Publicado el 23 jul. 2021 | Ciudad de Buenos Aires
Esta nota contiene sólo algunas pinceladas sobre la influencia de los inmigrantes en el barrio de Boedo, especialmente los italianos y españoles, aunque sin desconocer el importante aporte de otras nacionalidades que se integraron un poco más tarde al barrio; solo pretende incorporar algunas consideraciones sobre el estado del barrio y sus habitantes en el período comprendido entre 1876 y 1920, o sea durante las grandes oleadas inmigratorias.
Según se puede comprobar en censos y estadísticas de la época, la mayor parte de los inmigrantes italianos eran calabreses y se radicaron en los barrios de Balvanera, San Telmo, San Cristóbal y Boedo, aun cuando oficialmente éste último no existía como tal, siendo hasta 1880 la calle que dividía a Buenos Aires del pueblo de San José de Flores.
¿Cómo era entonces aquél paraje conocido a fines del siglo XIX como El camino de los huesos, ya que esa era la ruta utilizada por las carretas para llevar reses a los viejos mataderos del Sur y en qué forma fueron los inmigrantes integrándose a la casi inexistente sociedad de aquellos parajes?
El historiador Diego del Pino nos cuenta que a fines del siglo XIX y en los albores de 1900, Boedo era zona de grandes quintas o chacras en las que había sencillas construcciones, seguramente poco más que ranchos y, tal vez, alguna de material con el lujo de un mirador desde el cual se veían los mástiles de los coloridos veleros del Riachuelo. Era también lugar de bañados, casi lagunas, que con la llegada de italianos y españoles fueron aprovechados para la instalación de hornos de ladrillos, logrando así que con el calor de las ascuas lentas de los hornos se secara el terreno, dando lugar a nuevas construcciones y apertura de calles. Estos hornos eran en su mayoría propiedad de italianos y españoles, como los de los vascos Loitegui y Estevarena, el primero en Independencia y Castro y el otro sobre Quintino Bocayuva. Otro horno importante, era “La Paloma” del vasco Lázaro Camio, cuyo apellido se utilizó muchos años para designar el actual pasaje San Ignacio. No dejemos de mencionar el horno de Bianchi, en Cochabamba y Castro, y el de Vignale en Castro y Pavón. También había pequeños hornitos caseros, comunitarios, utilizados por las mujeres para fabricar pan, y en los pozos que se formaban al sacar la tierra, croaban las ranas por las noches y se zambullían los patos que llegaban desde las arboledas del bañado de Flores que azuleaba a lo lejos.
Comenzó el siglo XX y todo aquello fue un suburbio porteño que iba evolucionando paulatinamente. Los grandes quintones de quince o veinte manzanas comenzaron a parcelarse en lotes menores y aparecieron así las pequeñas casitas humildes y junto con ellas, árboles norias y molinos. Los italianos se volcaron fundamentalmente al cultivo de pequeñas quintas que les aseguraban no solo el producto de la venta de frutas y verduras en las ferias de la ciudad, sino también el sustento para sus familias.
En ese Boedo antiguo de quintas, tambos y hornos de ladrillos, se afincaron también pulperías, ya que el resero que conducía el ganado hacia los mataderos, necesitaba lugares donde aprovisionarse, surgiendo así “La Estrella del Sur” o “El Almacén del Gaucho”, devenidas luego en almacenes y molinos de harina, como el de los hermanos Macchi, en Boedo e Independencia, que luego de moler la harina, fabricaban y vendían el pan ellos mismos. Dice la tradición oral, refiriéndose a estos tres hermanos, que uno era manco, otro tuerto y al tercero, le faltaba una pierna. Pero también los caballos necesitaban raciones de pasto para la larga travesía, y en épocas de sequía, cuando los campos parecían calcinados por el sol, el jinete pensaba más en su montura que en sí mismo, buscando con afán un manojo de pasto fresco. Y allí fue donde apareció un inmigrante italiano llamado Endrizzi con la solución: instaló en un terreno baldío de Boedo e Independencia la primera “pastería” del barrio. Pero también llegó el momento en que no era suficiente con los ladrillos que producían los hornos para edificar las numerosas casitas que se derramaban sobre los verdes campos, se necesitaban muchas otras cosas y así fue que el italiano Santiago Ferrari puso a disposición de los vecinos el primer corralón de maderas, sito en Maza e Independencia.
