El cambio de la gorra de béisbol por un sombrero blanco de ala ancha es signo de los nuevos tiempos para el escritor Guillermo Fadanelli. El propio fotógrafo de los escritores, el famoso argentino Daniel Mordzinski, no puede evitar un comentario elogioso y dice por lo bajo: - ¡Es un cambio notable!. El autor de La otra cara de Rock Hudson y Lodo, entre otros, vive un segundo aire gracias a su look y admite que ahora “me odian por el sombrero. Muchas chicas me rodean gracias a él”. Dice.
Guillermo Fadanelli (Ciudad de México, 1960) con su nuevo sombrero de ala ancha, signo de sus nuevos tiempos, el ganador del Premio Grijalbo de Novela por su rutilante Mis mujeres muertas, una obra breve pero densa, acaso una de las más logradas en su ya de por sí exitosa carrera literaria, Fadanelli admite que desea distraerse y que si bien no le gusta mucho eso de mostrarse y de andar –como diría Charly García- demoliendo hoteles por las rutas de su descontento, es mejor así: ser un poco animal de ese zoológico de escritores que implica cada encuentro público con sus colegas y dejarse llevar un poco por el rum rum que genera a su paso justamente él, uno de los autores más respetados y queridos del México contemporáneo.
Esta es una de esas entrevistas a que a los periodistas nos gusta llamar “íntima y exclusiva”. Así fue: una charla amena que exhala inteligencia por los cuatro costados porque Guillermo es, como se sabe, uno de los tipos más brillantes de su generación. Es al mismo tiempo un encuentro que tiene el gusto de las confesiones sinceras, esas que se dan cuando el entrevistado se entrega en cuerpo y alma a la esgrima azarosa de la conversación periodística.
De la vida y de la muerte, sobre todo de la muerte luego de que la crítica Raquel Tibol le espetara un rotundo: –Guillermo, si no te cuidas vas a morir joven; de su madre, cuya muerte lo sumió en un largo periodo de destrucción que duró al menos siete años y de la literatura, su gran objeto de veneración, su único dios en la Tierra y en el Cielo, versa esta entrevista.
Por supuesto, se habló también del infierno. Cómo no.
Que Dios nos guarde flacos
–Domingo, el personaje de Mis mujeres muertas, dice que le gusta Kafka porque se mantuvo flaco. Me hizo acordar un poco cuando Andrés Calamaro decía que había que llegar delgado a los 40. Y cuando lo volví a encontrar, ya de 50 y un poco pasado de peso, admitió: –Gracias que llegué vivo.
– (risas) Mira, acuérdate de El otro proceso, de Elías Canetti, donde él cita unas palabras de Franz Kafka cuando decía aquello de “Soy el hombre más flaco que conozco”. Entonces, para Kafka, ser flaco era un obsesión y era una erosión de su entusiasmo. Cuando Domingo habla de que lo que más admira en Kafka es su delgadez, está tratando de decir que lo que más admira es la esencia de su espíritu, que es así de delgada y que busca desaparecer.
Camino a la verdadera madurez o como él dice “a la liberación”, el estilo de Fadanelli es incisivo y sentencioso. Más que nunca. Tal vez porque ni siquiera el paso del tiempo han conseguido transformar sus dos reglas básicas de vida: “Nunca me callo y jamás perdono”.
“Mis artículos son muestra constante de mi denuncia de la clase política, de la inequidad económica en la que viven nuestras sociedades, de la ausencia de solidaridad, de la destrucción del concepto de ciudadano, la corrupción intelectual que consiste en analizar durante 20 años el estado de las cosas, para que las cosas sigan igual”, dice.
–¿Qué es el perdón para ti?
–El perdón tiene varios carices. El tiempo te hace débil y va diseminando tus odios y terminas olvidando la raíz de los agravios. Ese es el perdón del tiempo. El otro es el cristiano: te perdono a priori. Luego está el perdón reflexivo, el que te obliga a pensar qué tanto tuviste tú de responsabilidad en ese agravio. Pero yo no estoy dispuesto a perdonar. Sobre todo a quien me ha herido profundamente. No siempre se trata de personas. Son abstracciones. Decía Pessoa que no hay nada más doloroso que el conocimiento abstracto. Agregaría yo que no hay nada más doloroso que el sufrimiento abstracto.
–¿La muerte de tu madre fue lo más terrible que te pasó?
