En estos tiempos en el que los nervios y las emociones se encuentran a flor de piel, este libro surge con un propósito filosófico-político: pensar con los lectores sobre cuestiones de cultura política que se viven día a día, de un modo abierto, sin caer en la jerga académica. El argumento principal es cómo pensar en un método o una postura que se contraponga al discurso del odio y a sus reflejos en la sociedad y en las redes sociales. La realidad de la que parte es la brasileña, pero su alcance es global, porque hoy día el fascismo social se extiende por todo el mundo y se filtra en todas las capas sociales, sin que muchas veces seamos conscientes de ello.
La autora, con un lenguaje directo, sencillo, en una lograda síntesis de profundidad y divulgación, propone el diálogo como forma de resistencia, un reconocimiento –y un elogio– del poder de la palabra y de cómo lo que decimos puede tener resultados tangibles.
Un texto brillante, inteligente, bien argumentado (algo tan bienvenido en estos tiempos de opiniones gritadas que se hacen pasar por pensamiento), servido con una sugerente ironía.
Un libro de ediciones AKAL/Inter Pares
Fragmetos del libro "Cómo conversar con un fascista" , de Marcia Tiburi, con autorización de Akal
El genocidio indígena, la masacre racista y clasista contra jóvenes negros y pobres en las periferias de las grandes ciudades, la violencia doméstica y el asesinato de mujeres, la homofobia, la manipulación de los niños, la xenofobia, en resumidas cuentas, el odio al otro, crece en una sociedad en la que está en juego también el exterminio de la política. Podemos decir que las personas, individuos y grupos odian sobre todo la política y que los políticos (con la salvaguarda de alguna excepción) odian al pueblo, si queremos pensar en el odio que se extiende de manera prácticamente sistémica. Podemos cuestionar el riesgo de que el odio se transforme en estructural, que acabe por fundamentar nuestras relaciones. En este contexto, la política es destruida sistemáticamente en dos direcciones: por los políticos, que la transforman en burocracia; por el pueblo, que la abandona y se desinteresa de ella. En numerosos países donde hay una democracia formal vigente, las elecciones son ganadas por quien se afirma como apolítico, por más cínico que esto pueda resultar. Tal vez la destrucción de la política sea la verdad oculta en la razón de Estado actual. Todos saben, aunque les falten las palabras para expresarlo, que la política ha sido transformada en burocracia y que los gobernantes garantizan burocráticamente su empleo eterno estimulando el odio nacional al poder público. No hay mejor manera de destruir la política que haciendo uso eficiente del odio.
Para destruir al otro es preciso destruir la política. Para destruir la política es preciso destruir al otro. Destruir al otro garantiza el fin de los sujetos de derechos y el fin del derecho de los sujetos. Es preciso humillar y envilecer a personas y poblaciones evitando así la realización de la democracia como propuesta de una sociedad inclusiva para todos. Al mismo tiempo, en estos contextos es útil usar la palabra democracia en un sentido mágico, como si ya estuviese cumplida.
¿Cómo se manipula el odio? Es muy simple. Por un proceso de pequeñas intrigas y de fomentar la intolerancia a la diferencia. Quien siente odio, antes sintió miedo y antes sintió envidia. Temer se vuelve un verbo intransitivo. Así como envidiar. En la cultura de la envidia y del miedo no es preciso saber por qué se envidia y se teme. Es preciso envidiar y temer intransitivamente. Hablaré más de esto en el último capítulo.
Por el momento, necesitamos saber que invertir en afectos es invertir en idiosincrasia. las diferencias de clase, raza, género y sexo, además del patrón de la normalidad física, son el foco del afecto odiador, que no resiste sin el miedo y la envidia. Es preciso intensificar la diferencia a través de su propio estigma para encontrar un blanco contra el que obrar con hechos y dichos.
Podemos decir que el odio transita entre nosotros, pero lo curioso es que esto no sólo sucede de manera inconsciente. Hay algo aterrador en el odio contemporáneo. No nos avergonzamos de él, hoy día está autorizado y no se evita. la extraña autorización del odio viene de una manipulación no percibida, a partir de discursos y de dispositivos creadores de este afecto. Somos capaces de amar y de odiar. El motivo por el que amamos es inversamente proporcional al que nos hace odiar. En el primer caso construimos; en el segundo, destruimos.
Sabemos que los afectos son siempre aprendidos. Se forman a través de experiencias. El sujeto fascista es impotente para el amor porque vivió experiencias de odio. Experiencias sensibles y cognitivas. Interiorizó el odio mucho antes de poder pensar en él. Siempre pensamos motivados por elementos afectivos. Todos los pensamientos de quien sistemáticamente odia, como el fascista, tienen como fundamento las potencias violentas del odio.
