Publicado el 15 dic. 2020 | Política
Fuente: Política Exterior
La transición energética va a generar un cambio importante respecto a los recursos energéticos y la dependencia entre países. Hasta ahora se ha estado comprando o vendiendo recursos energéticos: sustancias que almacenaban energía en su química interna y, por tanto, con lo que se estaba comerciando era con energía. El carbón, el petróleo, el gas natural e incluso el uranio son recursos energéticos, y necesitamos consumirlos para generar energía. Además de los recursos también es necesaria infraestructura para transportarlos, y tecnología para poder convertirlos en energía. Pero el recurso energético es parte esencial de la dinámica energética mundial, y genera un flujo constante desde países exportadores a países importadores.
El mundo hacia el que vamos es distinto. El recurso energético no va a ser un bien que consumamos y que debamos regenerar; van a ser los propios recursos naturales que tenemos en nuestros países, y que son virtualmente infinitos. El sol, el viento, el agua y otros recursos van a convertirse en nuestra fuente de energía principal, siendo flujos naturales que no tienen coste para nosotros. Además, no son transables como recurso natural, solo como forma de energía final. Esta nueva realidad produce un cambio de paradigma donde este comercio entre países va a cambiar y las dependencias energéticas a causa de estos recursos van a desaparecer. La dependencia del oleoducto o gasoducto de los buques que transportan los recursos energéticos y todas las relaciones comerciales y geopolíticas asociadas van a modificarse. Los países tenderán a la independencia energética respecto a los recursos energéticos, o más bien hacia interdependencias energéticas donde los flujos dependerán de las interconexiones eléctricas entre países u otras formas de transporte de energía final. Estos intercambios se producirán en ambas direcciones en función de los recursos naturales disponibles en cada momento.
Esta independencia o interdependencia puede resultar muy interesante para los países que actualmente son importadores netos de recursos energéticos, como es el caso de España. España tuvo en 2018 un déficit energético de unos 25.000 millones de euros, que puede ser incluso mayor en momentos de altos precios internacionales del petróleo o del gas, del que nuestro país no es productor. Esta cifra representa alrededor del 2,5% del PIB del país, y abarca el grueso del déficit comercial que tiene España con el exterior. Poder prescindir de estas importaciones sería muy positivo para la economía y, además, evitaría que las oscilaciones bruscas del precio de los recursos energéticos produjesen fuertes impactos en la economía, como los vividos en 2008, cuando el petróleo alcanzó casi los 150 dólares el barril, y probablemente tuvo un efecto catalizador sobre la crisis financiera que se produjo a finales de ese año.
«La independencia energética se puede conseguir, pero seguirá existiendo dependencia tecnológica y de recursos naturales»
Sin embargo, la independencia es un concepto romántico que nunca es totalmente real, porque tanto o más importante que los recursos es la tecnología que permite extraer la energía de estos. Para conseguir energía del viento o del sol hacen falta aerogeneradores y paneles solares, y para fabricarlos necesitamos determinadas materias primas y elementos que se obtienen en otros países. La independencia energética se puede conseguir, pero seguirá existiendo dependencia tecnológica y dependencia de recursos y materias primas. Cuidado, eso sigue siendo mucho mejor para el importador, porque una vez importada la tecnología esta va a funcionar durante muchos años, y no se está sometido a la dependencia de un flujo constante. Además, la capacidad tecnológica puede adquirirse, y aunque las materias primas no, veremos más adelante cómo las economías circulares van a generar parcelas de independencia respecto a los recursos naturales. Igual que hoy en día Francia es más independiente energéticamente que los países de su alrededor al no depender tanto de ese flujo constante de combustibles fósiles –aunque dependa del uranio–, la transición energética generará más independencia y estabilidad a los países que son hoy energéticamente dependientes.
