y cazaron y comieron la carne de las ovejas, del nuevo animal llegado del otro lado del océano. Esa fue la ¨excusa¨ para la consumación de un genocidio olvidado, ignorado. Los ancestrales señores de la Tierra del Fuego fueron cazados, exterminados. Los estancieros recibieron el apoyo de tropas regulares del ejército argentino y de asesinos a sueldo. Los valerosos nativos de la isla intentaron defenderse. Pero, claro, muy poco pudo el arco y la flecha frente a la pistola y el rifle. Pocos onas sobrevivieron en las misiones salecianas. Pero luego padecieron epidemias, enfermedades contraídas del hombre blanco. Al cabo de escasas décadas los pocos sobrevivientes desaparecieron. La última ona, Angela Loij, murió en 1974. Desde entonces, en silencio, en soledad, la gran isla de la Tierra del Fuego oculta su nostalgia por aquellos seres que veneraban sus cerros, bosques, lagos y montañas. La nostalgia por aquellos onas, de tan rica imaginación y espiritualidad, que nunca más estarán. Y un homenaje a su memoria, en este latido de Temakel, a través de imágenes y de una entonación poética...
ONA QUE NUNCA MÁS ESTARÁS
Ona que nunca más estarás
cerca de la fogata
de la Tierra del Fuego;
tu flecha y tu dignidad
es ya alba remota.
Dentro de la piedra y el árbol
deseo escuchar tu grito.
Pero sé que tus huesos triturados
gimen en tumbas sin semillas.
Y en el bosque
tu nombre no ríe en la madera;
el arroyo y el cerro
nos escuchan
tus relatos
antiguos.
El cóndor desde su camino de nubes,
no atisba tu choza y tus ritos
porque tú ya nunca más estarás.
En un ocaso que sudaba amargura
llegaron a tu isla
los seres sin dios.
Tenían brazos que se extendían
y concluían
en bocas de metal.
Bocas que escupieron sobre ti
los témpanos
de hielo asesino
que mataron tu honra
casi desnuda.
Y cerca, el guanaco y el cormorán
contemplaron el rostro
de tus chamanes y mujeres,
tus cazadores y guerreros
tiznados con la ceniza final
de un fuego
desvanecido.
Entonces, tus dioses y tus ancestros
se alejaron en un viento
acribillado de fango.
Y sangre.
Pero yo, a través del agua y la araucaria
quiero invocar
el regreso de tu voz, extraña.
De magia.
Pero sé que ya nunca más
danzarás en el altar
de tus dioses y antepasados,
ni escucharás los lenguajes
de los animales venerados.
En la noche de Luna, de Kra,
en la erupción diaria de Sol, Krren,
nunca más estarás.
Nunca más estarás
próximo a la cascada,
la nieve, el lago.
Y el volcán.
Sin embargo,
a la gran isla que te alimentó
alguna vez deberé preguntarle
por qué el viento de la patagónica tierra
continúa repitiendo
las voces de tu pueblo.