• 28 de marzo de 2024, 17:14
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Los Imperios... y la rima de la historia

Por Martha Herrring

«La historia nunca se repite, pero rima» - Mark Twain

Se denomina 'Iluminación o De las luces' al siglo XVIII que impulsó la ciencia y la razón como verdades incuestionables que permiten el progreso de la humanidad. Desde principios del siglo se dibujó una profunda crisis espiritual, cuyo centro fue la negación o la crítica de la Iglesia Católica y las monarquías absolutas. Esta lucha fue desarrollándose a lo largo de la centuria, hasta desembocar en un formidable estallido revolucionario mundial. Uno es la 'Revolución Industrial', a finales del siglo XVIII, su conclusión se podría situar a mediados del siglo XIX, con un período de transición ubicado entre 1840 y 1870.

En la mitad del siglo se inicia el segundo estallido, en Inglaterra. Una profunda transformación de la estructura económica que, al mismo tiempo, trajo aparejado otro cambio de la estructura social y política del país, extendiéndose luego a varios países de Europa. Es la llamada 'Segunda Revolución Industrial', proceso que se apoyó en tres grandes acontecimientos: crecimiento de la población, incorporación de materias primas en la producción y el descubrimiento de nuevas fuentes de energía que facilitaban la elaboración de dichas materias primas.

El comunismo surge a raíz de la Revolución Industrial, con diferentes vertientes la esencia de su doctrina nace del descontento de la clase trabajadora (o proletariado) que queda al margen. Posteriormente, el comunismo se desarrolló a través de las 'Internacionales Comunistas' y por las ideas filosóficas de Carl Marx y Federico Engels que le dieron su sustento teórico. No cabe duda que el siglo de la Revolución Industrial le dio su certificado de madurez al presenciar su expansión por una buena parte del planeta, empezando con la Revolución Rusa en 1917.

En su libro, «La rima de la historia: lecciones de la Gran Guerra», la destacada historiadora Margaret MacMillan compara las tensiones mundiales actuales: el nacionalismo en ascenso, las presiones económicas de la globalización, las luchas sectarias y el papel declinante de los Estados Unidos, una superpotencia eminente -al período anterior a la Gran Guerra.
Al destacar los años anteriores a 1914, MacMillan muestra los muchos paralelismos entre entonces y ahora, contando una historia urgente para nuestro tiempo.

Uno de los aspectos, muy específico, de la Gran Guerra es la estrecha conexión entre los tres principales monarcas de la época, el Kaiser Guillermo II de Alemania; el rey Jorge V de Inglaterra y el zar Nicolás II de Rusia. De hecho, todos eran primos: Wilhelm y George eran primos hermanos, George y Nicholas también eran primos hermanos, y Wilhelm y Nicholas eran primos terceros.

Toda la vida familiar de los primos, como individuos, fue como la de sus súbditos. Las reuniones, los bailes y las cacerías (además de los casamientos entre las diferentes dinastías europeas) se repetían todos los años. Separaban -cada verano y sus vacaciones- la esfera pública y las obligaciones de cada uno de sus reinos, muy distintos entre si, de la vida familiar privada, libre y compartida. Cada uno entendía que la totalidad de su existencia, como soberanos, estaba ligada a su respectivos imperios, incluyendo sus creencias, sus gustos y sus religiones.

La historia, dijo Mark Twain, nunca se repite, pero rima y 1914 debería hacernos reflexionar nuevamente sobre nuestra vulnerabilidad al error humano, las catástrofes repentinas y los grandes accidentes. Hay, en la historia, buenas razones para mirar por encima de nuestros hombros, incluso cuando miramos hacia adelante.

El pasado no nos puede proporcionar planos claros de cómo actuar, ya que ofrece tantas lecciones que nos deja libres para escoger y elegir, entre ellas, para adaptarnos a nuestras propias inclinaciones políticas e ideológicas. Aún así, si podemos ver más allá de nuestras anteojeras y tomar nota de los paralelos reveladores entre entonces y ahora, las formas en las que nuestro mundo se asemeja, a la de siglos pasados, la historia nos da advertencias valiosas.

Entonces y ahora el mundo personal se disuelve en el orden impersonal. El amor no tiene aquí un estatuto aparte, o un territorio reservado en el que reinar como dueño indiscutido; y menos aún puede pretender orientar la propia acción de la justicia. El abuso de autoridad, la lucha por el poder mundial y la degradación del individuo acarrea la de las relaciones interpersonales y las personales, incluyendo el amor familiar, se excluyen mutuamente.