Pero el hecho es que va a existir dependencia tecnológica y dependencia de los recursos naturales, y los países que controlen estos estarán muy bien posicionados para convertirse en las superpotencias del siglo XXI. A nivel de tecnología, la fabricación de paneles solares, turbinas eólicas, baterías de almacenamiento de energía y vehículos eléctricos, además de todas aquellas tecnologías basadas en la inteligencia artificial y el internet de las cosas que permitan la implantación masiva de estos, serán los campos de batalla principales. A nivel de recursos naturales, controlar el comercio de litio, tierras raras y algunos otros metales será igualmente importante, porque estos elementos son imprescindibles para la fabricación de la mayoría de las tecnologías anteriores.
Esta no es una batalla geopolítica por comenzar: esta batalla comenzó hace muchos años y ya hay muchas posiciones tomadas. La tecnología de las telecomunicaciones, dependiente en parte de los mismos recursos minerales que las tecnologías energéticas, generó el interés por el control de muchos de estos recursos, pero también lo hicieron las tecnologías energéticas más avanzadas. Y hay un país que claramente ha tomado la delantera a los demás. Aquel que es conocido como la gran fábrica del mundo: China.
China: el gran dragón energético
En los albores de la década de 2020, China se ha convertido, sin ningún género de duda, en el gran proveedor de tecnología energética para el resto del mundo. A finales de 2018 tenía la capacidad productiva para manufacturar dos terceras partes de los paneles fotovoltaicos del mundo, casi el 60% de las turbinas eólicas y el 75% de las baterías del mundo. Si añadiésemos a otros países del continente asiático, veríamos cómo más del 90% de la capacidad de fabricación de paneles solares y el 85% de las baterías está en Asia, mientras Europa y Estados Unidos tan solo mantienen una posición relevante en la fabricación de turbinas eólicas. Aunque, en todo caso, menor que la asiática.
Podemos analizar con más grado de detalle cuáles son las principales empresas que fabrican estos productos. Con datos de 2018, el líder en venta de paneles fotovoltaicos fue la compañía china Jinko Solar, seguida de las también chinas JA Solar y Trina Solar. De los 10 principales fabricantes de módulos solares del mundo, nueve eran empresas chinas, y tan solo la canadiense Canadian Solar –que también tiene fábricas en China– aparece en ese top 10. Si hablamos de inversores fotovoltaicos, aquellos aparatos que convierten la corriente continua que generan los paneles solares en la corriente alterna que usan los aparatos electrónicos, veremos algo parecido. Huawei fue el principal fabricante mundial de inversores, y Sungrow Power Supply, también china, fue el segundo, ambos a mucha distancia de sus competidores. En el campo de las baterías hay un poco más de variedad, pero los fabricantes asiáticos siguen dominando la fabricación. Entre las cinco compañías dominantes ese año había dos chinas –CATL y BYD–, una coreana –LG Chem–, una japonesa –Panasonic– y, finalmente, la estadounidense Tesla. En turbinas eólicas, la danesa Vestas sigue siendo la compañía que más vende, pero la china Goldwind ya es la segunda, y cinco de las 10 principales compañías de este sector son chinas.
Esta realidad la podemos extender al vehículo eléctrico. En 2018, China vendió el 56% de los vehículos de pasajeros enchufables que se compraron en el mundo, y el 99% de los autobuses. El principal fabricante ese año de vehículos de pasajeros enchufables fue la china BYD y, aunque estuvo seguida muy de cerca por Tesla –que es líder en vehículos estrictamente eléctricos–, el tercero también es la china BAIC. Entre los principales fabricantes hay otras empresas chinas como SAIC, Chery o Geely, pero también podemos ver a otras más conocidas para el público occidental como Renault, BMW o la coreana Hyundai. A diferencia de lo que pasa en los otros productos tecnológicos, los vehículos de pasajeros chinos no han penetrado en Europa y EEUU y, por ahora, no han supuesto competencia para los fabricantes europeos y norteamericanos en sus mercados. La tecnología china está en prácticamente todos los productos, desde móviles a ordenadores, pasando por todo tipo de electrodomésticos, y sus marcas están presentes en cualquier establecimiento comercial. Pero vehículos chinos prácticamente no se venden y es muy difícil encontrarlos. Esto no sucede al revés. Es decir, en china sí hay vehículos de marcas occidentales, y es por esto por lo que el dominio de las marcas chinas en automoción eléctrica es menor que en el resto de tecnologías.
