• 21 de noviembre de 2024, 6:54
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Cárcel

Por Jorge Elbaum

Para mi compañero Carlos Zannini

Recuerdo la imagen que soñé un día cuando leía el Quijote. Tenía 15 años. Atravesaba el secundario arrastrado por el terror que nos rodeaba y me imaginaba a Cervantes escribiendo partes de obra en la soledad húmeda de una prisión. Desde entonces el encierro representó tanto la negación de la libertad como el impulso irrefrenable por sumarle imágenes a los barrotes de la realidad. El Miguel de Cervantes blandía grandes espadas tormes, irónicas, para caricaturizar un tiempo que habia muerto. El de los caballeros andantes. Y con su sepelio se enterraban las heroicidades de una nobleza ética que el manchego expresaba con senectud, ternura y letras.

La cárcel ha sido el depósito casi obligado de todos los nombres —de mujeres y hombres— que han contribuido a que este mundo fuese algo un poco menos horrrible de lo que hubiese sido sin ellxs. La rebelión de los esclavos, liderada por Espartaco, fue prologada por sistemáticas reclusiones motivadas por la desobediencia de quienes solo debían ocuparse de ser un divertimento en el circo o mero alimento de las fieras con quienes compartían la arena de la sangre. Ambos, hombres y animales guardaban para sí la memoria desolada de sus íntimos cubículos de castigos ruines dispuestas para su padecimiento y su silencio.

Antes de la carcel existía el exilio: la expulsión de la lengua, la lejanía obligada de los afectos, la imposición de la distancia, el destierro del hogar. Para los griegos el exilio era la muerte civil, la perdida del contacto con un mundo, la clausura de la palabra. Pero el mundo de los bárbaron una vez se hizo único territorio y no había mas exilio posible que no sea del enclaustramiento. Carcel, manicomio e isla alejada del exilio convirtieron la distancia en una forma brutal de la punición. El cercenamiento de la libertad fue el lugar quejumbroso de quienes alguna vez desafiaron el estaus quo del sometimiento. El rebenque del silenciamiento y del panóptico amenazante de la vigilancia perpetua. El control que garantizaba discontinuar la red social de la que se era parte: sacar a alguien de un circuito supone romper el desfile de la palabra, es quebrar su continuidad de discurso. Romperlo en su potencial difuminación. Obturar su contagio. Pero es también –por sobre todo-- ocultar su semblanza, despojar al sujeto de su tenencia simbólica y contaminante de libertad. Sustraerlo a que ofrezca su testimonio de haber empleado su fuego de letras. Es destrozar a quien fue su portador. Su transportista. Su nigromante.

La distancia entre la carcel y la muerte, entonces, interactuaban con crueldad bajo los muros de una realidad desconocida para el mundo exterior, y un arbitrio carcelero omnimodo. La carcel siempre supuso el lugar del suicidio inducido, del asesinato recubierto de suicidio, de la golpiza arbitraria, del reinado administrativo de un jefe de penal. Las cadenas y los barrotes fueron sinónimos de cercenamiento: Gandhi contó los eslaboners de su condena cuando rompió con la lógica imperial con la que creían poder cooptarlo. Gramsci pagó los ultimos años de su vida en una caja negra alumbrada por un hilo de luz, por escribir cuartillas mimeografiadas contra un ex colega devenido en Duce. Su letrita carcelaria, su grafía empequeñecida por el tamaño de las hojas, llegaron al exterior por la humanidad azarosa de un ser humano que compartía su esqueleto con un uniforme penitenciario. Dorrego, ese coronel incendiario, portador de federalismos sabios, tambien sufrió destinos de calabozo por hilarante y provocador. Y esa fue también la fatalidad de Radowitzky por intentar –como mínimo—la equiparación de la vida, después de la ciénaga de sangre dejada por Falcón. Y la de jóvenes científicxs lanzados al exilio con posterioridad a los bastones largos. Y fue Anilevich en Milá 18, donde el gueto llegó a ser pólvora dulce en los dientes llagados de los partisanos. Y, obvio, también fue Sandino. Y “las cabezas rotas” del plan Conintes. Y los fusilados en Trelew. Y el sinnúmero de compañerxs estaqueadxs en la piel de una historia latinoamericana encaprichada aún en dar sorpresas prospectivas.

Hubo quien fue enclavado bajo mil llaves de hierro y al dar testimonio ante los estrados del régimen discurrió en gesticulaciones gloriosas con una frase que aún nos habla al oído de los cientos de miles de encarceladxs: eso de que “la historia me absolverá”. Nos absolverá a todxs quienes no fuimos encauzados en la potestad alegórica de una crueldad naturalizada, convertida en sentido común. Nos absolverá –simplemente-- porque no hubiésemos podido vivir bajo el cascarón punzante de una vergüenza disimulada titulada con el nombre de la indiferencia. Y nos absolverá, sobre todo, porque al amor tiene agudas formas de reclamarle presencias a todo –todo-- lo que queda.

