Toda revolución necesita una táctica diplomática, al menos si pretende sobrevivir un tiempo. La que se abre en 1810, en estos suelos, no fue la excepción. Contra lo supuesto por el nacionalismo, sus artimañas diplomáticas resultaron sumamente exitosas y fueron grandes aportes para la gestación de un espacio nacional.
Juan Flores
¿Agachadas?
Usualmente, los historiadores nacionalistas (de todo el espectro político) han apuntado que los diplomáticos revolucionarios entregaron la revolución, en particular a Gran Bretaña.1 Para ellos, la Nación debía abarcar todo el continente americano, objetivo malogrado por gestiones vergonzantes y corruptas. Sin embargo, el problema de esta mirada es que se abstrae de situaciones concretas, ignorando el grado de fuerza real de los gobiernos y reduciendo la historia a puro voluntarismo. En cambio, para analizar las relaciones exteriores, hay que atender a varias cuestiones. En primer lugar, los objetivos trazados, considerando el escenario general y las circunstancias que un gobierno reciente del sur del Atlántico apenas podía aspirar a manejar. En segundo, la multiplicidad de actores que podían oficiar de agentes en cada punto del mundo, todos con instrucciones que podían ser interpretadas discrecionalmente. En tercero, que una gestión consiste, en buena medida, en mentir y prometer cosas que no se van a cumplir, por lo que hay que desconfiar mucho y cotejar con datos objetivos de la realidad.
Como sabemos, en mayo de 1810, tomó forma una Junta Provisional. A partir de allí, una de las tareas centrales que debió contemplar fue el juego diplomático. ¿Qué estaba en juego? Primero, neutralizar enemigos y alianzas contrarrevolucionarias. Segundo, ser reconocido formalmente en una red de relaciones entre Estados, prioritariamente por aquellos más poderosos. Sin ese reconocimiento, sería difícil cumplir el tercer objetivo, aquel de más largo plazo: delimitar un espacio de acumulación para la clase social que dirigía el proceso, la burguesía. En ese sentido, la Revolución tuvo una política clara: comportarse como Estado independiente, aún cuando hubiera que encubrirlo por razones tácticas.
La primera estrategia diplomática fue consumada en el acto de asunción de la Junta de Gobierno: se trata de la “máscara de Fernando”, un “disfraz” de lealtad al Rey cautivo para esconder el objetivo de la independencia absoluta. Ante el mundo, la empresa revolucionaria se realizaba desconociendo al Consejo de Regencia de Cádiz, pero “manteniendo las alianzas y relaciones exteriores en que está la Nación comprometida y garantida, por su constante fidelidad y adhesión a la causa del Rey”.2
¿Por qué se hacía esto? Para no forzar a Gran Bretaña –aliada de España contra Francia- a romper lazos con Buenos Aires. En lo inmediato, la Junta buscaba el reconocimiento de Inglaterra, al menos como contendiente en el conflicto. También buscaba neutralizar las aspiraciones de anexión de la Corona portuguesa, los bloqueos navales y todo tipo de contrarrevolución, en particular la de Montevideo, bastión realista hasta 1814. No hay que perder de vista, sin embargo, que mientras el reciente gobierno porteño aún debía tantear con qué apoyos contaba (en América y en el mundo), la prioridad inglesa estaba en Europa. Era evidente que los dos Estados no llegaban en iguales condiciones ni con las mismas urgencias a la negociación.Aún así, para no perder las ventajas comerciales que el comercio sudamericano le podía ofrecer, Gran Bretaña mantuvo una política destinada a resguardar el equilibrio regional entre las fuerzas en pugna.3 La idea de la Foreign Office (FO) era ofrecer una “mediación” a futuro, que permitiera a las colonias compartir el gobierno con el Reino de España. Bajo esta misma lógica, Gran Bretaña mantuvo relaciones de amistad y comercio con la Revolución, sin reconocimiento formal y sin romper con España. De ese modo, podía recibirse a todos los enviados, siempre que declararan fidelidad a Fernando y rechazaran relaciones con Francia. O sea, había que mentir…
Sin embargo, la diplomacia española no era ingenua. El marqués de Casa Irujo –embajador en Río de Janeiro- reclamó indignado a su par inglés Lord Strangford por su actitud de responder las cartas que recibía de la Junta. Casa Irujo denunciaba que “el respetable nombre de Fernando VII sólo lo ha usado aquella asamblea como pretexto plausible, para dar una apariencia de justificación a sus atentados”. Por lo tanto, “todo indicaba la tendencia a una separación de la Metrópoli contraria a la integridad de la Monarquía Española”.4 No le faltaban motivos: para 1810, se había procedido a expropiar tierras del Rey y la Iglesia, se había enviado tropas al Norte y fusilado a un ex Virrey. El grueso del presupuesto se destinaba, sin dudas, a combatir la contrarrevolución.
