Él: romano, 32 años, egresado de una de las escuelas de negocios más importantes de la capital italiana. Al parecer, de familia pija, como le dicen en España a los chetos. Llega vestido de colores ocre combinados con mostaza y bordó, una elección audaz, a la altura del cliché italiano. Tiene buenos zapatos y un buen reloj, uno Prada y usa el bigote medio ondulado, con las puntas finitas. Dice que le gusta caminar sin rumbo, dejarse llevar. Me alegra. Andiamo.
Es de prestarle atención al cielo, parece. A las dos cuadras comenta que hay una estrella que “brilla demasiado”. No me cree cuando le digo que es el lucero, es decir, Venus, el cuerpo celeste que supieron seguir los Reyes Magos aquella noche. Duda, “debe ser un antena”, me dice. Decido arrastrarlo a la Calle de la Estrella. Amo esa calle. Ya llevaba este nombre en el siglo XV gracias a un grupo de astrólogos que instalaron en esta colinita un gabinete para estudiar el cielo: querían mirar cerca el paso de un cometa que según ellos, auspiciaba la llegada de una peste que diezmaría la población de Madrid, tal como sucedió en 1445. Luego de semejante profecía cumplida, la nomenclatura pasó a la eternidad. Primero fue Monte de la Estrella y más adelante, cuando el cerro fue alcanzado por la urbanización y un márquez edificó allí su casa, mandó a poner una torrecilla con una estrella dorada que perpetuó el sentido. Al abrirse la calle al público, nadie dudó cómo se llamaría. Ya pasaron seis siglos de eso y hace al menos medio que las estrellas dejaron de verse en estas cuadras a 200 metros de la Gran Vía, pero el dato parece haber fascinado a mi acompañante italiano que ahora admite que aquello es, efectivamente, el lucero. Seguimos caminando. De vez en cuando él estirará el brazo para señalar alguna que otra constelación. Yo me contendré para no compartirle lo que decía mi abuela: si señalas las estrellas te salen verrugas en los dedos.
Madrid de los Austrias pega bien con este cielo, pienso…Los pasadizos, los colores de las piedras, la luz baja, los monasterios silenciosos donde los curas y monjas ya deben estar durmiendo. Mientras nos sentamos en el mirador de altura, helados, frente al Palacio Real, vuelvo a sorprenderme de lo fácil que es tener citas románticas en Europa. No es una elección, no hay que planearlo: simplemente hay que lanzarse a caminar con un hombre que hable de estrellas y sentarse en algún mirador de altura. Lo único que no hay que hacer, es flashear. Los europeos respiran este tipo de belleza desde que nacen, a ellos no les sorprende nada y yo no me quiero imaginar qué clase de belleza se necesita para impresionar a un romano. Adaptada a nuevas escalas, cuento con otros criterios para analizar si una cita es especial.
Este romano aprecia la ciudad, adora el cielo y dice cosas interesantes pero hay algo extraño en él. Lo noté al verlo pegar la ñata contra el vidrio de las heladeras repletas de gildas y aceitunas del Mercado de San Miguel sin atreverse a pedir nada. Lo ví cuando analizaba las etiquetas de los vinos exhibidos en la exhuberante bodega del mercado sin animarse ni a una copa. Y lo percaté más firmemente cuando dijo “no no no” a mi “yo te invito”. Cuando pasamos por el Mesón del Champiñón, y dijo que conocía el lugar y amaba sus honguitos pero no quiso sentarse, supe oficialmente que había algo raro: no hay nada más sospechoso que alguien que, pudiendo, no sucumbe ante la buena vida.
Evadí el tema como si fuera normal que ya fueran casi las 11 de la noche y no hayamos tapeado ni unas papitas. Pensé en mi heladera y en todas las cosas ricas que me esperaban al llegar a casa. De alguna forma me las arreglé para no decir nada sobre la comida pero no pude contenerme cuando, paseando por Chueca, hizo exactamente lo mismo contra las ventanas de una tienda erótica. Volví a escuchar un “no no no” cuando le propuse entrar juntos y cuando lo pinché un poco, reveló una falta de experiencia fenomenal en términos de fantasías, aventuras e, incluso, de novias. Disfrutó de culpar a las mujeres italianas para justificar esta característica que era toda suya. “Ellas son muy antiguas y conservadoras, son aburridas”, dijo indignado. Le sugerí que si a los 32 años y con su nivel cultural le quedaban tantas cosas por explorar, más que oportunidad lo que le había faltado era curiosidad. Se encogió de hombros y me dijo la verdad. “No tuve tiempo de citas ni de sexo. Invertí toda mi energía en hacer negocios y dinero. Todos mis 20 estuve concentrado en hacerme millonario”, me explicó orgulloso. La palabra millonario brilló en mis oídos más que todas las estrellas de Madrid juntas. Pensé en lo fácil que la gente usa el término estos días y decidí usarlo yo también.