«El vehículo eléctrico es la gran baza de China para entrar en un mercado donde antes lo hicieron japoneses y coreanos»
Como podemos observar, la automoción es la última frontera de los productos tecnológicos chinos, y el vehículo eléctrico es la gran baza de esta superpotencia para poder penetrar en un mercado donde antes lo hicieron los vehículos japoneses, y más recientemente los coreanos. China tiene mucha experiencia en vehículos eléctricos, más que las compañías occidentales –excepto Tesla–, y a no ser que se impongan fuertes medidas proteccionistas, la penetración de los automóviles eléctricos chinos en Europa y EEUU, sobre todo en los segmentos más bajos donde los fabricantes locales no son competitivos por sus economías de escala, es cuestión de tiempo. La propia BYD comenzó a vender vehículos eléctricos en 2006, y ya ha exportado sus productos a otras regiones del mundo, como América Latina, donde se pueden ver por las calles autobuses y taxis de la marca oriental.
El vehículo eléctrico representa un verdadero cambio y una amenaza para los fabricantes tradicionales. Es como un cambio de reglas de juego, con vehículos mecánicamente bastante más simples y que hacen poco relevante parte del know-how adquirido por las marcas en los modelos de combustión de las generaciones anteriores. Además, aparece la batería como parte central de la calidad técnica del vehículo, y precisamente por eso empresas como Tesla, que se considera a sí misma más una empresa fabricante de baterías que de vehículos, han podido llegar a una posición de liderazgo frente a compañías con más de un siglo de historia. La “vehiculización” eléctrica abre una ventana de oportunidad a muchas empresas ajenas al sector de la automoción. Incluso abre la posibilidad a que actuales start-up acaben siendo fabricantes relevantes.
En todo caso, las economías de escala siguen siendo importantes. Las gigafactorías en las que se fabrican centenares de miles de vehículos siguen siendo fundamentales para reducir los costes de producción, y eso otorga ventaja a las empresas del sector frente a nuevos competidores. Pero en China esas gigafactorías ya existen, y esas economías de escala funcionan a pleno rendimiento para vehículos eléctricos y enchufables. Las marcas de automoción chinas tienen todo lo necesario para triunfar en un mercado aún no desarrollado como el del vehículo eléctrico, y resulta ilusorio pensar que no lo aprovecharán. Probablemente acaben abriendo cuña en los mercados occidentales por la principal debilidad del mercado del vehículo eléctrico, que es el alto precio de compra de los vehículos, especializándose en vehículos eléctricos de gama media y baja accesibles a las clases trabajadoras.
En la percepción del occidental medio sigue presente el pensamiento de que China se dedica a fabricar juguetes, ropa y palanganas de plástico. Pero China hace mucho tiempo que ha superado ese paradigma. En el país asiático se fabrican móviles de última generación, ordenadores o electrodomésticos. También ha llegado a la década de 2020 siendo una potencia líder en tecnologías como la nuclear, la inteligencia artificial, la robótica o el reconocimiento facial. Incluso han fabricado el radiotelescopio más grande del mundo.
Todo esto se ha basado en una inversión enorme en formación y en I+D por parte del Estado. El presupuesto chino en I+D se multiplicó prácticamente por 10 durante la segunda década de este siglo. En 2018 ya fue el segundo país en número de patentes, y capacita más ingenieros al año que todos los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) juntos. El 15% de la población tiene formación universitaria, y en algunos campos su inversión en investigación es superior a la de EEUU. Como por ejemplo en inteligencia artificial.
«El presupuesto chino en I+D se multiplicó por 10 durante la segunda década de este siglo. En 2018 ya fue el segundo país en número de patentes»
Desde hace ya algunos años el país asiático ha superado esa fase de país copiador de productos que se fabricaban en naciones avanzadas. Ya han copiado todo lo que podían copiar, y ahora están en la fase de mejora de los productos de sus competidores y en la obtención del liderazgo en diversos terrenos. El objetivo declarado del gobierno chino es situar el país al nivel de renta per cápita de los países desarrollados en 2049, centenario de la proclamación de la República Popular. Lo que lo convertiría, sin ninguna duda, en la primera potencia mundial, y probablemente lo será bastante antes. Los grandes objetivos que se marca el gobierno chino normalmente se cumplen.