Fue así que transcurrió la primera misión a Inglaterra, a cargo de Matías de Irigoyen. El objetivo: negociar armas y hacer un pedido de protección británica ante un eventual ataque portugués. Allí, el marqués de Wellesley -Ministro de la FO desde 1809- le aseguraría un compromiso de protección, con el condicionante de que la Junta no recurriera a Francia. No obstante, afirmaba no poder asegurar envío de armas. Al mismo tiempo, para agosto de 1810, sucedían las primeras comunicaciones con Lord Strangford, quien enviaría un emisario a Buenos Aires, Manuel Aniceto Padilla. El mismo debía transmitir su visto bueno al gobierno revolucionario, aunque advirtiendo “lo loco y peligroso de toda declaración de independencia prematura”, frente a la eventualidad de una futura mediación.5
Pero si declarar fidelidad a Fernando y a la causa antinapoleónica no garantizaba un mínimo de lo que la Junta necesitaba, el gobierno presionaba. Nuevamente, ante la amenaza portuguesa, Mariano Moreno advirtió a Strangford que la situación podría llevar a que la población prefiriera “el último mal de sujetarse a la dinastía de Bonaparte”, lo cual cerraría “la América del Sur al comercio inglés”.6 Una forma elegante de decir que si Gran Bretaña no ayudaba, apostarían a Francia. Una extorsión inteligente y efectiva. Strangford afirmaba su preocupación en varios informes a Wellesley:
“La cuestión es saber si estos países se volverán ingleses o franceses, y la decisión con toda probabilidad dependerá del papel que juegue el gobierno británico […] si se niega a reconocer al gobierno, los obligará a insistir en una declaración de Independencia, paso al que ciertamente recurrirán antes que volver al antiguo sistema, y que los agentes de Francia no dejarían de aprovechar”.7
Para septiembre de 1810, los problemas con la Banda Oriental se acentuaban y con ello, las presiones de Moreno sobre Strangford. Montevideo inició un bloqueo con consentimiento del capitán inglés Robert Elliot, de la estación naval ubicada en el Río de la Plata. Ante los reclamos, Strangford debió desactivar la conspiración y pedir disculpas en nombre de Inglaterra. Los hechos significarían la remoción de Elliot, tomando su lugar el capitán Robert Ramsay. En efecto, Gran Bretaña prefería mantener el equilibrio regional.
Sin embargo, los problemas volverían. Con la designación de Francisco Javier de Elío como Virrey en Montevideo (enero de 1811) y la restitución del bloqueo realista, Buenos Aires sitiaba la ciudad oriental con auxilio de Artigas, con resultados relativamente positivos. Strangford debió ofrecer una mediación, colocando como condiciones la firma de un armisticio y la suspensión de todo bloqueo. La primera respuesta del 18 de mayo de 1811 por parte de la Junta –ya sin Moreno- evidencia una clara voluntad independentista. La Junta argumentó que un armisticio frustraría una “empresa avanzada”, volviendo a levantarse “el sistema colonial que habían destruido con sus propias manos”. Buenos Aires mantenía la exigencia de ser tratado como estado independiente, aun bajo el disfraz de lealtad al Rey cautivo:
“La Península no es más que una parte de la monarquía española y está tan estropeada que sería una concesión bien gratuita ponerla en igualdad con la América. Ni la Península tiene derechos al gobierno de América, ni ésta al de aquella”.8
Dos meses después, el contexto era otro: Montevideo resistía los embates revolucionarios, Portugal movilizaba sus tropas con intenciones de anexión, Buenos Aires sufría el bloqueo y comenzaban los reveses más duros en el Norte. De este modo, en octubre de 1811 –por mediación de Strangford- se firmó un armisticio. Cada uno mantendría su posición: Portugal debía retirarse de la Banda Oriental, Elío debía terminar con el bloqueo y quedarse sólo con Montevideo, y Buenos Aires debía retirar el sitio, pese a la oposición de Artigas. No obstante, Portugal ignoraría el acuerdo y los enfrentamientos regresaron. En abril de 1812, el Triunvirato amenazaría con declarar la guerra a Portugal. Strangford sabía que el equilibrio era ya muy inestable. Preocupado por la situación, debió presionar a Portugal para retirar sus tropas y negociar. En mayo de 1812, Buenos Aires firmaría un tratado con Portugal (Rademaker–Herrera), que se terminaría de efectivizar en septiembre. En los hechos, el tratado permitió esquivar una guerra total con Portugal, dando vía libre para un segundo sitio a Montevideo, que culminaría en su recuperación en 1814. Ganancia pura.
