El difícil momento que atraviesa el mundo a causa de los efectos que dejó la pandemia sumado a las consecuencias de una guerra que, por involucrar de manera directa a los bloques hegemónicos de poder, distorsiona los términos de intercambio entre las naciones, parece incidir de una muy particular manera en el ánimo de algunos sectores de nuestra comunidad. Si a esto se le suma el cóctel de inflación y sequía que por estos días aqueja al país, se advierte el peligro que se cierne sobre la democracia que supimos conseguir. Los discursos autoritarios que proponen la barbarie con el fin de poner orden brindan la medida de la oscuridad que se cierne sobre el horizonte.
Desde ya no se trata de soslayar las
evidentes dificultades que nuestro país, por su perfil agroexportador, padece
desde su origen. De hecho, bien podría abordarse el derrotero de nuestra nación
a partir de considerar la deuda externa como analizador privilegiado de nuestra
historia. En su Radiografía de la Pampa
Ezequiel Martínez Estrada destacaba el saqueo como marca de origen en la
conformación de la Argentina moderna. Hoy esta sangría constitutiva adquiere
una dimensión dramática con la ominosa deuda tomada por el gobierno de Mauricio
Macri para beneficios de algunos pocos.
Las consecuencias de este combo que reúne elementos estructurales con datos de época son conocidas: condicionamientos a nuestro crecimiento; tutelaje externo; alta inflación; debilitamiento del poder político y un enrarecimiento del clima social que poco ayuda si de encontrar una orientación al cual apostar se trata. Me gustaría detenerme en este último punto, sobre todo en lo que al estado anímico de algunos sectores se trata. Más precisamente en ciertos rasgos depresivos que parecen emerger con puntuales características.
Por empezar, se suele escuchar de parte de personas que han cruzados los cincuenta años frases tales como: “¿En qué nos equivocamos? ¿Qué hemos hecho mal?” Pregunta cuya enunciación apela a un plural que, lejos de propiciar líneas de acción para generar alguna salida a la actual situación, precipita juicios apodícticos, plenos de certeza. Esto es: al ya conocido “este país es una mierda” o “este país no tiene solución”, se agrega por ejemplo: “nuestra generación fracasó”. Más allá de que no queda claro cuál es la generación mentada dado que la frase se escucha tanto por parte de quienes cursaron su juventud bajo dictaduras o los que tuvieron la suerte de ser jóvenes en democracia, el hecho de reducir la compleja experiencia de una nación al comportamiento de un segmento etario hace pensar en un egocentrismo más cercano al goce de la auto compasión que a una verdadera asunción de errores. Sobre todo cuando tales quejas, por decirlo de una vez, no están proferidas por sujetos desempleados o directamente afectados por el deterioro económico,
Vale destacar que en estos lamentos lo que se verifica es una decepción respecto de las expectativas oportunamente generadas por cada sujeto. Aquí la meritocracia expone su camino inverso, en lugar de decir “este éxito es sólo mío”, se formula: “mi fracaso es el fracaso de toda una generación”. Es decir, para decir: a mí me tocó nacer en esta generación, se construye una teoría generalista al servicio de ocultar una particular renuncia personal.
Lo cierto es que la brújula que distingue a la mezquindad neurótica de una decidida vocación deseante descansa en la disposición para entregarse a los avatares propios de la existencia: ganar o perder es la condición para poder jugar entre otros, de lo contrario quedaríamos sumidos en una mortífera monotonía. Cercanas a esta abulia subjetiva, encontramos la “cobardía moral”[1] que distingue al depresivo, o peor aún, el patetismo de quienes prefieren perder por anticipado, esa rara mezcla de renuncia y sacrificio que apenas alcanza a velar un agazapado cinismo. Es que el pesimista siempre tiene razón, porque su astucia no va más allá de evitar la decepción.
Instancia esta última que, por dolorosa, no es menos indispensable y constitutiva para la conformación del aparato psíquico y el despliegue de la subjetividad. Porque, más allá de cuáles sean las circunstancias en que el fracaso o el desconsuelo se dan cita, todos los productos y manifestaciones de la cultura resultan ser sucedáneos de esta satisfacción perdida. Así, la decepción hace sentir su huella fecunda cada vez que las contingencias de la vida reescriben aquel trauma inaugural.
Nuestro país atraviesa
una por demás difícil crisis. Término que otorga a este particular momento la
característica de oportunidad. La frase del poeta “y tu cuerpo era el único
país donde me derrotaban”[2]
sugiere que, antes de la gozosa complacencia de la depresión, vale dejarse
vencer por ese amor cuya puntual ocurrencia nos permita salir de nuestros
miedos, prejuicios y saberes estereotipados.
*Psicoanalista. Doctor en
Psicología por la Universidad de Buenos Aires.
[1] Jacques Lacan (1973) “Televisión” Otros escritos, Buenos Aires, Paidós, 2012, págs.,
551-2.
[2] Juan Gelman “Otras
preguntas”