En el centro de Francia, una villa congelada en el tiempo se muestra como una ventana abierta al pasado. Todo quedó como estaba desde el día en que los nazis entraron y masacraron al pueblo entero, sin perdonar siquiera niñas y niños, ancianas y ancianos. Las marcas del horror han quedado expuestas allí como una advertencia de lo que puede generar el odio colectivo.
Caminar por las calles de la antigua villa de Oradour-Sur-Glane implica un antes y un después en la vida de cualquier persona humanamente sensible. Significa atreverse a mirar directo a los ojos al monstruo del totalitarismo y quedar perplejo ante la evidencia de los lugares más oscuros y crueles que pueden alcanzar algunos seres humanos.
Los rieles de un tranvía descansan inútiles a lo largo de la calle central, se pliega a ellos un cableado mudo que continúa intacto tendido entre los postes. Las casas sin techos con heridas profundas en sus enormes y gruesas paredes contienen algunas bicicletas, máquinas de coser, camas de hierro y ollas entre otros objetos abrigados por la hojarasca. Hay automóviles tirados por las calles. Algunas persianas o postigos permanecen a medio cerrar o abrir quizá como aquel día. La mesa vacía del café hace imaginar a los parroquianos que pasaban tiempo de descanso entre tareas cotidianas.
La iglesia es pequeña y clara, tampoco tiene techo. Parece un lugar apacible, sólo contradicho por una campana de bronce derretida, o también por dos agujeros de bala en un cuadro de los caídos del pueblo en la primera guerra. Los rostros de Jesús y los Santos han sido borrados en el altar de piedra, profanados a golpes.
El último día
El sábado 10 de junio de 1944, poco después de la hora del almuerzo, la segunda división de las Waffen SS “Das Reich” entraba con camiones y vehículos blindados al pequeño pueblo de Oradour-Sur-Glane, una típica villa francesa en la región del Lemosín en el centro del país y a unos 20 kilómetros de la ciudad de Limoges.
Apenas habían pasado cuatro días del desembarco de los aliados en Normandía, y la resistencia en la región central estaba enfocada en hostigar a las tropas Nazis que se reagrupaban como reserva tras su retirada del frente oriental. En ese contexto, y dentro del territorio de la Francia gobernada por el régimen de Vichy, el ejército invasor ejecutaba políticas y acciones de terror sobre la población civil para desalentar cualquier intento de defensa ciudadana.
Las versiones más firmes acerca del motivo por el cual entraron a Oradour indican que, el día anterior, los partisanos habían dado muerte con una granada dentro de su vehículo a un oficial SS altamente condecorado, el mayor Helmut Kämpfe. Es probable que haya sido la excusa que actuó como disparador, aunque ya se venían cometiendo todo tipo de ejecuciones y crímenes de guerra en la región contra la población civil. La redada al pueblo estuvo bajo el mando del oficial Adolf Diekmann (amigo de Kämpfe) a cargo de 150 efectivos.
Esa jornada había sido particular ya que una revisión pediátrica convocaba a los vecinos y entre ellos refugiados españoles (19 escapados del régimen franquista). También se realizaría la distribución de una partida de tabaco. El lugar representaba un espacio relativamente alejado de las tensiones extremas de la guerra por lo que también era elegido para el descanso por algunas personas acomodadas de Limoges.
La masacre
Después del almuerzo las tropas irrumpieron y obligaron a la población a presentarse en la plaza del mercado para una “inspección”. Sacaron a los enfermos de sus casas y llevaron hasta allí a todas y todos sin distinción de edades ni situaciones. Una vez reunida toda la gente que pudieron encontrar le exigieron al alcalde que declarara dónde estaban las armas que escondían para la resistencia (en verdad no existían), y ante la obvia negativa comenzaron con las acciones que llevarían hasta el brutal desenlace.
Separaron a los hombres y los condujeron hacia diversos graneros. A las mujeres con las y los menores de 14 años los encerraron en la iglesia. En ese recinto una explosión sirvió de señal para que comenzara la masacre.