Esta progresiva penetración de actividades económicas de mayor valor añadido es habitual en los países en desarrollo, pero en China este proceso tiene características algo distintas. China ha roto parcialmente este modelo, ya que a pesar de que se está dedicando cada vez más a actividades de mayor valor añadido, no está renunciando a muchas de las actividades de bajo valor. No es una realidad absoluta, pues sí hay muchas empresas chinas que están fabricando en países con costes laborales más bajos, desde India hasta países africanos. Pero parte importante de esos productos que se hacían en el gigante asiático hace 30 o 40 años se siguen fabricando allí. El enorme tamaño y la población de China se lo permiten, ya que muchas veces estas tareas de menor valor simplemente se desplazan a alguna provincia menos desarrollada.
Este modelo de mantener también actividades en teoría de bajo valor es relevante de cara a la transición energética, porque vemos casos donde los productos tecnológicos se generan íntegramente en el país, desde la minería y la extracción de materiales, hasta el I+D y la manufactura del producto final. Esto ofrece a China un control absoluto de toda la cadena de valor, y limita cualquier dependencia de terceros países. Y en los casos en los que esta dependencia es inevitable, las empresas chinas buscan el control de las cadenas de valor por los mecanismos usuales que han usado y siguen usando otras potencias.
¿Ganadores y perdedores?
Todas las nuevas realidades que se han analizado van a producir un cambio en las relaciones económicas y diplomáticas entre los países, reconfigurando el escenario mundial. Habrá para los que la transición energética será muy beneficiosa, y habrá otros que verán deteriorada la situación privilegiada de la que ahora gozan, al perder posiciones de control sobre recursos naturales básicos o el dominio tecnológico. Podríamos hablar de ganadores y perdedores de la transición energética, aunque puede ser un término confuso, ya que parece indicar que habrá países para los que el futuro será peor que el presente, y eso no tiene por qué ser así. Igual que muchos perdieron su posición dominante en el pasado, como España en el siglo XVI, Reino Unido a principios del siglo XX, o la Unión Soviética a finales de ese siglo, y nadie defendería hoy que los cambios históricos han sido negativos para las poblaciones de España o Reino Unido, otros países perderán posiciones relativas en el futuro, lo que no deberá suponer una peor calidad de vida para sus habitantes.
La transición energética puede beneficiar a todos, y ofrecer muchos beneficios económicos y de salud a los ciudadanos del mundo. Pero las pulsiones nacionalistas y las añoranzas de un pasado glorioso pueden aparecer, acomplejar a algunos, e incluso crear fuertes resistencias al cambio, que entorpecerían peligrosamente un proceso que debería ser lo más rápido posible.
El principal país beneficiado de esta transición puede ser China, mayor fabricante de tecnología renovable, de vehículos eléctricos y de muchas otras tecnologías de la información y la comunicación. El gobierno chino se encontró con un país extremadamente contaminado después del desarrollo económico de las décadas de los ochenta, noventa y 2000, y entró en la década de 2010 declarando la guerra a la contaminación. Las grandes ciudades estaban terriblemente contaminadas y los datos ofrecían –y siguen ofreciendo– centenares de miles de muertes prematuras al año solo por la calidad del aire. El país convirtió este problema en una oportunidad, y ante la necesidad de reducir el uso del carbón en generación eléctrica y climatización, y de los derivados del petróleo en la automoción, ha creado una vasta industria renovable alimentada por un control de la extracción de las materias primas que la sustentan. Su régimen político autoritario, además, aleja las dudas sobre posibles cambios de dirección, y permite obviar dilemas sociales que en otros países resultan problemáticos de gestionar.
