Publicado el 28 feb. 2019 | Ciudad de Buenos Aires
En el barrio porteño de Barracas se levanta la Iglesia de Santa Felicitas, un magnífico templo de estilo neogótico alemán que, curiosamente, tiene una sola nave. No hay un pasillo central, no existe ese corredor por donde ingresan los novios para llegar al altar. En ese santuario nadie se casa, ni hay bautismos, porque es la iglesia de la desgracia y recuerda la historia de un amor trágico.
A fines del siglo XIX vivía en Buenos Aires Felicia Guerrero y Cueto, la mayor de once hermanos y a quien llamaban Felicitas, una muchacha de una belleza incomparable, cortejada desde su adolescencia por numerosos pretendientes, entre ellos un joven vecino, Enrique Ocampo Regueira, siete años mayor que ella y futuro tío abuelo de la escritora Victoria Ocampo. Pero el padre de la doncella, el andaluz Don Carlos Guerrero y Reissig, no permitía que nadie se acercara a su hija con intenciones de seducción porque la tenía prometida en matrimonio a Martin Gregorio de Álzaga, de 50 años de edad -32 más que Felicitas- y el hombre más rico de la ciudad.
El futuro yerno del andaluz tenía grandes extensiones de tierra y era sobrino nieto de Martin de Álzaga, quien había llegado de España siendo niño, se dedicó al comercio y amasó una fortuna, llegó a ser Alcalde de la ciudad, combatió a los ingleses durante las Invasiones y terminó fusilado y colgado en 1812 en la Plaza de la Victoria, actual Plaza de Mayo, acusado al parecer mediante un “carpetazo” de conspiración contra los patriotas.
Don Carlos, un comerciante naviero, heredero de la estirpe Reissig de la ciudad alemana de Hamburgo y administrador de uno de los campos de los Álzaga, creía asegurarle el futuro a su hija casándola con el acaudalado Martín Gregorio, un viejo para la época y viejísimo para los ojos de Felicitas. La muchacha le rogó a su padre que no la entregara a aquel hombre, especialmente por la gran diferencia de edad, y al que no amaba. Pero no hubo tutía. A pesar de las súplicas y las lágrimas, la boda se celebró el 2 de junio de 1864. Felicitas tenía 18 años. La pareja se instaló en la Quinta de Álzaga, actual Plaza Colombia, en la zona residencial de Barracas con mansiones sobre la calle Larga, hoy avenida Montes de Oca, cercanas a los depósitos de cueros y lanas, en las vecindades del puerto de La Boca.
Una versión indica que, dolorido, Enrique Ocampo se marchó a participar de la Guerra de la Triple Alianza (1864-1870), cuando los ejércitos de la Argentina de Mitre, el Brasil de Pedro II y el Uruguay del dictador colorado Venancio Flores se unieron para arrasar al Paraguay, el primer país de Sudamérica que tuvo ferrocarriles, hornos de fundición, hospitales modernos para la época y el mayor ingreso per cápita de la región, donde no había mendigos en las calles y que se autoabastecía sin necesidad de importar del Viejo Continente. Cumplían el mandato de Gran Bretaña, interesada en el algodón paraguayo y ansiosa por colocar sus productos en un mercado cerrado a sus exportaciones.
Dos años después del casamiento nació Félix, el primer hijo de Felicitas. A esa altura, Martín Gregorio de Álzaga mantenía una relación semiclandestina, iniciada al menos 20 años antes (y que nunca formalizó), con una mujer de nombre María Caminos. Con ella tuvo cuatro hijos –dos varones y dos mujeres- que vivían en su principal estancia, La Postrera. Cuando Felicitas se enteró, se molestó mucho. María Caminos reclamó por algún tiempo parte de la fortuna que, naturalmente, le correspondía a sus hijos pero nunca logró ser escuchada.
En 1869, Álzaga viaja por un tiempo a Rio de Janeiro por negocios y reaparece Enrique Ocampo quien, si realmente participó del conflicto bélico en Paraguay, abandonó los combates antes de su finalización. El hombre intentó un acercamiento afectivo con Felicitas, pero ocurrió un acontecimiento dramático. El pequeño Félix, entonces de 3 años, enferma de fiebre amarilla y muere. La muchacha queda devastada. Lo aleja a Enrique y se encierra en la quinta de Barracas. Al año siguiente, Álzaga, quien había regresado de Brasil, también es afectado por la misma enfermedad de su hijo y fallece cuando Felicitas tenía un avanzado estado de embarazo que perdería al otro día.
La muchacha queda viuda a los 24 años y dueña de una cuantiosa fortuna. Después de guardar riguroso luto por seis meses, como lo marcaban las costumbres de la época, vuelve a relacionarse socialmente y a frecuentar los salones literarios, donde es acosada por una legión de pretendientes entre quienes se cuenta el pertinaz Ocampo, que se consideraba a sí mismo como el de mayores méritos para recibir los favores de la hermosa mujer.