La globalización, que consideraramos como un fenómeno moderno, creado por la expansión de las empresas e inversiones internacionales, el crecimiento de la Internet y la migración generalizada de los pueblos, también fue característica de esa época. Todo fue posible por muchos de los cambios que estaban teniendo lugar en ese momento, significaba incluso que partes remotas del mundo estaban siendo conectadas por nuevos medios de transporte, desde ferrocarriles a barcos de vapor, y por nuevos medios de comunicación, incluyendo el teléfono, el telégrafo e inalámbrico. Entonces, como ahora, hubo una gran expansión en el comercio y la inversión mundiales.

Pero si todos los adelantos eran una pesadilla para unos, sobre todo en el mundo industrializado, la ideología comunista se convertía en la esperanza de muchos en el llamado Tercer Mundo. Sus promesas: liberar a los oprimidos; lograr el desarrollo de las sociedades atrasadas, el fin de la opresión y del imperialismo «capitalista», prendieron la llama en generaciones enteras de jóvenes idealistas, de líderes políticos y guerrilleros que abrazaron la ideología y desarrollo con variantes regionales y hasta nacionales.

En la práctica del comunismo, encarnada primero por Lenin y Stalin, más tarde por sus discípulos en otros países, la ideología no se distingue sólo por su contenido sino también por su estatuto. A partir de la Revolución de Octubre, la propia separación entre ideología y política, fin y medio, comienza a perder su sentido. Antaño podía creerse que la revolución, el Partido y el terror, eran los instrumentos necesarios para desembocar en la sociedad ideal.
De allí en adelante la separación ya no es posible y el totalitarismo, característico de regímenes dictatoriales, se revela aquí en su plenitud. El propio término de «ideocracia» se convierte en un pleonasmo, pues la «idea» en cuestión no es más que la victoria del poder comunista. No hay verdad del comunismo a la que pueda accederse, independientemente, del Partido. Generó regímenes de facto entre quienes lo defendían y entre quienes buscaban su destrucción; generó ejércitos irregulares encargados de combatirlo y movimientos guerrilleros encargados de promoverlo.

El mundo se sumió en la Guerra Fría, de la cual no saldría sino hasta la caída del 'Muro de Berlín' en 1989.

El libro de Jack F. Matlock Jr., «Reagan y Gorbachov: cómo terminó la Guerra Fría» es un buen ejemplo: Ronald Reagan fue ampliamente elogiado por haber ganado la guerra fría, liberado Europa del Este y haber desconectado a la Unión Soviética. Margaret Thatcher, Joe Lieberman, John McCain, Charles Krauthammer y otros notables ofrecieron variaciones del titular de 'The Economist': «El hombre que venció al comunismo».
En realidad, en 'Reagan y Gorbachov', Matlock Jr. escribe; «no fue tan simple». Matlock era entonces un veterano oficial del Servicio Exterior y un respetado experto en la Unión Soviética. Con Reagan alcanzó el pináculo de su carrera, primero como Coordinador Ejecutivo de la Política de la Casa Blanca para la Unión Soviética y luego como embajador en Moscú. Tanto en el título de sus memorias cuanto en la historia que cuenta, Matlock coloca a Mikhail Gorbachov en el mismo nivel político de Reagan.

En 1988, el mismo Reagan fue aún más lejos. Cuando se le preguntó, en una conferencia de prensa en Moscú (en su último año como presidente), sobre el papel que jugó en el gran drama del siglo XX, Reagan se describió a sí mismo, esencialmente, como un actor secundario. 'Mikhail Gorbachov', dijo Reagan, 'merece la mayor parte del crédito, como el líder de este país'.

En aquel momento esta frase fue muy citada como un ejemplo de la gracia y el tacto de Reagan. Pero el libro de Matlock confirma el juicio de su antiguo jefe. El 40º presidente de los Estados Unidos surge aquí no como un visionario geopolítico -que descartó las políticas de contención y distensión supuestamente acomodaticias- sino como un optimista operacional y archipragmático que ajustó sus propias actitudes y conducta para alentar a un nuevo tipo de líder en el Kremlin.