Pero, aún apelando a Strangford, el Triunvirato que gobernaba para 1812, no descartaba la carta francesa. Pueyrredón insistía en negociar con Francia:
“Napoleón ha reconocido a la faz del mundo nuestra independencia, bajo condiciones muy racionales, y que sería fácil moderar. La política lo conseguiría todo: su tesón hoy es destruir a Inglaterra y nuestra misión allanará un paso muy importante […]. Conseguiría otro objeto de sus anhelos: destruir de la esfera política la casta de los Borbones. Armas, millones, todo nos lo daría”.9
Como se ve, lejos de subordinarse a Inglaterra, los gobiernos revolucionarios abrían las puertas a negociar con la competencia, todo con tal de lograr reconocimiento como Estado independiente. De ese modo, se establecieron contactos con Sérurier, embajador francés en Estados Unidos. Sin embargo, la carta se hundió con las primeras derrotas de Napoleón en 1812.
Golpeando todas las puertas
Las situaciones inmanejables pronto trajeron nuevas preocupaciones. El regreso al trono de Fernando VII, el reforzamiento de la alianza anglo-hispana (mediante un Tratado de Amistad en 1814) y la definitiva derrota de Napoleón en 1815, significaron un peligro de reconquista que mantuvo expectante a los revolucionarios hasta 1820. Una nueva táctica era necesaria.
Ya en 1813, previendo el regreso de Fernando, el segundo Triunvirato había enviado a Sarratea a dialogar con Strangford en Río, para luego buscar reconocimiento y protección directamente en Inglaterra. La premisa era rechazar cualquier mediación con el Consejo de Regencia. Sin embargo, Sarratea llegó a Londres demasiado tarde. Para fines de marzo de 1814, la FO ya pretendía acentuar su relación con España. No tenía nada para ofrecer.
Ante el nuevo contexto, había que negociar con todo el mundo y sentarse a esperar. Así Sarratea emprendió gestiones con Carlos IV –padre de Fernando VII- y su otro hijo, Francisco de Paula, con el objeto de ofrecer la Corona bajo una figura constitucional autónoma de las Provincias. De ese modo, se podría dividir el frente enemigo: mientras retornaba Fernando, un familiar suyo reclamaría el territorio americano y ello podría generar rispideces internas. Al respecto, en misiva al gobierno el 27 de marzo de 1815, Sarratea señalaba: «una simple declaración del rey padre traería la consternación en el gobierno de su hijo Fernando VII», posibilitando «ganar tiempo, entreteniendo al general Morillo si fuese posible”.10 Es decir, sería una útil maniobra distractiva. Sin embargo, las negociaciones con Carlos IV se frustrarían por la derrota francesa. En otra maniobra más, Sarratea intentaría entablar negociaciones con un príncipe de la Casa Real española. Apelando a un mediador, el conde Cabarrús, Sarratea contactó a Pedro Cevallos, ganándose su rechazo por “insultar la soberanía del Rey”.