El barrio fue progresando y cuando los pintorescos tranvías a caballo, que eran conducidos mayormente por calabreses y genoveses, fueron reemplazados por los eléctricos, nuestros barrios sureños estuvieron entre los primeros en obtener el beneficio del progreso. La compañía La Capital había obtenido el permiso para construir y explotar una línea de tranvías llamada A los Corrales cuyo recorrido era desde San Juan y Boedo, por ésta hasta Garay, Gral. Urquiza, 24 de Noviembre y nuevamente Garay hasta los mataderos del Sur, o sea que Boedo y Patricios compartían su recorrido y podían ufanarse de ser los pioneros en Buenos Aires respecto al moderno transporte.
La empresa también debía colocar en el trazado de las vías, 40 lámparas de arco, de 1000 bujías cada una y estas debían estar encendidas hasta las doce de la noche, lo que significaba un gran adelanto para la zona. El barrio de Belgrano argumenta que fue en sus calles donde primero se vio el eléctrico, pero solo corrió por allí seis días, en prueba experimental, lo que quita validez a la discusión.
Alguien reseñaba así el paso del primer eléctrico: “Boedo, diciembre de 1897. Los vecinos del barrio salimos de nuestras casas a contemplar el fenómeno: va a pasar el Imperial de La Capital. Ha partido cargado de funcionarios en su viaje inaugural. Es la primera línea de tranvías eléctricos del país y no todos celebraremos su aparición. Su fantástica velocidad de treinta kilómetros por hora y la corriente eléctrica son fantasmas de la modernidad que no se digieren fácilmente. Tanto, que este demorado debut debe su tardanza al rechazo de algunos vecinos que no permiten amurar a sus paredes los rosetones de anclaje de los cables para alimentar el trolley, temerosos del riesgo de electrocución.”
Pocos años más tarde, el tranvía eléctrico se había derramado sobre la ciudad causando asombro en otros barrios con sus Imperiales, pero nadie nos podía ya quitar la primicia. El vínculo con los inmigrantes es, en este caso, que en los fondos de la estación de tranvías que estaba en Boedo al 700, hoy sede de la Escuela Técnica “Reconquista de Buenos Aires”, vivía un conductor de tranvías de origen italiano, llamado Juan Noli, que se dice, fue el inventor del “freno de arena”. Este consistía en un depósito de arena situado debajo de un asiento, que el conductor utilizaba para echar sobre los rieles en los días de lluvia y así poder frenar más fácilmente el tranvía. No sé si esto será leyenda o verdad, pero así lo consigna la historia boedense.
Para cerrar este brevísimo relato tranviario, unas líneas poéticas del Vizconde de Lascano Tegui:
“Iban los rieles audaces
Entrando dentro del campo
Camino de Puente Alsina,
La Recoleta y el Bajo.
Unos llegaban a Boedo,
Ya submarinos del barro,
En sus curvas herrumbradas
Morían los carromatos…”
En 1909 la población del lugar era de unos 30.000 habitantes, de los cuales el 20% eran italianos que trabajaban en pequeños locales establecidos sobre la calle Boedo, o en patios y corralones con portones siempre abiertos y desde donde se podían contemplar sus tareas: eran zapateros, carpinteros, albañiles, ebanistas, jardineros, adoquinadores. Muchos de estos artesanos, casi en su totalidad de origen europeo, se asentaron en un principio en algunos de los numerosos conventillos de Buenos Aires, cosa que no ocurrió en Boedo por dos causas fundamentales: primero, por carecer el barrio de este tipo de inquilinato ya que todos sabemos que estos edificios habían sido en su origen grandes casonas coloniales, abandonadas por sus dueños en las postrimerías del siglo XIX y convertidas en lugares donde se hacinaban los inmigrantes que no tenían donde vivir, y al ser Boedo un paraje totalmente rural no había espacios disponibles para ellos. Y segundo y principal, era el precio de la tierra: En 1908 el costo en el barrio de Boedo era de $ 7.50 el m2, lo que si se comparaba con los $ 232 de San Nicolás o los $ 180 de Monserrat, les permitía a los inmigrantes acceder a un lote propio aun cuando para pagarlo debieran hacer un sin número de sacrificios. Quizás es por eso que los italianos ocupaban el primer lugar, luego de los argentinos, entre los propietarios de inmuebles: ellos sabían muy bien que teniendo asegurado el techo, con trabajo y sacrificio se sale adelante.