El país asiático tiene todas las condiciones para convertirse en la gran potencia del siglo XXI y alcanzar su objetivo de superar a EEUU, que parece más preocupado en intentar congelar el tiempo que en dar la batalla en el terreno de la transición energética. La administración de Donald Trump ha tenido un fuerte sesgo antichino, pero lo ha focalizado en estrategias de negación y boicot en vez de entrar en una competencia virtuosa. El mandatario no ha perdido ocasión para mostrarse despreocupado respecto al problema climático, en atacar la energía eólica –contra la que parece tener una batalla personal desde sus tiempos de empresario– o en potenciar el fracking y el gas natural. Afortunadamente, muchos Estados del país, entre ellos los más importantes, sí están comprometidos con la transición energética. Las energías eólica y solar siguen creciendo fuertemente en la mayoría de ellos, y hay empresas estadounidenses muy bien situadas cara a esta transición, aunque menos de las que cabría esperar de la primera potencia mundial.
EEUU tiene la capacidad tecnológica y económica suficiente para no quedar descolgado en esta carrera, pero eso requiere un compromiso político y una visión nacional que muchos sectores del país, ensimismados con la práctica recuperación de su independencia energética producto del fracking, no parecen dispuestos a emprender. China y sus empresas adquieren cada vez más importancia en todos los países que tradicionalmente formaban parte de la órbita de influencia de EEUU, y para cuando los estadounidenses se quieran dar cuenta de la importancia de tener una visión de largo plazo como tienen los chinos, probablemente sea tarde.
«Trump ha focalizado su sesgo antichino en estrategias de negación y boicot, en vez de entrar en una competencia virtuosa»
En general, los países que no son productores de combustibles fósiles tienen mucho que ganar con esta transición. La Unión Europea es muy dependiente energéticamente, ya que necesita importar más del 50% de sus necesidades energéticas de forma conjunta, y todos sus países de forma individual son importadores netos de energía. Es dependiente tanto del petróleo, que se produce de forma relevante solo en unos pocos países del norte del continente, como del gas natural, que en casi todo el territorio proviene esencialmente de Rusia. El carbón, del que sí ha habido históricamente una producción importante, es un combustible en decadencia debido a sus impactos medioambientales. Avanzar hacia una economía descarbonizada ofrecería enormes ventajas a los países de Europa. Para empezar, ahorrarían unos 300.000 millones de euros anuales en importaciones energéticas, que es prácticamente el doble del presupuesto de la UE en 2020. Eso podría liberarla de ataduras geopolíticas, esencialmente con Rusia,su principal proveedor tanto de gas como de petróleo, pero también de países como Arabia Saudí, desde donde se importan cantidades de petróleo relevantes.
Europa tiene recursos naturales, mucho viento en el norte del continente y bastante radiación solar en los países del sur, que podrían ser altamente complementarios en un sistema bien interconectado. Además, cueenta con un alto potencial en energía marina en toda la zona del Atlántico que podrá ser aprovechado cuando madure esa tecnología. A pesar de no tener demasiada potencia hidroeléctrica instalada, tiene tecnología y altos estándares de eficiencia energética que hacen viable la descarbonización. Su situación de región de vanguardia en políticas climáticas podría ser un impulso a una “diplomacia verde”, con un nuevo comercio internacional en su moneda, el euro, a diferencia del comercio de petróleo y gas, que se realiza fundamentalmente en dólares.
Otra región que tiene mucho que ganar es América Latina. Es verdad que hay muchos países exportadores de combustibles fósiles –exportación esencial en países como Venezuela o Trinidad y Tobago–, pero la mayoría de los países latinoamericanos tienen muchas de las materias primas que requerirá la transición energética. El caso paradigmático sería Chile, con importante producción y reservas de las que quizá sean las dos materias primas más esenciales en la transición: el litio y el cobre. Esta realidad podría situarlo como uno de los países claramente ganadores si sabe aprovechar la oportunidad. Pero también hay litio en Argentina, Bolivia o México; cobalto en Cuba; plata en México; o una importante producción de hierro en Brasil. El potencial es más que suficiente para que la región salga ganando en este cambio de combustibles fósiles por materias primas para la transición energética.
