Lo concreto es que cuando hablamos de ecología o hablamos del fin de la humanidad, pensamos en las bolsas para supermercados, nunca en Chernobyl.
Una nueva serie, producida por HBO, con actores importantes como Jared Harris, Emily Watson y Stellan Skarsgård, solo por nombrar a algunos; actores que por otra parte ya han arribado a la madurez y entregan desde sus papeles una afiatada profesión de confianza, sin que podamos decir, qué cirugía se han hecho, conducen extraña y raramente a ese episodio que hace 33 años nos cambió la vida para siempre.
¿Alguien piensa a 33 años de aquello que esto fue sólo en Ucrania? Dicen algunos titulares que esta será la mejor serie del año y dicen otros que es la serie que Rusia no quiere que veamos.
Sin embargo, al ver sólo el primer capítulo de un programa (que traerá cinco capítulos), lo que uno siente que aquel escape de radiación, con la explosión del núcleo (“Tú sabes que el núcleo no explota”, dice el arrogante científico que manda en Pripiat, en Ucrania), uno sabe y aprende que el accidente de Chernobyl fue cuando cambió el mundo para siempre.
Como cuando cambió el mundo para siempre con las bombas a Hiroshima y Nagasaki y con tantos otros accidentes nucleares, en un momento que te dicen que si no usas bolsas o no usas popote ayudarás a la ecología.
“La ecología es como uno de estos elementos políticamente correctos de nuestra época que en general no cuestionamos. Siempre decimos: “Hay que cuidar el medioambiente”. Pero, ¿qué quiere decir eso? ¿Qué significa? ¿Poner la basura en dos tarros diferentes o quiere decir pensar que el sistema global por medio del cual el 15 o el 20 % de la población mundial despilfarra el 80 % de los recursos del planeta no puede funcionar y tiene que ser modificado?”, se preguntaba el escritor Martín Caparrós en una entrevista a propósito de Contra el cambio. Un hiperviaje al apocalipsis climático (Anagrama).
Lo concreto es que cuando hablamos de ecología o hablamos del fin de la humanidad, pensamos en las bolsas para supermercados, nunca en Chernobyl.
En la madrugada del 26 de abril de 1986 la historia de Ucrania cambió para siempre. Esa noche, el equipo encargado de la central nuclear Vladímir Ilich Lenin de Chernóbil, a 3 kilómetros de la ciudad de Prípiat, puso en marcha un experimento destinado a mejorar, paradójicamente, la seguridad de la central. Hubo un accidente y la cantidad de materiales radiactivos y tóxicos (como dióxido de uranio, carburo de boro, óxido de europio o grafito, entre otros) fue 500 veces mayor que la liberada por la bomba atómica arrojada en Hiroshima.
La Unión Soviética ordenó la evacuación de todo Prípiat. Días después se movilizarían más personas en áreas cercanas. Se detectó radiactividad en al menos 13 países de Europa central y oriental (los vientos favorecieron la expansión), provocando una gran alarma a nivel internacional.
Chernobyl, la nueva serie de HBO, dirigida por el sueco Johan Renck, nos lleva otra vez a ese momento, en una superproducción que no ahorra gastos y que vemos con esa ansiedad de no saber cómo termina, aunque sí sabemos cómo termina.
Dos actores impecables, Emily Watson y Jared Harris. Foto: HBO
Chernobil en libros y películas
Las voces de Chernóbyl gritan desde el fondo de la historia con nuevos bríos desde que la periodista bielorrusa Svetlana Aleksiévich ganara el Premio Nobel y con ello volviera a poner “de moda” la tragedia.
En 1997, la escritora publicó el libro La plegaria de Chernobyl: crónica del futuro, también titulado Voces de Chernobyl, traducido en los años siguientes a varios idiomas, entre ellos, el español.
“El libro no se trata tanto de la catástrofe de Chernóbyl como sobre el mundo después de ella: cómo la gente se adapta a la nueva realidad, que ya ha sucedido, pero aún no se percibe. La gente después de Chernobyl obtiene nuevos conocimientos, que es de beneficio para toda la humanidad. Viven como si fuera después de la Tercera Guerra Mundial, después de una guerra nuclear”, dice el sitio de la escritora.