En nuestro pais, la oligarquía vernácula, siempre adornada por precarias intenciones de pasillo, regodeante de saberes inicuos, ama nombrar a Mandela. Poco dice de sus tres décadas de encierrro. Mucho de su sonrisa pacificdora en un mundo donde los blanquitos de terracota siguen concentrando las riquezas. Bueno. Ese Mandela fue encerrado por guerrillero. Por defender la lucha armada del Congreso Nacional Africano, lucha de la que nunca renegó pero que implica historizar su vida. Los pasteurizadores de la realidad sitiada nunca serán capaces de comentar que fue ese mismo Madiba –ya electo presidente-- que redactó la lista de invitados a su asunción y que puso como imprescindible a Fidel Castro por legados de virtud jacobina, de entrega y de Angolas. Pero no solo por combatir a mercenarios imperiales testaferros de trasnacionales y apartheid múltiples, sino –sobre todo—por sembrar maestros alfabetizadores y médicos solidarios, dispuestos a desparramar cuadernos en el medio de las tenebrosidades del tifus, y bajo el recurrente aullido de las balas. Justo, pero justo, en el mismo y paradojal reducto donde el marketing de la sangre imperial despachaba su consabida aparatología bélica.

La cárcel fue el lugar de Irigoyen, acusado de corrupciones ridículas comprobadas luego como invenciones canallas. La cárcel de Martín García fue prisión de Perón antes del 17 de octubre. Fue campo de concentración de jóvenes torturados en los genocidas años ´70. Es hoy depósito acorralado de jóvenes de sectores populares que –sin duda-- no nacen chorros. No nacen delincuentes, sino que existen condiciones que los producen. Condiciones de las que somos amplia –y negadoramente—responsables. Pibxs que se hacen en pliegues destripados, de un tiempo abyecto, manchado con mercancías de venas cortadas, zapatillas publicitadas y sutiles denigraciones raciales. Todas eufemizadas por neo-doctrinas policiales con secuaces de triple apellido relanzadas en formato de conversxs destinados a probar que nunca fueron subversivos. Todo para volver a “marcar” seres que son tatuados con números indelebles en el plexo, los brazos y la frente de una biografía lanzada a la contingencia y al riesgo. Pibes arremolinados por un sistema carnívoro que tiene frigoríficos de carne televisada con balas garantizadas en la espalda. Ese es la geografía previa o postrera de la cárcel. La misma que de Milagro Sala: un cuenco interrumpido, aislado, de dos años, en los que se pretende (ilusoriamente) extinguir el grito ancestral que lleva más de cinco siglos.

La cárcel fue –y continúa siendo-- el lugar de las mujeres prostibularias insertas en un almanaque estructural del patriarcado. El lugar donde son humilladas por policías extorsivos dispuestos a exigir la parte del león de su control territorial. Y es el depósito de las travestis condenadas a un único oficio sin alternativas por carecer de posibilidad de otros. Y es el aislamiento de todas esas voces que claman en “sogueos” desde el centro nodal de una existencia legada por infinidad de promesas traicionadas. Yes también el eco quejumbroso de eso que la normalidad segrega como locura: su tierra debajo de la alfombra, lo escindible, lo innombrable. La cara desdibujada de lo humano transformado –por negación-- en desperdicio.

Hecho el encierro, la reclusión, la clausura, la penitencia, el barrote oxidado, todo se convierte en el parámetro orientado a conjeturar el grado cero de un gobierno, de una direccionalidad política convertida en el Caín de sus hermanxs. Cuando se apela a su cercanía, a su repetición, a su amplificación, bajo cualquier pretexto banal, se empieza a merodear la actualidad desgarradora de todo su entramado social. La gula persecutoria, el placer por los hierros, las cadenas como codificación última de la seguridad social encubren una explosión larvada, iniciática. Algo que debe ser vigilado intensa y obsesivamente redunda en peligro paranoico. Siempre está el peligro del escape. Algo que puede amotinarse, que puede violar os límites entre el encierro y la libertad tiende a constituirse en una amenaza En una Bastilla fastidiada de encierros indebidos. En un 25 de mayo de 1973.

La cárcel empieza a ser, otra vez, a ser un reducto asociado, larvadamente, a una herida exasperada sobre el cuerpo de una Patria. La tentación tanática de la derecha histórica recurre a su validez, a su supuesta simetría de veracidad, porque aspira a presentarse con su público, con una credencial más tangible que mil decretos. Dostoievski lo dice con más claridad: “el grado de civilización de una sociedad se mide por el trato a sus presos." Y ese trato no se configura únicamente por la tortura pasiva o activa que reina entre sus muros, por su jurisprudencia kafkiana de edictos, leyes o códigos (siempre traicionables por magistrados de avería), sino –sobre todo—por las cantidades de cuerpos humanxs que está dispuesta a encarcelar o los inocentes que esta dispuesto a triturar.

Es por estos menesteres de la enrevesada historia –siempre un poco esquiva, pero sensitiva— que a unx se le da por entender la cárcel más como una cocarda que como una deshonra.

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