Durante su primer mandato, Reagan denunció a la Unión Soviética, anterior a Gorbachov, como el «imperio del mal». Los insultos irritaron a muchos soviéticos (y a más de algunos sovietólogos) pero causaron poco daño diplomático. Las relaciones entre Washington y Moscú ya estaban encaminadas. El Kremlin se había convertido en una sala geriátrica, la Plaza Roja era considerada como la sala funeraria más grande del mundo, con 'esos líderes soviéticos' que se comprometían, sobre todo, a preservar el status quo.
Gorbachov alteró esa dinámica. Estaba decidido a llevar a la Unión Soviética en una dirección radicalmente diferente: alejarse de la 'Gran Mentira' (a través de su política de glasnost), cambiar la 'Economía de Comando' (a través de la perestroika) y la competencia de 'Suma Cero' con Occidente.
Reagan reconoció rápidamente que los objetivos de Gorbachov, lejos de ser tradicionales, eran francamente revolucionarios. Como resultado, sin mucho alboroto y sin que muchos de sus seguidores se dieran cuenta, Reagan experimentó una transformación propia.

El guerrero frío que respiraba fuego intentó convencer a Gorbachov -a través de un intenso y sostenido compromiso personal- que Estados Unidos no le haría sentir pena por el rumbo que había elegido. El plan de Reagan era buscar áreas de interés común, ser franco sobre los puntos en disputa y apoyar las reformas de Gorbachov mientras (en la paráfrasis de Matlock) «evitaba cualquier demanda de 'cambio' de régimen». Por encima de todo, Reagan quería establecer una relación, con su homólogo soviético, que facilitara la gestión de los conflictos por 'miedo a una guerra termonuclear', un imperativo para todos los presidentes estadounidenses desde Eisenhower. Esa política, como lo resume Matlock, «fue consistente en todo momento». Reagan «quería reducir la amenaza de la guerra, convencer a los líderes soviéticos de que la cooperación podía servir mejor, a los pueblos soviéticos, que la confrontación y, al mismo tiempo, alentar la apertura y la democracia en la Unión Soviética».
El apego presidencial a esos preceptos no comenzó ni terminó con Ronald Reagan. Fue Jimmy Carter quien puso los derechos humanos en primer lugar en la agenda de las relaciones soviético-estadounidenses.

George H.W. Bush (padre) sirvió hábilmente, como tipo de controlador de tránsito aéreo en 1991, cuando Gorbachov, cada vez más asediado, 'piloteo a la Unión Soviética' y la llevó a un aterrizaje relativamente suave en el montón de cenizas: una gran contribución al final de la guerra fría que Matlock descarta, en una nota al pie, como «diplomacia de limpieza».

Al finalizar el siglo XX, ya no quedan muchos países que continúen con el experimento comunista. Pero no cabe duda que sus principios ayudaron a dibujar algunos de los rasgos más sobresalientes de su fisonomía.

Hemos recibido al siglo XXI y surge la pregunta: si el siglo XVIII fue el de 'Las luces', el XIX de la 'Revolución Industrial' y el siglo XX de la 'Revolución Comunista' con la caída de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, entonces... ¿que nombre daríamos a los últimos 30 años? cuando el mundo está siendo testigo de paralelismos inquietantes. En Oriente Medio, Europa, EE.UU. y nuestra América del Sur surgen movimientos radicales, de derecha, como el Partido Nacional Británico, el Tea Party en EE.UU. e incluso en nuestro país la 'Alianza Cambiemos', que brindan salidas para la frustración y los temores que muchos sienten cuando el mundo cambia a su alrededor y desaparecen los empleos y la seguridad con la que contaron. Y cuando, en algunas comunidades, los inmigrantes musulmanes llegan a presentarse como enemigos.
Además la globalización, con la Internet, también hace posible la transmisión generalizada de ideologías radicales y la reunión de fanáticos que no se detendrán ante nada en su búsqueda de la sociedad perfecta.
Ahora, como entonces, la marcha de la globalización nos ha arrullado a una falsa sensación de seguridad. Se nos dice que los países que tienen McDonald's nunca pelearán entre sí.

Desde el 'Siglo de las Luces' hasta la actualidad las interpretaciones erróneas y las manipulaciones de la historia también pueden alimentar los agravios nacionales y, evidentemente, acercar la guerra y sus posteriores consecuencias.