“En el territorio de Belarús no hay ni una central atómica. De entre las centrales eléctricas atómicas (CEA) en funcionamiento en el territorio de la antigua URSS, las geográficamente más cercanas a las fronteras bielorrusas son las CEA con reactores del tipo RBMK3: por el Norte, la central de Ignalinsk; por el Este, la de Smolensk y por el Sur, la de Chernóbyl.
Durante los años de la Gran Guerra Patria los nazis alemanes destruyeron en tierras bielorrusas 619 aldeas con sus pobladores. Después de Chernóbyl el país perdió 485 aldeas y pueblos: 70 de ellos están enterrados para siempre bajo tierra. Durante la guerra murió uno de cada cuatro bielorrusos; hoy uno de cada cinco vive en un territorio contaminado. Se trata de 2.1 millones de personas, de las que 700 mil son niños. De entre los factores del descenso demográfico, la radiación ocupa el primer lugar. En las regiones de Gómel y de Moguiliov (las más afectadas por la catástrofe de Chernóbyl), la mortalidad ha superado a la natalidad en un 20 por ciento. Como consecuencia de la catástrofe, se han arrojado a la atmósfera 50×10 (6) Cu de radionúclidos, de ellos el 70 por ciento ha caído sobre Belarús; el 23 por ciento de su territorio está contaminado con radionúclidos de una densidad superior a 1 Cu/km2 de Cesio-137. A modo de comparación: en Ucrania se ha contaminado el 4.8 por ciento del territorio, en Rusia, el 0.5 por ciento. La superficie de las tierras cultivables con una concentración radiactiva de 1 a más Ku/km2 representa 1.8 millones de hectáreas; de Estroncio-90, con una concentración del 0,3 y más Ku/km2, cerca de medio millón de hectáreas. Se han eliminado del uso agrícola 264 mil hectáreas de tierra. Belarús es tierra de bosques. Pero el 26 por ciento de ellos y más de la mitad de sus prados en los cauces de los ríos Prípiat, Dnepr y Sozh se encuentran en las zonas de contaminación radiactiva…”
Con ese estilo preciso, donde el dato duro refrenda la fuerza y el alcance de la narración literaria, Svetlana Aleksiévich comienza a contar la tragedia que todavía hoy azota el pequeño país donde nació y que ha dado, además del libro de su autoría que hoy se agota en las tiendas, una literatura profusa, tanto documentalista como de ficción.
Tal el caso de la novela negra Conspiración Chernóbyl, de Anatoly Tkachuk, basada en la historia de un grupo de hombres que arriesgó sus vidas por minimizar los daños de esta catástrofe y cuya trama sugiere que el accidente nuclear pudo ser causado por los Estados Unidos.
El libro de crónicas Chernóbyl, 25 años después, de Santiago Camacho, describe los viajes del autor a Ucrania para conocer de primera mano las causas y consecuencias del accidente. La obra incluye un recorrido por las calles de la ciudad fantasma de Pripyat, construida para los trabajadores de la central nuclear.
Chernóbil: Confesiones de un reportero, de Igor Kostin, es el trabajo de 20 años, entre fotografías y testimonios de los sobrevivientes de la explosión nuclear.
Las películas de la tragedia nueclear
El desastre nuclear de Chernóbyl no ha pasado inadvertido en la industria del cine y entre muchos materiales de ficción se destaca el filme de terror estrenado en 2012 con el título Chernobyl Diaries, dirigida por Bradley Parker y protagonizada por Jesse McCartney, Jonathan Sadowski, Devin Kelley, Olivia Taylor Dudley, Nathan Philips, Ingrid Bolsø Berdal y Dimitri Diatchenko.
