Publicado el 13 abr. 2020 | Opinión
“Los viejos desconfían de la juventud
porque han sido jóvenes”
William Shakespeare
Cuando murió mi padre, a los 80 años luego de tres ACV, sentí una luz de alivio en medio del dolor. Lo había visto sufrir los últimos años de su vida (una vida dedicada a curar): comer casi nada, hablar apenas, caminar y manejarse con la torpeza de quién ha sufrido lesiones cerebrales por la falta de irrigación sanguínea. Cuando lo fui a visitar a la clínica (luego de su primer ataque), me miró al fondo de los ojos y me dijo “es lo único que no quería que me pasara”. Médico él, sabía lo que venía.
A partir de ese momento empecé a pensar en cómo la Ciencia viene trabajando en la extensión de la vida de las personas pero no así en su calidad de vida. En la Antigüedad (Grecia-Roma), el promedio iba entre los 25 y 28 años, en la Edad Media no superaba los 30 y a principios del siglo IXX se extendió casi a los 40. Recién después de la Revolución Industrial superó los 50 años para llegar alrededor de los 60 en el siglo XX. Recientemente la OMS determinó que la esperanza de vida aumentó 5 años y medio entre 2000 y 2016, llegando, en América a casi 77 años.
El acecho del mercado
Contraponiéndose a estos datos, que parecerían una evolución, aparecen los de la calidad de vida de los ancianos, en la antigüedad considerados una voz sabia, prudente y habilitada y hoy, una carga con la que a veces ni la familia ni el Estado saben qué hacer. La propia Madame Lagarde, durante su gestión al frente del FMI, varias veces se pronunció respecto de que el envejecimiento de la población podría repercutir en un menor crecimiento económico -aunque se obstine en negar que fue ella la que dijo “Los ancianos viven demasiado y eso es un riesgo para la economía global. Tenemos que hacer algo, ¡y ya!”, frase que de tanto en tanto le atribuyen en las redes-. Lo cierto es que, hecho público o no, los economistas viven negativamente el crecimiento etario de la humanidad: en 2017 se estimó que los mayores de 60 años representaban un 13% de la población mundial, algo así como 962 millones de personas, por lo que hoy podríamos haber superado cómodamente los mil millones de ancianos en el mundo.
Ahora bien: ¿qué de esas personas? El Mercado desespera por echar mano a los montos que los países invierten en sus sistemas previsionales; no hay acuerdo del FMI sin una reforma en el sistema de jubilaciones y pensiones y no hay paper económico que no considere a los viejos como un “gasto” (salvo los de Amado Boudou). Todo esto a pesar de que es sabido que sólo una porción muy pequeña de los “adultos mayores” (detesto este morfema) puede sostener su antiguo estándar de vida -apenas los que pertenecen a las clases más acomodadas- y que el mayor “gasto” de este sector es en medicamentos (es allí donde el Mercado les “mete más la mano” a los viejos, pero no le alcanza). Sólo como ejemplo, en nuestro país, el 70% de los jubilados y pensionados perciben “la mínima” que, por obra y gracia del gobierno de Cambiemos, está muy por debajo de la línea de pobreza.
Terminala con los viejos
En los últimos días, Coronavirus y cuarentena mediante, los ancianos parecen haberse vuelto (otra vez, y van…), los enemigos de la humanidad. Como en Diario de la guerra del cerdo, aquella novela memorable de Adolfo Bioy Casares, los más jóvenes han salido a “cazar viejos”: porque van al banco a hacer cola para cobrar (como si el problema no fuesen los bancos), porque salen a hacer los mandados; porque no usan el barbijo, o porque lo usan, o porque lo usan mal… “Son incorregibles”, te dicen algunos familiares que les hacen, por ahí, un mandado y con eso creen que están “cumplidos”; “¿por qué no usan la tarjeta banelco?”, se preguntan a modo de protesta muchos que nunca se tomaron el tiempo de acompañar al abuelo o la abuela al cajero y explicarles cómo usar esa tecnología que, sin dudas, es extraña para alguien que estaba acostumbrado a llevarle un paquete de galletitas cada tanto al cajero del banco que los atendía “tan bien”.
En la locura de la pandemia, algunos países europeos decidieron “dejar morir” a los más viejos porque había que salvar a los jóvenes: también con los respiradores, los viejos fueron castigados. Y en todos los demás países, los que las autoridades parecen estar “cuidando a sus mayores” profundizando en ellos la cuarentena, no aparece ni un atisbo de pensar que algunos viejos prefieren salir a la calle y contagiarse de coronavirus antes que morir en la soledad de sus casas y departamentos vacíos.
Hay una distancia eterna entre cantidad de vida y calidad de vida. La ciencia y la política deberían estar atentas a este tipo de equilibrios, ya que el Mercado “patea y pateará en contra”. Están muy bien las políticas de Estado para prolongar las expectativas de vida pero, habría que pensar en otras que alarguen la felicidad y el bienestar. Para perdurar.
Imagen: Deposiphotos
Fuente: Liliana López Foresi