Paralelamente, Rivadavia y Belgrano fueron enviados en otra misión diplomática. Según las instrucciones de diciembre de 1814, la comitiva debía negociar cuotas de autonomía con la Corte española, sometiendo su respuesta final a la voluntad final de “la Asamblea de Diputados”. Ese condicionante tenía un objetivo: dilatar cualquier expedición. Asimismo, de fracasar estas negociaciones, Rivadavia tenía la potestad de negociar con cualquier potencia de primer orden “sin detenerse, en admitir tratados políticos y de comercio porque el fin es conseguir una protección respetable de alguna Potencia de primer orden, contra las tentativas opresoras de España”. Incluso si Sarratea había logrado algún acuerdo con algún Príncipe inglés, podía omitirse el viaje a España.
Ahora bien, todas las negociaciones partían de sentar como condición formas constitucionales propias o la autonomía de administración, bajo protectorados o Coronas extranjeras. No es un asunto menor: se sientan condiciones importantes, como el destino de los recursos coloniales, el control de la administración pública y fiscal, de cara a relaciones comerciales en expansión. Fernando sabía esto, por lo que Rivadavia fue expulsado de Madrid. Es evidente que lejos de “mendigar” a las potencias (como suponen los nacionalistas), las misiones diplomáticas buscaron defender la independencia del Estado y protegerla de eventuales contraataques.
¿Cuál fue el resultado? En principio, ambas comitivas fueron expulsadas de España e ignoradas en Inglaterra, a lo que se agregó un conflicto entre Rivadavia y Sarratea por la dirección de las gestiones. Sin embargo, aportaron a conseguir el objetivo de postergar la salida de nuevas expediciones. En efecto, luego de la expedición comandada por Morillo en 1815 –que debió ser desviada hacia Venezuela y Nueva Granada, por la recuperación de la Banda Oriental-, ninguna otra misión salió de Cádiz.
La misión García
En el medio de las negociaciones, Manuel García –Consejero de Estado y Secretario- fue enviado a tratar con Strangford una de las misiones más polémicas del período. En efecto, el Director Supremo Carlos María de Alvear -quien gobernó entre enero y abril de 1815- enviaría al susodicho a ofrecer a Lord Strangford una anexión del Río de la Plata a la Corona Británica, bajo protectorado. Sin embargo, dichas instrucciones nunca fueron puestas en práctica por García, por considerarlas inútiles según el estado del juego diplomático en Europa. En su lugar, García realizaría una serie de modificaciones, prefiriendo negociar una posible mediación británica en el conflicto.
Por su parte, Rivadavia tomó conocimiento de la gestión durante su estadía en Río de Janeiro. Un desconcertado y disgustado Rivadavia escribiría a Alvear: “Yo protesto que he desconocido a usted en semejante paso. Este avanzado procedimiento nos desarma del todo y nos ponía en peligro […] ¿es posible que no se haya podido esperar a nuestras noticias?”. Finalmente, tampoco entregaría las cartas a destino, según se le solicitó. Para ese entonces, Gran Bretaña ya había formalizado su Tratado de Amistad con España, por lo cual no guardaba el más mínimo sentido sostener la gestión.
La realidad es que la política de Alvear fue una política desesperada de un gobierno librado a la más desarrollada de las crisis políticas. Habiendo transcurrido tres meses y sin ningún apoyo político, el Director debió renunciar.
La Declaración de Independencia
La nueva situación condujo al “sinceramiento”: una Declaración de Independencia, es decir, una proclamación que expresaba la voluntad de crear un espacio de acumulación diferenciado. Frente a ella, el gobierno británico mantuvo una posición “neutral” que buscaba nuevamente una mediación. Eso tuvo un efecto dual. Por un lado, la política de “neutralidad” contribuyó –quiérase o no- a aislar a Fernando VII en sus intentos contrarrevolucionarios. En el memorándum del 28 de agosto de 1817, Lord Castlereagh –Ministro de la FO desde 1812- instaba a los países de la Santa Alianza a adoptar también la neutralidad, lo cual consintieron a la larga. Paralelamente, Gran Bretaña evitaba una medida más vigorosa a favor de Sudamérica. Por momentos, la política de Castlereagh sirvió también a España: Gran Bretaña prohibió cualquier tipo de ayuda a Sudamérica.