En 2006, se estrenó El desastre de Chernóbyl, un documental de origen francés, dirigido por Thomas Johnson y que relata la terrible batalla que libraron 800 mil soldados, mineros, bomberos y civiles procedentes de todas las regiones de la Unión Soviética, quienes trabajaron sin descanso para intentar mitigar los efectos de la radioactividad, construir un sarcófago alrededor del reactor accidentado y, en definitiva, salvar al mundo de una tragedia. Todos ellos temían una peligrosa reacción en cadena cuyos efectos podrían ser muy superiores a los de la bomba de Hiroshima.
Chernóbyl, la noche del fin del mundo es un documental español presentado por el periodista Iker Jiménez. El reportaje muestra imágenes de la ciudad abandonada de Prypiat (lo que hoy se conoce como Zona muerta) desde una vista aérea, mientras el locutor compara el desastre con el día del fin del mundo.
Premio Nobel Svetlana Alexiévich
Los pedacitos de hígado en la punta de la lengua. La sangre que mancha las sábanas. Los forúnculos que construyen la apariencia de un monstruo. La piel que se desprende del hueso. Y a los 14 días, el enfermo muere.
Es enterrado sin zapatos, por los pies hinchados. Envuelto en una bolsa de nylon, dentro de un ataúd que va dentro de otro ataúd, luego un sarcófago. El hormigón encima y los restos del cuerpo martirizado, reposando en manos de “la ciencia”, para la investigación.
Liudmila, la esposa del bombero Vasili Ignatenko, quiere hablar de la muerte pero sólo le sale la palabra amor.
“-No debe olvidar que lo que tiene delante, ya no es su marido, un ser querido, sino un elemento radiactivo con un gran poder de contaminación. No sea usted suicida. Recobre la sensatez.
Pero yo estoy como loca. ¡Lo quiero! ¡Lo quiero! Él dormía y yo le susurraba: Te amo. Iba por el patio del hospital ¡Te amo! Llevaba el orinal ¡Te amo! Recordábamos cómo vivíamos antes. En nuestra residencia. Él se dormía por la noche sólo después de tomarme la mano. Tenía esa costumbre, mientras dormía, tomarme de la mano…toda la noche”.
En el primer relato de Voces de Chernóbil, el libro traducido al español de la flamante Premio Nobel de Literatura Svetlana Alexiévich, lo que se cuenta es una historia de amor.
La muerte hace reino en los días posteriores al sábado 26 de abril de 1986, cuando a las 13 30 horas explotó el hidrógeno acumulado en la central nuclear Vladímir Ilich Lenin, pero en lo único que piensa Liudmila es cómo ama a ese hombre que se despedaza en una cama de hospital, con el que pronto tendrá un niño, circunstancia que ha escondido a los médicos.
Durante los 14 días que dura la agonía de Vasili, uno de los primeros junto con sus compañeros, en ir corriendo en mangas de camisa, sin traje protector ni prevención alguna, al accidente nuclear que constituye -junto con Fukushima en 2011- el mayor desastre ambiental de la historia y cuyas consecuencias, como bien apunta Svetlana Alexiévich en su libro, padeceremos hasta dentro de 200 mil años (en tiempos humanos, la eternidad misma), la mujer es la única que ingresa en la cámara hiperbárica donde tienen depositado a su marido.
Liudmila no se resigna. Su joven esposo es una bomba radiactiva, pero ella lo besa, lo toca, trata de que beba un poco de leche, rocen sus labios la textura de una manzana, a pesar de que el cuerpo rechaza todo alimento.
“¿Qué esperabas?”, le dice una enfermera. “Ha recibido mil seiscientos roentgen – antigua unidad utilizada para medir el efecto de las radiaciones ionizantes- cuando la dosis mortal es de cuatrocientos”.
Medidas desesperadas frente a un fenómeno desconocido propiciaron incluso una operación de médula cuya donante fue la hermana pequeña del bombero, quien quedó inválida de por vida, truncados todos sus sueños de estudiar, trabajar, casarse y tener niños.
Embarazada de seis meses, Liudmila no teme al contagio anunciado. Cuando finalmente nació Natasha, Vasili ya había muerto.
