El patriarcado es un asunto transversal. O si se quiere cruzado por la connivencia cómoda de una jerarquía disimulada. Es un sistema productor de daño que ha logrado imponerse a fuerza de naturalización (acostumbramiento) cultural, de repetición social incuestionada, de murmullo desgarrado, perversamente oculto. Quienes nacimos en sociedades patriarcales solemos asumir acríticamente un estado de cosas que fabrica –sin disimulo-- sufrimiento, perversión, sadismo, sometimiento y fuertes cercenamientos a la libertad. Sus víctimas prioritarias son las mujeres en sus diferentes etapas vitales: niñas, adolescentes, adultas y ancianas, los niños, los ancianos y todxs aquellos que son considerados (etiquetados) como débiles. Lo son también aquellxs cuya orientación sexual no es la hetero-normada por el patrón masculino hegemónico: los gay, las lesbianas, las travestis, lxs transexuales y otros conjuntos segregados son presa fácil de los expoliación machita.
La violencia física y simbólica (psicológica, discursiva, etc.) son el formato básico de su ejercicio y su propagación. Y sus externalidades o consecuencias se manifiestan en todos los órdenes de la vida: desde el micromachismo del piropo aparentemente ingenuo (cuyas receptoras/víctimas se ven sometidas a la agresión de tener que escuchar lo que no requirieron y que tampoco saben dónde deriva) hasta la sangría de los millones de asesinadas que llevan miles de años sin que dicho proceso pase a denominarse genocidio.
Nosotros, los varones, participamos del patriarcado, mayoritariamente como sus beneficiarios. Somos privilegiados porque desde niños tenemos menos posibilidades de sufrir abuso sexual –en términos estadísticos--, porque nos encontramos liberados de las tareas de cuidado (prácticas imprescindibles para la reproducción cotidiana de la vida cuya valor y retribución suele ser desvalorizado y despreciado).
Nosotros, los varones, vivimos en ese mismo mundo en el que se despedaza de mil maneras la condición de ser mujer. Y somos más o menos responsables, activos o cómplices, de esa lógica que somete a la mitad del mundo. Es verdad que “el patriarcado nos jode a todos”. Pero jode mas a unxs que a otrxs. Hay jerarquías en el daño que genera. Y no es fácil des-aprender los infinitos y múltiples componentes habituales con los que nos han hecho creer que se conforma la (única forma posible) identidad masculina.
Nosotros los varones que asumimos este desfasaje vital, de ese contra-relato, que decidimos a tientas de dos mundo sacamos las anteojeras cegadoras del crimen mas naturalizado, solo traicionamos a una forma de subordinación de otrxs. Nos sentimos incómodos dándole cuerda a los mandatos bobos de ridiculizaciones varias haciéndole el eco a un montón de pelotudos que reducen la fortaleza a un puñado de masa muscular distrófica.
No nos sentimos a gusto en las rondas del humor misógino donde se instala “la verdad mas cruda” de la fetichización prostibularia, ni su culto de la exclusión indumentaria, ni el costado asco-fílico del cuerpo femenino, ni con el precepto de sexualidad serial por mandato ajeno, ni con el cálculo jocoso de bellezas plastificadas. No nos sentimos satisfechos con tener que aclarar permanentemente que la lucha feminista nos interpela como sujetos íntegros, ajenos a la escoria que sigue actualizando el acoso, el desprecio, la invisibilización, el encierro, la explotación sexual y la violación.
Nosotros, los varones que renunciamos a reproducir aquello que se nos ha enseñado como única forma del “ser” masculino, admiramos la lucha de las mujeres porque la emancipación de nuestra especie tiene capas de dolorosas imposiciones superpuestas que son heterogéneas: económicas, étnicas, fenotípicas, culturales y –obviamente-- también de género. Y que no hay prioritarias ni secundarias. Son todas simultaneas, so pena de esconder debajo de la alfombra aquella en la que terminamos siendo (curiosamente) privilegiados. Todas son luchas que provienen de historias que nos anteceden y de actrices y actores que las enfrentaron con nobleza, belleza y heroísmo.
Nosotros, los varones que nos negamos a ser continuadores de la perversidad maquillada, tenemos como centro la disputa el interior de nuestro campo genérico. No pretendemos sustituir las luchas protagonizadas por las mujeres ni por el feminismo porque son ellas las que han mostrado el camino y quienes nos han abierto los ojos. Nuestra tarea es en el centro mismo del aparato legitimado de sometimiento. Es una pelea contra varones. No contra todos, pero sí contra la inmensa mayoría. Contra quienes moldean cotidiana y estratégicamente los hilos sutiles de la prolongación patriarcal. Ese enfrentamiento NO es solo discursivo, simbólico e intangible: es una disputa, también corporal y material.
Nosotros, los varones que consideramos el feminismo un componente central de lo mejor de la condición humana, creemos que hay que asumir la responsabilidad de que los machistas se sientan incómodos, que vivan escondiéndose, que se sientan vigilados por una mirad pública no concesiva. Tendrán que asumir, tarde o temprano, que es imprescindible mostrar que el género no puede influir a la hora de juzgar a otrx. Que debemos prescindir de catalogaciones etiquetadoras que ponderan orientaciones sexuales o formatos biológico-corporales: no hay cosas para nenas y cosas para nenes. Ni charlas, ni lugares, ni territorios estipulados y mandatados por portaciones de penes o vaginas.
Nosotros los varones que desistimos de darle prolongación al universo patriarcal no nos sumamos a una lucha para “levantarnos minas” ni para garantizar la aquiescencia de determinado público cautivo. Nuestra elección esta estructural y subjetivamente condicionada por suficiente sufrimiento social acumulado actualizado históricamente como para humillar contiendas tan dignificadoras. Las brujas quemadas, las pibas asesinadas en los márgenes de los abismo suburbanos, las mujeres cagadas a palos, las adolescentes perseguidas por cobardes cagones falocéntricos que creen que eso es la “hombría”, los rostros de mujeres quemados con ácido, las nenas secuestradas por cafishos, las violaciones de manada, los noviazgos violentos (en los que siempre lleva la peor parte la mujer) y el miedo que se concentra en la vapuleada condición femenina como mandato articulador y paralizador, merecen posturas definitivamente combativas. Y no sólo ejemplificaciones edulcoradas.
Nosotros, los varones que no queremos seguir siendo una basura, debemos plantar bandera. Sin timideces ni debilidades producidas por sombríos sentimientos de fidelidad pseudo-corporativos: a los únicos que estamos traicionando son a quienes buscan perpetuar su “vía libre” para seguir golpeando mujeres y niñxs. Se trata, por lo tanto, de delatar misóginos y de denunciar homofóbicos. Se trata, en síntesis, de “sacar los pies del plato” de un cuenco ancestral manchado con sangre –mayoritariamente-- de mujeres. El día que los golpeadores se sientan amenazados por sus vecinos, y se conviertan en presa fácil de una violencia civil organizada, muchas mujeres podrán circular con mayor tranquilidad por las veredas de la vida.
Nosotros, los varones anti-patriarcales, pretendemos que el machista viva con miedo su condición de agresor serial: cuando los que tengan temor –sí, también de nosotros-- sean los cultores del patriarcado y no las mujeres, habremos contribuido a hacer del espacio social algo más amable y vivible. Por eso es que continuaremos defraudando a quienes son los sempiternos equilibristas del sentido común: en cualquier terreno –público o privado— la conflictividad requiere de su escenario estipulado. Sin oposición cotidiana, sarcástica, polarizada y frontal no aparece la posibilidad de hacer visible la brutal evidencia de un sistema que sigue matando, destrozando y negando.