«El reto para América Latina es ver cómo desarrolla la transición energética, para la que tiene los recursos naturales pero no el capital ni la tecnología»
Pero eso es solo una parte de sus ventajas. Lo que todavía es más importante es la cantidad de recursos naturales de los que dispone. El potencial hidroeléctrico del continente es enorme. Tanto, que ya hay países que tienen entre un 70% y un 100% de su generación eléctrica basada en el agua. Entre ellos el país más grande del continente: Brasil. Este agua es el complemento perfecto para el desarrollo del resto de energías renovables, para las que tiene también muchísimo potencial. Chile o México son dos de los países del mundo que mayor radiación solar reciben, y el recurso solar también es muy intenso en muchos otros países: Argentina, Perú, Colombia, Venezuela, Brasil, etcétera. También hay mucho potencial eólico, sobre todo en México, Argentina, Chile y Brasil. País, este último, que ya ha comenzado a desarrollarlo. Tienen capacidad, incluso, para desarrollar la energía geotérmica, con importantes desarrollos en Centroamérica, que bien podría extenderse a todo el área del Pacífico, situada en una zona de subducción entre dos placas tectónicas.
El reto para América Latina es ver cómo va a desarrollar esta transición, para la que tiene los recursos naturales, pero no el capital ni la tecnología, cómo generar un desarrollo inclusivo y, también, cómo evitar caer en la trampa de los recursos naturales que ha frustrado la consolidación del desarrollo de muchos países. Las condiciones naturales del continente son inigualables y tiene el potencial para competir con Europa en ser la región pionera en alcanzar un sistema energético casi totalmente descarbonizado.
¿Y los países petroleros? En principio, deberían ser los principales perjudicados de este cambio de paradigma, pero muchos de ellos se están preparando para el mundo que viene. El fondo soberano de Noruega, que se creó con el objetivo de invertir los beneficios conseguidos con la extracción de petróleo, está diversificando su cartera e invirtiendo fuertemente en renovables, mientras desinvierte en empresas de combustibles fósiles. Arabia Saudí está destinando numerosos recursos a renovables de todo tipo, con obvia preferencia por la solar fotovoltaica y la termosolar de concentración, dada la intensidad del recurso solar en el país. El objetivo no solo es desplazar el petróleo propio que usan para la generación de electricidad –es uno de los pocos países que lo siguen usando para generarla–, sino también poder exportar esa electricidad a los países vecinos. Ambas son estrategias de diversificación que prevén el progresivo desplazamiento de los combustibles fósiles por energías renovables; estrategia que también están adoptando muchas compañías petroleras, y que puede situar estos países en posiciones idóneas de cara al futuro.
Pero no todos los países petroleros están actuando así. Rusia, por ejemplo, permanece pasiva ante la revolución renovable, siendo un país que puede perder muchísima influencia en el futuro, tanto en Europa como en China, dos de los principales mercados de sus exportaciones energéticas. Otras naciones petroleras, como Venezuela, Irán o Irak, atrapadas en la trampa de los recursos naturales, no parecen tener ni la capacidad ni los medios para prepararse para el futuro descenso de sus exportaciones energéticas.
La transición energética va a traer un cambio geopolítico importante. Si Reino Unido fue la potencia dominante en el siglo XIX gracias al carbón que permitió la revolución industrial, y EEUU fue la potencia preponderante del siglo XX después de la adopción del petróleo como fuente de energía principal, la gran potencia del siglo XXI probablemente será aquella que fabrique la tecnología renovable que necesiten el resto de los países. China, aún lejos del nivel de renta per cápita de Occidente, se encamina hacia ese objetivo, y a corto plazo no parece que ningún país pueda hacerle sombra, ya sea por falta de capacidad o por desinterés. En todo caso, aún es pronto para sentenciar nada. La transición energética es un proceso dinámico, y el futuro siempre es incierto. Pero lo que es evidente es que la historia no se detiene, las relaciones entre los países cambian, y quiénes son las principales potencias mundiales también.
Este artículo es un extracto de: El nuevo orden verde, de Pedro Fresco
Foto: Vista aérea de la base de energía fotovoltaica de Sihong, en la provincia de Jiangsu, en China. 4 de julio de 2020. COSTFOTO/BARCROFT MEDIA/GETTY