“Por su aspecto, parecía un bebé sano. Con sus bracitos, sus piernas. Pero tenía cirrosis. En su hígado había 28 roentgen. Y una lesión congénita del corazón. A las cuatro horas me dijeron que la niña había muerto. Yo la maté. Fue mi culpa. Mi niña me ha salvado. Recibió todo el impacto radiactivo. Se convirtió, como dijéramos, en el receptor de todo el impacto”.
Bielorrusia –nación soberana desde 1990- es el país más afectado por la radiactividad tras la catástrofe de Chernóbil de 1986 en la vecina Ucrania.
La cercanía de la central nuclear y la dirección del viento hicieron que el 70% del total de la contaminación recayera en territorio bielorruso. Las consecuencias que todavía hoy sufre el país son terribles: altos índices de cánceres y leucemia, así como malformaciones físicas y distintas enfermedades relacionadas con una larga exposición a la radiactividad.
“Nosotros los bielorrusos nos convertimos en el pueblo de Chernóbil”, dice la Premio Nobel. Su libro Voces de Chernóbil (1997), que fue traducido a varios idiomas dice “no se trata tanto de la catástrofe de Chernóbil como sobre el mundo después de ella: cómo la gente se adapta a la nueva realidad, que ya ha sucedido, pero aún no se percibe. La gente después de Chernóbil obtiene nuevos conocimientos, que son de beneficio para toda la humanidad. Viven como si fuera después de la Tercera Guerra Mundial, después de una guerra nuclear”, afirma.
Para Svetlana Alexiévich “Chernóbil es un enigma que aún debemos descifrar. Un signo que no sabemos leer. Se ha roto el hilo del tiempo. De pronto se encendió, cegadora, la eternidad”.
Voces de Chernóbil cuenta cómo “el mundo conocido se convirtió en desconocido” y cómo con el accidente nuclear de 1986, “ha empezado la historia de las catástrofes, pero el hombre no quiere pensar en eso, porque nunca se ha parado a pensar en esto; se esconde tras aquello que le resulta conocido. Tras el pasado”.
Curiosamente, otro eterno candidato al Nobel, el japonés Haruki Murakami, contó también la catástrofe de la historia contemporánea en Underground, cuando al salirse totalmente de su registro narrativo elaboró un libro con los testimonios de las víctimas del atentado con gas sarín en el metro de Tokio, que sacudió a la sociedad japonesa y al mundo en 1995.
La película del libro de Svetlana
No hay cuerpos deformados. Ni siquiera cuerpos disolviéndose en una materia como luz, esa radiación que desde hace tiempo ocupa las conversaciones de los habitantes de Chernóbil.
Tampoco hay mujeres ni hombres llorando. “Ya no puedo llorar”, dice una de las actrices al comenzar la película de Pol Cruchten, quien también dirigió La suplicación y Never Die Young.
Voces de Chernóbil es una adaptación del libro que tanto nos conmoviera de Svetlana Alexiévich. Fue sin duda el primer libro que leímos cuando nos enteramos de que la periodista bielorrusa había ganado el Premio Nobel en 2015.
Son las voces de los sobrevivientes, en un estado como mortal, porque decir que los habitantes de esa zona están vivos es ser demasiado exagerados.
Svetlana Alexiévich seguramente sirvió de inspiración a Craig Mazin, para Chernobil, la serie que se filmó en Lituania y que hoy nos conmueve tanto como ayer.
*Mónica Maristain. Nació en Argentina. Desde el 2000 reside en México. Estudió en la Universidad de Filosofía y Letras. En Argentina dirigió las revistas Cuerpo & Mente en Deportes y La Contumancia. Aquí dirigió la revista Playboy, para todo Latinoamérica. Fue editora del Universal y editora de Puntos y Comas. Ha publicado muchos libros, entre ellos los de poesía: Drinking Thelonious y Antes. Los dedicados a Roberto Bolaño, entre ellos El hijo de Mister Playa. Prepara su libro sobre Daniel Sada: el hombre que sabía bailar.
Imagen tomada de http://notinerd.com/galeria-la-historia-de-chernobyl-en-25-fotos/