En noviembre de 1871, cuando Felicitas Guerrero compartía con amigos unos días de descanso en su estancia Laguna de Juancho en el actual partido de Madariaga, en la provincia de Buenos Aires, fueron sorprendidos por un fuerte temporal mientras se trasladaban a otro establecimiento. Los tres coches tirados por caballos en los que viajaban perdieron el rumbo en el medio de la nada y fue entonces que providencialmente apareció un jinete que los guió bajo la lluvia hasta una amplia vivienda. El anfitrión y dueño de aquellos campos resultó ser Samuel Sáenz Valiente -nieto de Anselmo Sáenz Valiente- quien era cuñado del brigadier Juan Martin de Pueyrredón, Director Supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata- y Felicitas se sintió inmediatamente flechada por él.
Casi enseguida se conocieron en los círculos sociales de Buenos Aires detalles de aquel amor recién nacido y hasta se comentó que la joven viuda ya habría encargado a París su vestido de novia. Y lo real es que sólo dos meses después del encuentro en la estancia, Felicitas invitó a sus amistades a una reunión en la Quinta de Álzaga, el 29 de enero de 1872, en la que anunciaría su compromiso matrimonial con Sáenz Valiente. Ese día, al regresar a la quinta después de hacer unas compras, fue informada que la estaba esperando Enrique Ocampo, quien insistía en hablar con ella. La muchacha pidió que lo despacharan con cualquier excusa pero, como el hombre no se daba por vencido, ordenó que lo condujeran al escritorio. Luego de subir a su habitación a cambiarse para la fiesta, fue a saludar a su prometido y a los invitados que ya estaban llegando y poblaban el jardín, y retornó a la vivienda paran encarar al inoportuno y pedirle que de una vez la dejara en paz.
No permitió que una de sus amigas la acompañara y, cuando estuvo frente a frente con el joven despechado, éste le dijo directamente que no toleraría que se uniera en matrimonio con Samuel porque “te casarás conmigo o con nadie”. Ocampo acompañó su amenaza mostrando un revólver que llevaba en su bolsillo y la chica dio un grito y comenzó a correr hacia el jardín, pero el hombre le disparó por la espalda. La bala dañó la médula espinal y varios órganos. Rápidamente fue atendida, aunque todo fue inútil. La agonía duraría toda la noche y Felicitas moriría al día siguiente, 30 de enero. Tenía 26 años.
La versión oficial señala que Enrique Ocampo se suicidó con la misma arma con la que cometió aquel feminicidio. Pero hubo comentarios de que, al escuchar el disparo, algunos invitados corrieron al lugar, forcejearon con el matador y se escapó la bala que terminó con su vida, o de que fueron los hermanos de la muchacha quienes ultimaron al asesino.
El día del entierro, las carrozas que llevaban a las familias Guerrero y Ocampo casi chocaron cuando se cruzaron a la entrada del cementerio de la Recoleta, donde hoy descansan los restos de Felicitas y Enrique, como si sólo faltara ese caprichoso episodio para sellar la trágica historia de la muchacha más linda de Buenos Aires.
Los padres de la chica –apenados y herederos de una gran fortuna- decidieron hacer construir una iglesia en el mismo lugar donde cayó ensangrentada su hija. No repararon en gastos e hicieron traer de Europa los mejores elementos para su decoración. Los vitrales llegaron de Francia y los pisos se hicieron con mosaicos españoles, el órgano construido en 1873 procedió de Alemania y de Inglaterra vino el gran reloj del frente. Dicen que es el único templo de estilo neogótico que existe en el mundo porque los que había en Alemania fueron destruidos durante la Segunda Guerra mundial (1939-1945).
En uno de los altares de la iglesia se encuentra la imagen de Santa Felicitas, mártir sacrificada junto a sus siete hijos varones durante el imperio romano, en la antesacristía se ven los bustos de los donantes, Carlos Guerrero y Reissig y Felicitas Cueto de Guerrero, y en el vestíbulo una estatua de mármol de Felicitas Guerrero con su hijo Félix en brazos.
La inauguración fue cumplida el 30 de enero de 1876, cuatro años después del crimen.
La historia de amor y muerte de Felicitas tiene ligeras variantes según la inspiración de cada narrador pero, esencialmente, es la aquí referida.
La familia Guerrero donó la iglesia al Gobierno de la Ciudad, que la cedió para su uso y administración al Arzobispado de Buenos Aires, que organiza visitas guiadas, hay misas los viernes, sábados y domingos y confesiones media hora antes y, a veces, conciertos. Pero no hay casamientos.
Cuentan que cada 30 de enero, en la fecha de su muerte, el fantasma de Felicitas aparece en el lugar y se pasea llorando, envuelta en una túnica o un vestido blanco de época. Los vecinos han escuchado repicar campanas sin que nadie las agite. Uno de los curas que cuida el templo asegura que “esas son mentiras para estafar a la gente; son pamplinas”. No son pamplinas, en cambio, la cantidad de pañuelos blancos que los 30 de enero amanecen anudados a las rejas de la iglesia, dejados allí por manos anónimas para secar las lágrimas de Felicitas.
* Periodista