Escribían historias de vida sorprendentes, lograban entrevistas exclusivas con personalidades, conseguían declaraciones inesperadas de figuras públicas. Pero las investigaciones, los reportajes y las crónicas eran falsas, sus autores se las habían inventado. Los casos de Claas Relotius, Tommaso Debenedetti y Jack Kelley, entre otros periodistas que engañaron a los lectores, plantearon una preocupación central en la agenda mediática: la producción de noticias falsas en un contexto donde la noción de verdad está en crisis y la información se confunde con rumores y comentarios.
La circulación de noticias falsas suele ser asociada con las redes sociales, como planteó la Asociación de Entidades Periodísticas Argentinas (Adepa), en una campaña publicitaria. «Las profesiones tienen jurisdicciones, pero las del periodismo son porosas: un gran medio y un blog están igualmente estructurados para publicar noticias. Cuando se responsabiliza a las redes no se menciona que los usuarios son quienes comparten la información haciendo que llegue a muchos lugares», analiza Eugenia Mitchelstein, investigadora de medios y profesora de la Universidad de San Andrés.
«Las empresas que se autoperciben como altamente profesionales suelen considerar que el fenómeno produce profundas distorsiones en la profesión, y que el modo de enfrentarlo es reponiendo las prácticas clásicas que hicieron del periodismo una institución confiable», observa Sandra Valdettaro, directora del Centro de Investigaciones en Mediatizaciones y profesora en la Universidad Nacional de Rosario. El chequeo múltiple de la información, los procedimientos de gatekeeping (control) y selección y la reposición de criterios tradicionales serían viejas virtudes del oficio que se revalorizan para prevenirse de operaciones y fábulas.
La construcción de noticias falsas atraviesa la historia del periodismo, antes y después de las redes, dicen las especialistas. «Señala el carácter eminentemente ficcional de toda escritura, incluida la periodística. Por eso la institución fue delimitando sus propias condiciones de producción, con los criterios establecidos en los manuales de estilo, a fines de controlar esa dimensión constitutiva de los relatos», destaca Valdettaro. «Hay una realidad independiente de nuestros deseos, pero la construimos con el lenguaje, y el lenguaje es falible, no hay una representación uno a uno de la realidad en el lenguaje», puntualiza Mitchelstein.
Los periodistas que inventan noticias no tienen objetivos modestos. Tommaso Debenedetti publicó entrevistas con premios Nobel, líderes mundiales y escritores ilustres y reivindica su práctica como una especie de fiscalización de los medios. Nahuel Maciel fue una revelación del periodismo argentino en los años 90 hasta que ofreció reportear al escritor Samuel Yosef Agnón –ya fallecido, por entonces– y quedó el descubierto una seguidilla de notas apócrifas con Carl Sagan, Juan Carlos Onetti, José Donoso y otras celebridades. Pero estos episodios suelen ser explicados por las características personales de sus protagonistas, sin analizar la incidencia de los valores y las prácticas alentadas por las empresas.
«En un contexto de urgencia y precipitación noticiosas como el actual», dice al respecto Valdettaro, «muchas veces ciertos valores son dejados de lado a los fines de poder competir en un mercado que fue mutando desde un imaginario racional hacia uno eminentemente pasional y emotivo», como el que activan las redes sociales. El equívoco no es solo la publicación de las noticias falsas sino el reconocimiento de que son objeto: el célebre episodio de Janet Cooke, que recibió el premio Pulitzer en 1981 por la historia inventada de un niño heroinómano, o el de Claas Relotius, «periodista del año» para la CNN hasta que en 2018 se descubrió que había inventado total o parcialmente sus notas de tapa para la revista Der Spiegel, ponen de relieve la ansiedad por sucesos impactantes.
Los contenidos apócrifos pueden ser identificados, pero no por eso dejan de circular. Las declaraciones políticas que Debenedetti le adjudicó a John Le Carré y Joseph Roth se viralizaron. La imagen de una persona no identificada en Youtube fue difundida por una agencia de noticias como una foto de Hugo Chávez internado en un hospital de Cuba y publicada en la portada del diario El País. El origen de las fake news suele perderse por su constante reiteración, y Mitchelstein las compara con los mitos urbanos, relatos anónimos que son compartidos por personas que los suscriben como verdaderos: «Nadie está exento de creer algo que es verosímil para su perspectiva del mundo –dice–. Hace quince años lo comentábamos en la conversación con amigos, ahora lo publicamos en las redes y queda registrado. Cuando los usuarios difunden información falsa generalmente no lo hacen ex profeso sino creyendo que es cierta».
La espectacularidad de las falsas primicias parece relajar los controles. Los editores de Der Spiegel no tenían la menor sospecha, Relotius les ofrecía lo que buscaban y el periodista se excusó por el temor a defraudar esas expectativas. «La precarización laboral hace que los periodistas, a veces, sientan especialmente la necesidad de destacarse –dice Eugenia Mitchelstein–. Pero también está la falta de recursos para las producciones, que lleva a los medios a aceptar supuestas entrevistas sin preocuparse por su origen».
El valor de una pulsera
Una foto en que el jefe de Gabinete, Santiago Cafiero, mostraba una pulsera llamativa provocó la polémica en Twitter. Las posiciones no podían ser más antagónicas: para unos, se trataba de una joya de Jean Cartier valuada en 4.000 euros; para otros era una baratija comprada en Plaza Once. El incidente quedó en suspenso sin que los comentaristas resolvieran la cuestión, y para Mitchelstein, justamente por esa indefinición, ilustra «el estatus de la verdad en la posmodernidad».
La noticia falsa, destaca la investigadora, es aceptada por un público ya convencido: «lo que la hace verosímil es el hecho de confirmar las creencias previas, las que sean» (ver Los factores...). «Hay un desencanto con la racionalidad, estamos dispuestos a creer cualquier cosa. Tengo amigas cientistas sociales, doctoradas, que creen en la astrología», agrega Mitchelstein.
Valdettaro observa una conexión profunda entre la circulación de noticias falsas y la difusión del pensamiento mágico, antes restringido a publicaciones marginales o sin prestigio y ahora habituales incluso en medios reconocidos y de impronta cultural. «La diseminación instantánea de las noticias falsas por las redes y las plataformas va produciendo efectos distorsivos en el sentido común en un clima general de sospecha hacia cualquier tipo de enunciación», advierte.
Lo que está en duda, apunta Mitchelstein, es la palabra de los expertos, pero «los especialistas muchas veces nos mintieron» y en la desconfianza que puede justificarse «circulan también quienes dicen que el atentado de las Torres Gemelas fue un invento de la CIA». En ese marco, «la única institución que parecía inmune era la ciencia y su discurso académico, pero la proliferación de versiones anticientíficas pone en entredicho el supuesto», afirma Valdettaro. Las noticias falsas se benefician de este ánimo general conspirativo: «Lo más preocupante de todo este proceso no es tanto la institución periodística en sí misma, sino la erosión de recursos críticos e interpretativos que caracterizaron a los grandes públicos de las democracias modernas».
La pulsera de Cafiero, como los zapatos de Cristina Fernández de Kirchner –que hasta motivaron una «denuncia» en televisión–, quedó desplazada por otros temas, pero probablemente vuelva a los comentarios de Twitter. «Los usuarios no chequean la información. Ese no es su trabajo sino el que deben hacer los periodistas», advierte Mitchelstein. En medio de la incertidumbre y la sospecha, el periodismo puede tener otra oportunidad.
Ilustraciones: Pablo Blasberg
Fuente: Revista Acción