El autor de esta nota sostiene que la teoría de la hegemonía desarrollada por el posmarxismo tiene una enorme importancia para comprender las lógicas políticas de las sociedades contemporáneas, pero una lectura demasiado apresurada de los textos en los que fue desarrollada podría derivar en una cancelación de la categoría de lucha de clases, absolutamente necesaria para objetivar buena parte de las relaciones sociales que estructuran el tejido social del sistema capitalista.
Es sabido que el capitalismo posindustrial se caracteriza por una creciente heterogeneidad de identidades colectivas y demandas políticas. Frente a la tesis marxiana según la cual el sistema capitalista supone una contradicción principal entre dos clases sociales, una integrada por quienes tienen la propiedad privada de los medios de producción (la burguesía), y otra por quienes, desposeídos de esos medios de producción, se ven obligados a vender en el mercado laboral su fuerza de trabajo (el proletariado), se ha llegado a postular que, no solo la idea de lucha de clases, sino incluso la propia categoría de clase social, se ha convertido en una abstracción teórica poco útil para describir las formaciones sociales contemporáneas, cada vez más complejas y diferenciadas. El problema con este tipo de argumento es que, más allá de la importancia insoslayable de la proliferación de identidades colectivas y de sus lógicas de articulación, la apropiación en manos privadas de los medios de producción y del capital que se produce de manera colectiva constituye todavía hoy un fenómeno particularmente importante a la hora de pensar los modos en que las sociedades actuales se organizan y se estratifican.
La noción de heterogeneidad, tal como fue utilizada por Ernesto Laclau y Chantal Mouffe en Hegemonía y estrategia socialista, implica una indeterminación constitutiva del tejido social y la imposibilidad de fijar teóricamente sus puntos de ruptura política. En ese texto, los autores discuten desde la izquierda y a su vez con parte de una tradición de la izquierda que sostiene que, por el contrario, la lucha de clases funciona como un a priori de toda ruptura posible. Los fenómenos políticos de la modernidad, según Laclau-Mouffe, por lo menos desde las revoluciones burguesas en adelante, no se pueden entender si no a partir de esta premisa básica: las identidades sociales, sustancialmente heterogéneas, se pueden articular, a través de lógicas equivalenciales, en torno a cualquier tipo de demanda política. En otras palabras, las articulaciones hegemónicas se despliegan sobre superficies de inmanencia en las que la frontera del antagonismo político no está nunca preestablecida de antemano. Por supuesto, esto no cancela de ninguna manera que, en determinadas circunstancias, la frontera no se pueda establecer entre quienes detentan los medios de producción y quienes no pueden más que venderles a estos últimos su fuerza de trabajo.
Otro factor importante a tener en cuenta desde esta concepción de lo político entendido como articulación hegemónica es que el sentido de los fenómenos sociales se define siempre de manera discursiva. Mientras que la tesis de la lucha de clases se funda en una contradicción entre las fuerzas productivas y los modos de producción, y por tanto se le concede allí a lo económico el lugar de una determinación en última instancia del orden social, la concepción posmarxista de hegemonía supone en cambio que los antagonismos políticos dependen siempre de cómo los acontecimientos coyunturales sean objetivados por el discurso. En este punto, es necesario retener que se trata de dos concepciones políticas que hacen foco en cosas distintas: una en el plano económico, otra en el plano del discurso. Al respecto, se pueden decir por lo menos tres cosas. Por un lado, que ninguna reflexión sobre los modos en que un acontecimiento social pueda ser determinado por el discurso desmiente el hecho de que la contradicción entre las fuerzas productivas y los modos de producción genere acontecimientos sociales importantes dentro del sistema capitalista. Por otro lado, que la categoría de lucha clases es también una construcción discursiva, y que, en tanto que tal, puede en todo momento ser determinante sobre el sentido político que se le asigne a un acontecimiento social. Por último, que estas dos concepciones de lo político no son antagónicas: que hagan foco en cosas distintas no impide que eventualmente puedan usarse juntas.