Sabemos que es preciso exterminar la política para que el capitalismo salvaje (su tendencia siempre es salvaje y bárbara) se mantenga: pocos muy ricos, muchos explotados, otros tantos cada vez más hundidos en la miseria. El exterminio está calculado: quien no consume y produce según los patrones del capital no tiene lugar. El odio genera un no lugar, un espacio habitado por el excluido que no es un lugar político sino antipolítico. la lucha de los excluidos es por salir de ese lugar, ganar voz y oportunidad de sobrevivir. En una política verdaderamente democrática debería haber lugar para todos, para varios modos de producción de existencia y de subsistencia que no necesitasen seguir las órdenes del capital, replegado sobre sí mismo, a su propio mantenimiento y reproducción a partir de la aniquilación del otro. Núcleo sustancial, verdaderamente teológico, del capitalismo, el capital es una especie de unidad absoluta para la que todo sirve. la violencia generada a su alrededor para sustentarlo no tiene medida.
La democracia debería ser la contraposición a esta unidad absoluta, pero es manipulada en el capitalismo como si ella misma fuese la susodicha unidad. En términos sociopolíticos, lo mejor que nos podría haber sucedido. Otra democracia, por tanto, que se deshaga de las máscaras, está en juego en una crítica al capitalismo. Una democracia como ruptura con los juegos de opresión, dominación y explotación sería la anticipación de un sueño. Esa democracia que no tenemos y que, no obstante, se desea, es la que está en discusión. Una democracia radical. Sin embargo, el propio exterminio del deseo de democracia es esencial para el mantenimiento del sistema de opresión que llamamos capitalismo, que usa la democracia como una máscara, una fachada. Lo cual es posible gracias a la mera propaganda de la democracia, que la reduce a una mercancía al simplificarla como discurso. Pero se necesita algo más esencial que eso.
Es en este punto donde el autoritarismo irrumpe en la práctica diaria. lo que podemos denominar autoritarismo cotidiano. Hecho de aquello que algunos llaman microfascismos. Del autoritarismo en general depende el capitalismo. Pero éste no sobrevive si no se sustenta cotidianamente. Al mismo tiempo, lo cotidiano es un lugar generalmente despreciado por las críticas más consistentes. Del autoritarismo depende el exterminio de la democracia como deseo en nombre de una democracia como fachada. Para exterminar la democracia como deseo es necesario que el pueblo odie, y eso es lo que el autoritarismo es y permite hacer. Es el cultivo del odio, de maneras e intensidades diversas en tiempos diferentes. Un odio a veces más débil, otras intenso, sirve a la aniquilación del deseo de democracia.
La máquina de producir fascistas – El origen y la transmisión del odio
La expresión social del odio despierta nuestra curiosidad en lo que se refiere a su origen. Llamamos odio al afecto que se expresa como intolerancia, violencia que se proyecta o, in extremis, declaración de muerte al otro. Pensamos que alguien —un Hitler cualquiera— aprieta el botón del odio que enciende la máquina de producir fascistas que integran la sociedad actual. Esta máquina resulta ser un engranaje organizado, una especie de dispositivo que se sirve del afecto odiador para la orquestación del delirio colectivo al que es rebajada la propia sociedad. La aniquilación de cierta idea de sociedad, del sentido social, está sustentada en el tipo de subjetividad fascista. La aniquilación de la política es la aniquilación de lo social, que precisa ser interiorizada por la persona concreta, cancelada como ser social. Sería necesario soltar las amarras que sustentan el delirante odio en el que fue envuelta como individuo cuando creyó que en este afecto residiría la verdad de su experiencia.
Podemos definir el odio como una emoción. Como algo pasional. De ahí la impresión, en el ámbito de sus manifestaciones, de que es un afecto primitivo y no cultural, salvaje y no civilizado. La expresión del odio parece, para muchos, la irrupción de algo irracional en el seno de una sociedad en sí misma razonable. Por eso, tendemos a verlo como algo arcaico. Sin embargo, si el odio irrumpe en el seno de la sociedad civilizada en su fase tecnológica —en nuestra época, en la cúspide de la tecnología que supone lo digital—, es porque, de alguna manera, es parte de esta sociedad.
La pregunta por el origen del odio no se puede responder si no es recurriendo al círculo vicioso que explica el surgimiento de cualquier afecto: es el sentimiento experimentado el que genera el sentido. Esto quiere decir que la tendencia a ver un afecto como particular y natural pierde de vista el carácter social de su constitución. Los afectos son aprendidos, son compartidos entre personas. Los afectos forman parte de procesos de cognición y formación subjetiva. Aquel que recibió amor, responde con amor; aquel que sufrió odio, responde con odio. A amar se aprende amando. A odiar se aprende odiando.