“¿Y lo lograste? ¿Sos millonario ahora?”, le pregunté mirándolo fijo. Se rió como si mi pregunta fuera la de lo más boluda. “Mal no me fue pero tampoco tan bien”, me dijo, realista. “Es muy difícil hacerse millonario”, me explicó, dando por sentado que yo ni siquiera lo había intentado. Tenía una buena explicación para su fracaso: la gente que le había enseñando a hacerse millonario ¡no era millonaria! Y eso lo indignaba. Hacía poco había descubierto que su ídolo de los 20, el profesor que más admiraba en la facultad de negocios, tampoco era millonario. “Las fotos de los yates y el estilo de vida que muestra en su Instagram son todo mentira. Su mujer es heredera”, denunció. Lo descubrió cuando el mismo profesor lo contactó para pedirle ayuda para conseguir financiamiento para “una start up de mierda”. “¿Entiendes que pagué fortuna para que me forme gente como él y ahora ellos me buscan a mí para que los ayude?”, me dijo indignado. Le daba una bronca total que al final nadie fuera millonario. Dije la única frase que me saca de cualquier situación incómoda: “bueno, es que la gente está loca”.
Quiso saber si era cierto que en Buenos Aires todos van al psicólogo. Cuando le dije que sí, me confesó que él también hacía terapia, pero que solo lo sabía su madre porque sus amigos de las business school romanas se alejarían de él si se enteraran. Aparentemente era un buen paciente porque ahora, dos años después, su psicóloga estaba a punto de darle el alta, aunque él no quería: lloró en su anteúltima sesión. Su psicóloga no se conmovió: “esto marca tu evolución, ahora al menos podés manifestar emociones”, lo felicitó ella. En chiste, le sugerí que finja un ataque de pánico en la despedida pero no le causó gracia. Así fue cómo comenzó todo.
Sucedió justo al final de sus veintis, cuando se dió cuenta de que ya no llegaba a ser millonario para sus treintis y probablemente para nunca, como todo el resto del planeta. Parálisis, crisis de llanto, taquicardia, miedo, no poder salir de la cama. Esto último resultó muy fuerte para él, acostumbrado a despertarse todos los días a las 5 am para hacer 120 burpees, meditar antes de chequear cómo iban sus inversiones y trabajar en el financiamiento de su start up, una app de safe sexting que terminó fracasando. De esa época le quedó un tatuaje en su muñeca: “guerrero” en chino. Solo un guerrero puede sostener 4 años de 120 burpees a las 5 am hasta en Navidad. Pero aunque él los sostuvo, su cabeza no. Su cerebro terminó frito y achicharrado. Solo podía llorar. Lo medicaron. “De esa época me quedó bastante dinero en la cuenta”, me aclaró, “pero ahora no puedo gastarla sin atormentarme pensando en lo que generaría si la invierto”, sonrió. “Miro un plato de pastas de 10 euros y pienso cuánto me podría dar esa inversión”, detalló. El mismo hecho de haber alquilado un piso en Chueca, dijo, había significado un paso enorme para él, obsesionado siempre con Salamanca, el barrio fetiche de los cripto bros. Se estaba cript-rehabilitando
Hace poco leí a una chica en Twitter decir que le parecía impresionante la cantidad de hombres asustados porque las mujeres les saquen una fortuna que no tienen. Es aún más complejo: al parecer, lo que les asusta es perder algo que podrían llegar a tener si no fuera porque lo desperdiciaron en comerse una plato de fetuccinis con una mujer random que les habló de estrellas y cometas.
Todos piensan que los incels son gordos nerds que no la ponen pero también son pibes facheros y con acceso a mil manjares que viven totalmente obsesionados por potenciales irreales. “Tal vez debería venir a vivir aquí. Cambiar mi vida sin que mis amigos me vean como un fracasado, relajarme, gastar un poco más”. “Comerte esa aceituna”, bromeé. Pero ¿Qué tan en serio estaba repensando su vida? Lo puse a prueba: “si tenés que elegir entre vivir el resto de tu vida con la plata justa pero en calma, o vivir con un trastorno de ansiedad siendo millonario, ¿que elegirías?”, le pregunté. Se rió. “La ansiedad se puede manejar” me dijo, juguetón. A esta altura el estómago me hacía más ruido que el. Me despedí rápido y me fui corriendo pensando en lo mal que se le daba besar. Lo único realmente rico, esa noche, fue lo que encontré en mi heladera.
*Estudió Ciencias de la Comunicación en la UBA. Colaboró en Brando, 7 DIAS y Ohlalá. Tiene un audaz alter ego musical que revela en ohlamurz.com. Vive en Madrid.