Así, por ejemplo, el movimiento de mujeres, organizado simbólicamente como lucha contra todas las formas de opresión patriarcal, no ha dejado de insistir en el hecho de que esa opresión consiste muchas veces en distintas formas de sometimiento económico. No solo porque históricamente en el ámbito de la familia el hombre haya relegado a la mujer a desempeñarse en tareas domésticas, sino también porque en muchos sectores productivos las mujeres obtienen remuneraciones sustancialmente menores que los hombres. El feminismo es entonces una forma de agrupación colectiva fundada en un rasgo subjetivo que atraviesa todas las clases sociales: el género. En este sentido, constituye una articulación hegemónica que trasciende la categoría de clase. Y, aun así, es una agrupación colectiva que formula algunas de sus demandas en construcciones discursivas que objetivan la dimensión económica de la dominación que busca subvertir. Cabe preguntarse hasta qué punto no es esta una de las razones por las que el movimiento de mujeres se ha convertido en uno de los fenómenos políticos más relevantes (si no el más relevante) de los últimos años.
Claro que pensar la dominación económica en términos de diferencia de género tal como frecuentemente lo ha hecho el feminismo es algo muy distinto a pensarla en términos de antagonismo entre clases sociales. Pero esto no quiere decir que en las construcciones discursivas del movimiento de mujeres nunca se haya hablado de lucha de clases. Por el contrario, un caso interesante para pensar este punto es la pelea por la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo, cuyo correlato en el parlamento argentino ha significado recientemente, después de muchos años de militancia, una importantísima victoria política del movimiento feminista. Como es sabido, uno de los argumentos centrales para defender la legalización del aborto fue que las mujeres que pierden la vida por suspender un embarazo en condiciones sanitarias precarias, son aquellas que pertenecen a los estratos sociales más bajos y no cuentan con los recursos económicos suficientes para acceder a clínicas suficientemente equipadas. Sobre todo, la legalización del aborto es una demanda histórica por el derecho de las mujeres a decidir sobre sus cuerpos, pero también por el derecho de las mujeres pobres a no morir en el intento.
Entender la categoría de lucha de clases como construcción discursiva es útil por varias razones. En primer lugar, permite quitarle de encima el lastre de a priori teórico, que arrastra de los usos que muchas veces se ha hecho de ella para dar cuenta de todo antagonismo posible. En segundo lugar, deja ver el hecho de que se trata precisamente de una categoría que compite con otras en la pelea por la asignación de sentido en cada una de las contingencias coyunturales en las que puede resultar pertinente; pero que también, tal como se vio en el caso de la lucha por la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo, puede entrar en relaciones de solidaridad con otras categorías en ciertas reivindicaciones políticas. En tercer lugar, y aunque parezca una obviedad, el hecho de que ciertas relaciones sociales del sistema capitalista hayan podido ser objetivadas en términos de lucha de clases, es la causa por la cual hoy existen trabajadores que se reconocen, se organizan y luchan por sus derechos, en función de su pertenencia a la clase obrera y en contradicción con los intereses de la burguesía. Es decir, no solo es una categoría descriptiva, es también el significante constitutivo de un antagonismo social.
La teoría de la hegemonía desarrollada por el posmarxismo tiene una enorme importancia para comprender las lógicas políticas de las sociedades contemporáneas. Pero una lectura demasiado apresurada de los textos en los que fue desarrollada podría derivar en una cancelación o en una desvalorización de la categoría de lucha de clases, absolutamente necesaria para objetivar buena parte de las relaciones sociales que estructuran el tejido social del sistema capitalista. Por lo demás, el uso de esta o de cualquier otra categoría para pensar los procesos políticos no responde nunca solo a decisiones teóricas basadas en razones cognoscitivas. Responde además, y sobre todo, a decisiones políticas basadas en razones de estrategia en el terreno de la batalla cultural. En cada una de las coyunturas determinadas por la contradicción entre las fuerzas productivas y los modos de producción, y en cada una de las situaciones en que las diferencias de clase constituyen parte del problema, es preciso no solo explicar de qué manera se expresa allí la lucha de clases, sino también explicitar con toda claridad desde qué posición de ese antagonismo se toma la palabra.
*Profesor de Literatura y actualmente cursa la licenciatura en letras en la Universidad de Buenos Aires.
Fuente: La Tecl@ Eñe