Al mismo tiempo eran fusilados los varones de todas las edades, 190 en total, desde los más jóvenes hasta los ancianos, acribillados por ametralladoras sin piedad.
En la iglesia una vez cerrada detonaron explosivos de gas tóxico, y cuando la asfixia y el pánico se apoderaron de las pobladoras y los pequeños, los militares abrieron las puertas y comenzaron a acribillarlos. Minutos más tarde incendiaron el templo arrojando material inflamable y combustible sobre los cuerpos.
Es necesario más allá del dolor conocer los números para comprender la barbarie de los asesinos: murieron 207 niñas y niños de los cuales la cuarta parte no llegaba a los cinco años y muchos eran bebés; 246 mujeres de todas las edades y condición.
En total se rescataron las identidades y cuerpos de 643 personas luego de la matanza en la Villa Mártir, tal como hoy se la conoce. Lograron huir de la masacre sólo una mujer, Marguerite Rouffanche, y seis hombres, Robert Hébras, Jean-Marcel Darthout, Mathieu Borie, Clément Broussaudier, Jean Yvon Roby y Pierre-Henri Poutaraud.
Marguerite pudo escapar de la iglesia por una ventana cuyos vidrios estallaron (tal vez la central del altar según su testimonio), no sin antes ver morir a una de sus hijas junto a ella alcanzada por las balas. Tras permanecer oculta entre los jardines del pueblo y gravemente herida con cinco impactos de bala pudo ser rescatada.
Los hombres llegaron a escapar haciéndose pasar por muertos, la mayoría también heridos de forma crítica, bajo los cuerpos de sus vecinos acribillados. Tuvieron que soportar además el momento en que los soldados prendieron fuego los graneros hasta que se alejaron. Otro vecino que se encontraba junto a ellos no resistió el pánico y fue acribillado al huir en el comienzo de las llamas.
Tres días duró la ocupación, destrucción y saqueo hasta que se retiraron las tropas del lugar, cuando consideraron culminada esta atrocidad. La acción criminal estaba enmarcada en una política de propaganda que se basaba en el terror e intentaba criminalizar y responsabilizar por la tragedia a los partisanos como causantes de una represión “justificada”.
Cuando terminó la guerra, el gobierno de Charles de Gaulle ordenó conservar las ruinas del pueblo tal como habían quedado para mostrar al mundo la barbarie del nazismo.
Sin embargo, los procesos judiciales sucedidos a partir de 1953 mostraron una fuerte división en la sociedad francesa, ya que entre los acusados había varios reclutas alsacianos (los malgré-nous) de las generaciones jóvenes de aquella región que se habían unido a las fuerzas nazis. La reconciliación, al menos la política, llegaría recién en 1994, con de una visita oficial del alcalde de Estrasburgo a Oradour.
En cuanto a los oficiales, Diekmann nunca llegó a juicio, ya que murió decapitado a pocos días de la masacre, el 29 de junio de 1944, durante la Operación Overlord en Normandía. Del resto de los otros responsables varios obtuvieron condenas a cadena perpetua, aunque algunos escaparon. De los enjuiciados, de alto rango hasta reclutas, cobardemente, ninguno reconoció haber hecho un sólo disparo.
Presente
Hoy, a un unos cientos de metros de las 10 hectáreas que ocupan las ruinas de la Villa Mártir se levanta el pueblo nuevo, un centro urbano amable y apacible de típico ambiente rural, cuya construcción comenzó en 1947 para albergar a los sobrevivientes que escaparon y a quienes lograron eludir la redada ese día. A la entrada también se encuentra el enorme Centro de la Memoria de Oradour-Sur-Glane donde se rescata la historia completa, con material de incalculable valor histórico. Allí se pueden ver también los rostros y nombres de quienes perdieron la vida aquel día retratados en láminas de porcelana.
Entre la antigua villa, el Centro de la Memoria y el nuevo Oradour hay una escultura del barcelonés Apel·les Fenosa que representa una mujer embarazada entre medio de las llamas. Lleva una dedicatoria del poeta Paul Éluard que dice “Aquí los hombres hicieron a sus madres y a todas las mujeres el insulto más grave: no perdonaron a los niños”.