Boedo iba tomando forma y así la describe el escritor José Luis Núñez Palacio: “Casas bajas e iguales con sus dos patios divididos por el comedor y una sala que ocupaban la modista o el barbero, inquilinos pobres nacidos de la pobreza del barrio. En las esquinas, el almacén y la botica, y aquí y allá, herrerías y corralones, donde el gringo se codeaba con el criollo en una amistad de gorras y alpargatas”. En este relato se puede apreciar lo que decíamos anteriormente: que Boedo no tenía grandes inquilinatos, sólo aquellas salas particulares que los dueños alquilaban para ayudarse en lo económico y que muy posteriormente se fueron transformando en locales a la calle, como el del italiano Antonio Imposti, que abrió la primera sastrería del barrio de Boedo.
Ya en la década del veinte, Boedo comienza a llenarse de cafés, glorietas, tangos, teatros y fútbol. Don Silvestre Otazú hace una pintura del barrio en esa época y nos cuenta: “Boedo, evidentemente tenía un embrujo. Situado a mitad de camino entre Mataderos, Parque Patricios y Flores, se convirtió muy pronto en un núcleo con diversiones ignoradas por dichos barrios: glorietas, cines, teatros, circos, cafés. En una palabra, vida nocturna. ¿Adónde vamos esta noche?, se preguntaban los vecinos de Mataderos o Parque Patricios, que querían pasar algunas horas entretenidas. ¡A Boedo!, era la respuesta unánime. Había allí todo lo que puede apetecer la mocedad en tren de juerga o mero pasatiempo. Pero la ubicación geográfica de Boedo no basta para dar una explicación cabal del fenómeno, pues igualmente equidistantes del centro y de los barrios estaban Almagro y Caballito, y, sin embargo, no hubo allí ni asomo de vida nocturna cuando ya Boedo era famoso. Debe de haber alguna razón telúrica para que allí, y no en otro sitio, haya surgido con fuerza tan poderosa una vida intensa, con su movimiento artístico, sus bohemios, sus anarquistas, su gente de teatro, sus escritores, sus músicos, sus poetas, sus payadores…”
No podemos dejar de mencionar la Universidad Popular de Boedo, abierta a todas las nacionalidades, la Peña Pacha Camac, la Editorial Claridad y también durante esa década de 1920, el Grupo de Boedo, aquél que competía con el de Florida, en un eterno desafío de cultura y buen gusto y que nos ha legado un sinfín de páginas magistrales, desde las que intentaron incorporar el suburbio a la gran ciudad.
Boedo fue y sigue siendo un barrio muy especial, inclinado siempre a la cultura, que aún hoy continúa formado artistas plásticos y escritores, desde sus ateliers o simplemente desde las mesas de los numerosos cafés boedenses. Prueba de ello es el Paseo de las Esculturas que se extiende sobre Boedo, entre San Juan e Independencia, constituyendo el único museo a cielo abierto de Buenos Aires, con 22 obras donadas por excelentes artistas, que engalanan nuestras veredas y que a la vez son cuidadas por los vecinos y dueños de los comercios en cuyos frentes han sido emplazadas, dando un ejemplo de civilidad y orgullo por el barrio
Y como último ejemplo de la integración de los inmigrantes a Boedo, quiero mencionar a una familia que arribó al país, como tantas otras, en la primera década del siglo XX. No eran italianos, eran españoles, pero ya se sabe, son primos hermanos. Uno de los descendientes de esta familia, nacido el 31 de octubre de 1910 en Castro y San Juan, fue Héctor Valdivielso Sáez, hermano Lasallano que fuera asesinado durante la Guerra Civil Española en 1934, en Asturias, mientras daba clases junto a otros sacerdotes. Ustedes dirán ¿Y qué tiene que ver este sacerdote con nuestra charla? Muy sencillo: Este sacerdote fue canonizado el 21 de noviembre de 1999, bajo el nombre de San Héctor, convirtiéndose así en el Primer Santo Argentino. ¡Y es de Boedo, señores!
Gracias entonces a todos aquellos que vinieron a esta bendita tierra a trabajar y a criar a sus hijos y encontraron una Argentina que los recibió con los brazos abiertos brindándoles, a cambio de su esfuerzo, un nuevo hogar.
Información adicional
Historia oral de vecinos
Ayer y hoy de Boedo, de Diego del Pino, Ediciones del Docente, 1986
Categorías: TEMA SOCIAL, Inmigración
Palabras claves: Inmigrantes, tranvías, tambos, quintas
Año de referencia del artículo: 1890
Fuente: Buenos Aires Historia