Si la ciencia de los hombres consigue desvelar todos los secretos de la naturaleza, si permite reconstruir los encadenamientos que llevan a cada hecho, a cada ser existente, debiera entonces ser posible modificar estos procesos y orientarlos en la dirección deseada.
De la ciencia, actividad de conocimiento, se desprende la técnica de transformar el mundo. Ese encadenamiento nos resulta a todos familiar: así, el hombre primitivo, tras haber descubierto el calor del fuego, lo domina, caldea su habitat y el clima «natural» queda transformado.
Mucho más tarde -con el adelanto de la ciencia y los inventos- se descubrió que algunas vacas daban más leche que otras, o algunas semillas más trigo por hectárea. Así el hombre moderno practica sistemáticamente una «selección artificial», que se añade a la selección natural. No hay, aquí, contradicción alguna entre el determinismo integral del mundo, que excluye la libertad, y el voluntarismo del sabio-técnico que, por el contrario, la presupone.

La guerra fría, tras la Segunda Guerra, opuso la democracia al totalitarismo y terminó con la derrota incondicional de uno de los beligerantes, el régimen comunista. Esta derrota no fue el resultado de una intervención externa, como en la Alemania nazi, sino del hundimiento del propio sistema totalitario. El comunismo murió por un conjunto de razones políticas, económicas y sociales, pero también como consecuencia de una evolución de las mentalidades, tanto en la población cuanto en los equipos dirigentes. El régimen no sólo había corrompido las instituciones políticas; tras su caída, se descubrieron los daños irreparables infligidos tanto a la naturaleza cuanto a la economía y a los seres humanos.
Los hijos e hijas de la Rusia comunista están pagando aún, los errores de sus padres.
La nueva libertad se paga muy cara: renunciando a hábitos tranquilizadores, a la rutina económica, a cierta comodidad (comparable a la del prisionero que no debe preocuparse por su cama y su comida). Hasta el punto en el que los habitantes de estos países, a veces, se preguntan: ¿La vida del pordiosero libre es, realmente, preferible a la del esclavo tranquilo?

Mark Twin dijo: 'la historia nunca se repite, pero rima'. Al conjunto, de naciones, el comunismo nos ha dejado una lección a todos los que habitamos al Sur del Río Bravo y -en particular- a la Argentina.

Nuestra libertad e independencia económica ha sido puesta a prueba, peligrosamente, tantas veces sin que estalle una guerra civil, que casi hemos dejado de creer en la amenaza y estamos observando el desarrollo ulterior del interminable conflicto -que comenzo un 11 de septiembre en 2001- con una menor atención y una menor inquietud.

La diferencia, entre nuestro Sur con el río Bravo -que no es navegable- es que después de tantos años de 'navegar sin rumbo fijo', somos los dueños de este juego tan intenso. Navegantes inexpertos de regímenes militares totalitarios que nos llevaron de la 'euforia' de una 'guerra' -contra los 'imperios'- al comienzo de una democracia todavía muy 'endeble'.

El nuestro es un país muy complejo y en ningún caso se puede aplicar un análisis de brocha gorda para abordar sus problemas y retos, para cantar glorias y alabanzas al progreso o para elaborar una crítica despiadada y superficial. Analizando la situación y la evolución socio-económica de los últimos diecisiete años no se puede negar que algo va mal. Las desigualdades aumentan de forma insostenible, los derechos laborales y sociales son cada vez más recortados en nombre del libre mercado, el cambio climático deja sentir las primeras consecuencias, la salud de la población sufre claramente un estilo de vida poco saludable, mientras la violencia física y síquica, dentro de la sociedad, aumenta.
Nadie puede garantizar, o predecir, cuál será el final. Una certidumbre sigue existiendo, y es decisiva: la sociedad totalitaria no aporta la salvación. Para finalizar y viendo el vaso «medio lleno» podemos encontrar ciertas razones para no desesperar, pues resulta que un sistema político que ignora y rechaza, masivamente, la libertad del individuo acaba derrumbándose, así como se derrumbó el comunismo. Porque si la transparencia de lo real se extiende también al mundo humano, nada impide pensar en la creación de un hombre nuevo, una especie liberada de las imperfecciones de la especie inicial, sea ésta el comunismo o la democracia, doctrinas antagónicas que, bien desarrolladas e incluso mezcladas, pueden solucionar el caos imperante .

Dice un viejo refrán: «lo que es lógico para las vacas también lo es para los hombres».

La salvación la aporta el saber, es decir saber elegir, para que a la historia no la repitan los que ganan sino para que comprendamos, de una vez y para siempre, que la historia no se repite y tampoco rima... siempre hay 'otra historia', sólo tenemos que gritar: Quién quiera oir, que oiga!!

Martha Herring - Febrero 2018

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