–Sí, por mucho. Mi madre era una mujer muy maliciosa, muy desconfiada. Extremadamente mordaz. No se dejaba seducir por ninguna utopía. Cada vez que mi padre llegaba a la casa con una buena noticia, ella se encargaba de derrumbar las buenas nuevas. Sin embargo, era una mujer generosa y era mi cómplice. Siempre celebró mis despropósitos. Cuando abandoné mis estudios de Ingeniería, cuando me fui a Europa, cuando aparecí desnudo en Sábado, del Unomásuno, cuando publiqué El día que la vea la voy a matar con cuentos que a ojos de mi padre eran sólo un cúmulo de obscenidades. Ella aplaudía, para ella era un placer que yo me rebelara contra el mundo, ¿cómo no iba a quererla?. Por supuesto que tuvimos una vida muy difícil, de muchas discusiones…una vez, mientras yo desayunaba, me golpeó con una silla en la espalda. Peleaba duro. Algo que te quiero contar es que cuando murió mi padre a su entierro fueron más de 100 personas, él murió 11 meses antes que mi madre. Al de ella, no fue nadie, sólo sus tres hijos acompañados de nuestras parejas. La soledad del cementerio fue una revelación para mí: mi madre se había deshecho en sus últimos años de todas sus amistades. Sus familiares se fueron alejando. Era como un acto de purificación.
–¿Fuiste su primogénito?
–Sí. Ella leía a Stephen King y le gustaba mucho el género negro, pese a que era una mujer que no tenía estudios esmerados. Ella me enseñó a leer y siempre digo que la mujer que me dio la vida también me dio las letras. Cuando mi madre murió, yo me destruí. Tardé siete años en reponerme. Aunque nunca te repones, digamos que al menos lo sobrellevo, lo que quiere decir que de alguna manera soy fuerte, pero sí, fue un golpe difícil.
–Ahora estás bien, has cambiado la gorra de béisbol por el sombrero y ganaste 1000 puntos en tu aspecto…
–Los jóvenes me odian por el sombrero. No tengo fans, pero muchos de mis seguidores estarían dispuestos a sacrificarme a causa del sombrero, que me trajo muchas admiradoras.
–También has alcanzado eso que los periodistas llamamos “madurez literaria”…
–De ningún modo me enorgullezco de ello, pues me parece un proceso natural del oficio. Fui jugador de básquetbol y tuve muchos amigos futbolistas. Cuando elegí la literatura, pensé que a diferencia de ellos, tenía muchos años para madurar. Los futbolistas, exceptuando la extropa argentina del Inter (Milito, Zanetti y Cambiasso), se hacen viejos a los 28 años. Dice Pessoa: Para comprender me destruí. Pero no hay que destruirse demasiado. El camino de la destrucción y la creación están muy relacionados. Claro, esta es una opinión romántica, pero los románticos del siglo XIX y los actuales no estaban muy equivocados.
–Bueno, ya que vuelves a Pessoa, vuelvo a Calamaro, cuando canta aquello de “y me desintoxiqué, engordé y desayunaba al mediodía”…
–(risas) Sufrí una depresión muy grande, por el mes de marzo, más o menos. Y me dije: Hay que trabajar y avanzar. Tomé entonces la decisión de aceptar todo lo que no había aceptado en el pasado. Antes iba a un festival por año, daba ninguna o muy pocas entrevistas, no soy asiduo a las tertulias literarias, no doy talleres…y acepté todo también como una manera de afirmarme, de distraerme.
–¿Descubriste que no es tan terrible, después de todo?
–¡No! Me sigue resultando horroroso estar encerrado en un cuarto de hotel, rodeado de escritores. Esa vanidad malsana permea las paredes y recorre los pasillos. Siempre tengo la impresión de que las grandes ferias literarias reúnen a los escritores porque la literatura ya no es importante. Un festival es un zoológico donde nos exhiben como bestias. Sin embargo, en países como el nuestro, siempre es interesante que la literatura aparezca todavía como algo importante, como vehículo de reflexión o de progreso. Yo lo sigo llevando muy mal. Viajo con mis pastillas para dormir, mis placeres y mis libros.
- ¿Qué es el paraíso para ti?
- Supongo que debe de ser la morfina. Un estado de no excitación, de tranquilidad, de placer, pero no de placer extremo sino sosegado. Pero el paraíso no existe, porque siempre lo que deseas se va por la puerta de atrás. Así que desearía la ataraxia.
- ¿El infierno sería no poder dormir?
- Sí, claro, el insomnio es la prueba de que la eternidad sería terrible.
Mónica Maristain