No podemos hablar del origen cronológico de un afecto. El odio no se implanta como un chip en una persona y no se explica por una personalidad naturalmente odiadora por oposición a una personalidad naturalmente amorosa. Nada es natural. La comprensión del odio se torna posible si estamos atentos al carácter genealógico de la experiencia del odio. Surge cada vez que nos dejamos afectar por éste. Del mismo modo que nos dejamos afectar por el amor. El odio no es una sustancia presente en algunas personas por oposición a otras, sino un afecto que se constituye en la experiencia compartida con otros. “¿Cómo alguien puede ser dominado por el odio?” es una cuestión que se explica teniendo en cuenta el carácter propio de las emociones, el hecho de que son extrañamente contagiosas.
Cuando hablamos de afecto, hablamos de lo que “nos conmueve”, de aquello que nos pide respeto, que nos concierne. Lo que “nos conmueve” se refiere a lo que es de algún modo percibido, por ser comunicado, por ser transmitido. Se trata de aquello que es compartido, pero no sólo de arriba abajo, como si hubiésemos, en el caso del odio, recibido una orden, consciente o inconsciente, para sentirlo y expresarnos en su nombre.
Si pensamos en los discursos de incitación a la violencia —una de las formas en que se expresa el odio—, veremos que es transmitida de arriba abajo, como en un engranaje movido desde fuera. Líderes políticos, publicistas, periodistas, religiosos y todos los que ostentan el discurso pueden encender esa máquina incitando al odio. Pero el elemento vertical que enciende la máquina movida por el odio no es suficiente para sustentarla, de modo que, para que el odio persista, su experiencia precisa afirmarse horizontalmente, es decir, es necesario que sea compartida con los iguales, con quienes contribuyen al mantenimiento de la máquina que, por el fomento del odio al otro, transforma a todos en fascistas. Así, cada cual forma parte del engranaje de la gran máquina de producir fascistas alimentada con el combustible del odio. Parar ese engranaje sólo le será posible a quien aprenda que otro mundo, más allá de la emoción perversa que tantos sienten con el estado de cosas odiador, es posible. La interrupción del funcionamiento de la máquina de producir fascistas depende de esta potencia olvidada.
Paranoia como condición social
Hay épocas en las que predomina el amor y épocas en las que predomina el odio. El problema inevitable al teorizar sobre el amor y el odio es la imposibilidad de evaluar aquello que es subjetivo y que, no obstante, nos domina. Experimentamos el odio sin entenderlo y, al no entenderlo, muchas veces no tenemos los recursos para detener su flujo.
Amor y odio son esas fuerzas que, incluso siendo opuestas, caminan juntas en un pulso constante. En ocasiones se aproximan demasiado. Son como dos líneas que tienden a enredarse mientras fluyen en el viento de la historia. Pensamos cronológicamente, en proceso y decadencia, pero no percibimos demasiado los afectos que cosen y descosen el continuum de la historia. De este modo, podríamos escribir la historia del amor y la del odio considerando que no hay periodo histórico que no esté regido por ellos. Sería la historia de las influencias afectivas en las acciones y logros humanos. Así, por ejemplo, podríamos contar la historia de la relación entre la humanidad y la naturaleza pensando en cómo la primera odió a la segunda o cómo el propio afecto odiador o amoroso nos permite crear una biografía.
No es baladí preguntarnos cuándo amamos más, cuándo odiamos más. las oleadas de amor y odio que sustentan y desestabilizan las sociedades no pueden ser controladas simplemente, pero pueden ser manipuladas. Ese control es posible a través del lenguaje, porque éste es el gran productor de afectos. Por medio de mecanismos que sólo parecen sutiles a quienes se mantienen ingenuos, se fomenta el odio a escala social a través del bombardeo de imágenes terribles, como las que vemos en televisión. La distorsión de hechos para convencer al pueblo también se liga a esa estrategia de manipulación de los afectos por medio de los discursos. En el origen de todo odio está la murmuración, el acoso moral, la maledicencia en general.
Marcia Tiburi (Vacaria, 1970) es una filósofa, artista plástica, crítica literaria y escritora brasileña. En 1990 se licenció en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica de Rio Grande do Sul, donde obtuvo una maestría en 1994; en 1999 se doctoró en Filosofía contemporánea por la Universidad Federal de Rio Grande do Sul. Asimismo, en 1996 se licenció en Artes Plásticas por la Universidad Federal de Rio Grande do Sul. Es profesora del Programa de Posgrado en Educación, Arte e Historia de la Cultura de la Universidad Presbiteriana Mackenzie, así como directora de la Escuela de Filosofía Pasajes, en Rio de Janeiro. En las elecciones de 2018 fue candidata a gobernadora del estado de Rio de Janeiro por el Partido de los Trabajadores.
*Hitler murió. No su discurso fascista. Foto:Especial