Eran los 9 y 46 minutos de la mañana y la ciclista cortó el tránsito en una calle muy transitada, en pleno centro de Tucumán. Otra mujer videograbó el acontecimiento en solidaridad con la víctima. La piba de la bici dijo: “no me muevo de acá hasta que no me pidas disculpas”. El conductor, como era de esperar, negó inicialmente haber dicho nada. Luego confesó que sus dichos eran apenas un “cumplido”. Esa escena urbana es una síntesis de un tipo de suceso que se repite una y mil veces en las calles, en las plazas y los espacios públicos de nuestro país. Cuando se observa a la piba de la bici parar el tránsito y desplegar su dedo acusador, se instala ipso-facto una forzosa femifilia como obligado agradecimiento de época. Se instala como aliciente tangible de una etapa enchastrada por un neoliberalismo expoliador donde las luchas parecen reproducirse sin encontrar una avenida común de convergencia. Sin embargo, no dejan de aglutinarse en una diagonal, allá, a lo lejos, y desde hace ya varios años, los contingentes de una larga marcha de mujeres que se acrecienta desde hace décadas. Un viaje con pañuelos verdes y violetas, acompañado –como todo periplo— por cruces peligrosos.
La joven se detiene frente a un Taxi y conmina a su conductor a pedir disculpas por proferir fraseologías invasivas. Ahí, en San Miguel de Tucumán, donde nació nuestra Patria, hay una mujer que decide no ser asediada por nadie, que tomas las riendas de sus tímpanos, se planta y dice “basta”. Se instala como expresión del hartazgo. Cómo refugio y soporte de aquello que se empieza a desplegarse como una sintomática advertencia de empoderamiento consciente y asumido. La interrupción del trayecto del taxista pone en evidencia la acción colectiva destinada a impedir la continuidad de un orden que se empecina en deslegitimar y destruir a la mujer. La piba de la bici me/nos obliga a una gratitud oblicua porque nos convoca a fijar la mirada en dos dimensiones. Por un lado, introspectiva, para señalar(nos), con ese punzante dedo acusador, la continuidad de las miserables prácticas que producen diariamente sufrimientos sociales inconmensurables, mientras permanecen siendo justificados con risitas masculinas satíricas. Y, por otro lado, en una dimensión pública y sincrónica: nos conmina a distinguir el coraje del acontecimiento (en bicicleta). La detención callejera intempestiva nos advierte: “detenete acá…. esto así no puede continuar”.
Esa piba es Rosa
Park porque quiebra la Gran Costumbre de la humillación recurrente. Porque
impide la continuidad de lo dado como atributo natural. Porque quiebra el pacto
del silencio urbano saturado de agresiones encapsuladas. Porque suspende por un
lapso mínimo de tiempo el tránsito y la tradición de la violencia simbólica.
Porque paraliza el desprecio automatizado (en cuenta gotas), lanzado
asiduamente, desde habituales cerbatanas de desprecio. El “piropo” es uno de
los componentes estructurales y cariocinéticos de la agresión que finaliza en
encierro, golpiza y femicidio. Eso no significa
que los varones piropiadores terminen asesinando: implica que la autorización
pública para decirle a una mujer lo que queremos, a perseguirla, a amenazarla,
a insultarla y/o a abordarla en su intimidad de transeúnte –sin su más mínima
autorización ni solicitud— supone una violación. Y, como ya fue dicho, el
violador es un hijo sano de la sociedad patriarcal.
Lo que muchas
personas de identidad masculina heterosexual nominan como “piropo” es percibido
por la inmensa mayoría de las mujeres como una agresión callejera por el
entorno en el que estos comentarios –maso o menos agresivos—son efectuados. La
historia del “piropo callejero”, incluso cuando se trata de un (supuesto)
lanzamiento edulcorado de palabras es una invasión, una arremetida y un asalto
a otra persona. La parsimonia (aparentemente) ingenua con la que sus cultores
defienden el “piropo” carece de la experiencia de “ser acosados” con términos
dulcificados que habitualmente prologan la agresión más infame.
La piba de la
bici es la representación de muchas otras que conocí en las veredas
pseudo-graciosas del machismo berreta y cobarde. Mujeres insumisas que se
liberaban –como podían, a los ponchazos, de la parsimonia de los silencios
masculinos que ya llevan demasiados milenios de complicidades e
invisibilizaciones. Esa piba de la bici
es también Nadina Sulimovich, a quien recuerdo impugnar el grito hogareño
intentando que sus hijos no escuchen la proverbial sobreactuación autoritaria
del paterfamilias. Pero también es
“otras”, anónimas, hostigadas en esquinas recónditas, aferradas a sus carteras
y a sus miedos porque el “piropo” siempre puede/pudo devenir en manoseo o
ataque. El “piropo” ha sido rigurosamente la primera etapa de todos los acosos
y abusos callejeros sorpresivos. Las mujeres han experimentado su presencia
como una potencial amenaza larvada a su intimidad auditiva, pero también
corporal. Las personas que no has sido rodeadas y apretujadas contra una pared,
luego de iniciales fraseologías de “cumplidos”, no logran comprender aquello
que se nomina como acoso.
La piba de la bici señala a ese taxista y a la sociedad toda. Advierte a transeúntes, a conductores, a jueces y a “La Manada” que ya no son pasivas víctimas de usos canallescos. La piba de la bici hace vigilancia por las calles. Y quien graba el video amplia una sororidad de cientos de miles de mujeres cansadas del desprecio. El piropo, el acoso, el abuso, la humillación, el trabajo invisible, el monopolio de las tareas de cuidado, la inequidad económica motivada por el género y el femicidio, son parte indisociable de una cadena que requiere de sus eslabones más pequeños para instituirse y retroalimentarse. Agradecidos, entonces, a la piba de la bici. No hizo otra cosa que poner en evidencia que ninguno de esos capítulos tiene vía libre para reproducirse con su indiferencia o con su silencio.
Video de La Piba de la Bici: https://bit.ly/2JEC6Fv