De este modo, los temores no se disiparon tan rápidamente de este lado del Océano. El Director Juan Martín de Pueyrredón todavía temía una coalición contra la Revolución, por lo que solicitaría a Rivadavia permanecer en Europa a fin de recabar información al respecto. La receta apuntada por Rivadavia sería establecer una monarquía, reservando la elección del Soberano a los resultados de las negociaciones. La táctica consistía en dotar de legitimidad a un poder naciente de cara a un escenario mundial que condenaba el republicanismo. De otro modo, lejos estarían las grandes potencias de reconocer al gobierno revolucionario y permitirle defender lo conseguido. Por lo tanto, la búsqueda de un Rey era ahora un asunto de Estado. Así, Belgrano propuso el enlazamiento de un Rey incaico con la Casa de Braganza. San Martín prometía una alianza a Gran Bretaña, con la amenaza de cobijarse bajo el ala del zar ruso si fuera necesario. A tales efectos, ofreció a Robert Staples –procónsul en Buenos Aires- y al oficial naval Bowles dividir a la América en Reinos bajo monarquía de una Casa Real.
En efecto, la clave de las gestiones diplomáticas era lograr un acuerdo con Inglaterra. Sin embargo, al momento de negociar, se podía apelar también a Francia, Estados Unidos, Austria y Rusia. Incluso la gestión que más avanzó fue la entablada por Rivadavia con el abad de Pradt, ex secretario de Napoleón, arzobispo de Poitiers y Malines y embajador en Varsovia. Comenzaba entonces a barajarse la idea de una monarquía constitucional propiciada por Francia. De este modo, Hilaire Le Moyne, excoronel del bonapartismo, ofreció sus servicios de espía al embajador francés en Londres y fue enviado a Buenos Aires. Allí se acordó con el visto bueno de Pueyrredón, colocar al duque de Orléans. Sin embargo, el plan se filtró y no consiguió su cometido.
Para septiembre de 1818, los temores del Directorio de una coalición europea fueron diluyéndose. La Conspiración de Riego de 1820 que dio comienzo al trienio liberal en España fue el golpe de gracia a los intentos de Fernando. Ello puso de manifiesto que era tan sólo una cuestión de tiempo el reconocimiento inglés de los estados sudamericanos.
Una política nacional
Más allá de las diferentes tácticas de coyuntura, lo que vemos es una clara estrategia de consolidar un nuevo Estado en el medio de la revolución burguesa a nivel mundial. Dado el estado de las comunicaciones y de las cambiantes relaciones de fuerzas, las ambigüedades pueden confundir al observador.
El principal enemigo regional era, sin dudas, Portugal y, la principal potencia capaz de proveer préstamos y armamento, Gran Bretaña. Ahora bien, quien observe aquí una sumisión a los intereses británicos entiende poco y nada del juego diplomático. El gobierno revolucionario buscaba instalarse como Estado independiente. Con la derrota de Francia, hubo que apelar a intrigas frente a todos los representantes posibles. En efecto, el escenario del Viejo Mundo estaba en convulsión y la Revolución debía aprender a explotar las cambiantes rivalidades. Se trataba de una auténtica política nacional.
Notas
1Puiggrós, R.: Los caudillos de la Revolución de Mayo, Corregidor, Buenos Aires, 1972 [1942]. Rosa, J.M.: Defensa y pérdida de nuestra Independencia económica, Editorial Huemul, 1974 [1943].
2Oficio del 28 de Mayo de 1810; citado en Ruiz Guiñazú, pp.125-127
3Webster, C.(comp.): Gran Bretaña y la independencia de la América Latina 1812-1830,tomo I, Guillermo Kraft, Buenos Aires, 1944, pp.5-6.
4Río de Janeiro, 5 de agosto de 1810, AHN Estado Leg. 5839, Nº63; Citado en Ruiz Guiñazú; Lord Strangford y la Revolución de Mayo, La Facultad, Buenos Aires, 1937, p. 135
5Ruiz Guiñazú, Op.Cit., p.143
6Muiño, Oscar: Buenos Aires, la colonia de nadie, Eudeba, Buenos Aires, 2011, p.209
7AGN Sala VII, 2-5-4
8Ruiz Guiñazú, Op. Cit., pp.189-190
9Muiño, Op. Cit., p.235
10Citado en Correa Luna, Carlos: Rivadavia y la simulación monárquica de 1815, Buenos Aires, 1929, p. 16
* Grupo de Investigación de la Revolución Burguesa – CEICS
Fuente: El Aromo n° 95