• 21 de noviembre de 2024, 6:45
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Panamá, de construir un canal a fabricar un Estado

Por Adrián Albiac

En la mesita de noche de la suite 1162 del hotel Walford Astoria descansa entreabierta la novela Captain Macklin. Publicada en 1902, relata las aventuras de un joven cadete de West Point y un veterano militar francés que, tras acabar en Honduras, inician una revolución que los llevará hasta la presidencia del país. La historia, más allá de la entretenida acción de la novela, puede que no sea demasiado transcendente; sin embargo, en las manos adecuadas, puede resultar tremendamente inspiradora.

Jon Hay, que además de secretario de Estado de los EE. UU. es un gran lector, es consciente de esto y en su último encuentro con Philippe Bunau-Varilla ha procurado entregarle un ejemplar de la novela al francés. ¿Por qué no fingir ser esos dos grandes aventureros de Captain MacKlin? Al fin y al cabo, ellos también llevan varios meses intentando crear un nuevo país en Centroamérica. Si en la novela MacKlin y el general Laguerre tenían Honduras, ellos tendrán Panamá.

No obstante, retrocedamos un poco. Como todas las buenas historias, esta debe ser contada desde el principio.

La opción panameña: una lucha de lobistas y accionistas franceses

Ya desde mediados del siglo XIX, distintos empresarios habían soñado con la idea de construir un canal en Panamá. Proyectos ingleses, rusos o alemanes habían llegado a estar sobre la mesa, aunque no sería hasta 1878 cuando el francés Lucien Napoleón Bonaparte Wyse obtuvo la concesión exclusiva para la ejecución y explotación del canal por Colombia.  Desde Bogotá, por fin se designaba a alguien para emprender tan magna tarea. Wyse tenía todo el respaldo legal del Gobierno; ahora solo necesitaba reunir los fondos para costear el proyecto.

La legalidad dejaba paso a la publicidad, y en este punto Ferdinand de Lesseps representaría el papel a la perfección. El ingeniero parisino ya era mundialmente conocido por haber dirigido las obras del canal de Suez. De Lesseps, más allá de los conocimientos técnicos, podía darle al proyecto la notoriedad necesaria. Como él mismo aclararía, estaba a punto de acometerse la empresa humana más ambiciosa jamás llevada a cabo. Con tales titulares, en poco tiempo el canal tendría el apoyo del Gobierno galo y, lo que es más importante, el aval de más de 100.000 franceses, que habían comprado bonos estatales para financiar la obra.


La Compañía Universal del Canal Interoceánico, constituida para la ocasión, ya estaba totalmente operativa, y en enero de 1882 miles de obreros iniciaron la construcción. Se volaron montañas, se cavaron cientos de metros y, sobre todo, no se escatimó esfuerzo humano alguno. De Lesseps podía estar orgulloso de sus empleados, aunque estos acabaron por no poder decir lo mismo de su ingeniero jefe. El francés cometió muchísimos errores; por ejemplo, insistió en realizar el proyecto al nivel del mar, subestimando completamente el escarpado terreno panameño, y se negó a tener en cuenta las notables diferencias entre los áridos desiertos de Suez y la húmeda y pantanosa tierra centroamericana.

Los obreros podían cavar y cavar, pero pasados tres años solo habían logrado construir lo que para aquel entonces era el agujero más caro del mundo. Finalmente, temiendo el ya futuro desastre, la directiva de la Compañía Universal decidió sustituir a De Lesseps por el también mundialmente conocido Gustave Eiffel. El padre de la famosa torre, consciente de la suerte de su predecesor, resolvió rediseñar la mayor parte de los planos anteriores. La introducción del actual sistema de esclusas sería una de las grandes aportaciones de Eiffel. El recién llegado pronto logró demostrar por qué era considerado uno de los mejores ingenieros de Europa; los errores técnicos del proyecto, en su mayor parte, fueron solventados.


A pesar de la pericia de Eiffel, a estas alturas ni todos los genios de la ingeniería mundial hubieran logrado salvar el canal. Enfermedades como la tuberculosis o la fiebre amarilla habían debilitado sobremanera a la mano de obra y llegado a causar cientos de muertes entre los trabajadores. Además —y este fue sin duda el hecho clave que acabó de hundir todo el proyecto—, un espectacular robo de fondos por parte de altos cargos de la compañía dejó sin apenas capital al canal. Tal fue la cantidad sustraída que para 1889 ya era imposible ocultar el escándalo y no quedó más remedio que detener las obras. La empresa humana más ambiciosa jamás llevada a cabo había concluido y en su lugar miles de franceses debían asumir las pérdidas de la costosa aventura.

Ferdinand de Lesseps ya no sería nunca más un héroe nacional y acabaría, tras un largo juicio, condenado junto a su hijo. El affaire Panama pasó a formar parte de la Historia nacional francesa e incluso en el vocabulario popular la expresión “Quel Panama!” pasó a significar “¡Qué lío!”.

La Compañía Universal del Canal Interoceánico estaba totalmente arruinada. El desánimo era más que palpable en el lujoso edificio de la compañía y solo algunos accionistas, como Bunau-Varilla, confiaban aún en poder salvar el dinero invertido. Al fin y al cabo, el único activo de valor que todavía manejaban desde París era la concesión legal de construcción que Wyse había logrado arrancar al Gobierno colombiano. Sin ella, ningún otro país podría iniciar la construcción, y en Francia tenían muy claro que ellos no eran los únicos interesados en unir ambos océanos.

Ya desde 1880, los estadounidenses habían mostrado una especial preocupación sobre la posibilidad de que los franceses construyeran el canal. Como bien resumiría el presidente Rutherford Birchard Hayes, su interés comercial era superior al de todos los demás países, ya que EE. UU. tenía “el derecho y el deber de afirmar y mantener su autoridad de intervención sobre cualquier canal interoceánico que cruce el istmo”. Hayes no podía haber sido más claro y nadie dudaba que en Washington estarían dispuestos a negociar.

El principal problema de los franceses no era, pues, de interés, sino de tiempo; de nuevo, volvían a jugar contrarreloj. Algunos senadores estadounidenses llevaban ya cierto tiempo abogando por la construcción de un canal interoceánico en Nicaragua. Tras el fracaso de la tentativa gala, la opinión pública norteamericana casi había descartado otras opciones y parecía que el proyecto podía ser aprobado en cualquier momento. Si los Bunau-Varilla querían recuperar los millones invertidos, tenían que moverse y tenían que hacerlo rápido. Sin embargo, ¿cómo influir desde Francia en una decisión tan importante para el Gobierno estadounidenses?

Quizá la mejor idea sería dejar actuar a los que saben, y no había un mejor lobista en los Estados Unidos que el abogado neoyorquino William Nelson Cromwell. A partir de entonces, el destino del canal estaría en sus manos, y el abogado no tardó mucho en reunirse con el presidente McKinley. Cromwell quería hacerse notar en la Casa Blanca, aunque la verdadera guerra se libraría fuera de ella.

Por un lado, tenía que conseguir aislar al senador por Alabama John Tyler Morgan, de lejos el principal valedor en Washington de la opción nicaragüense. La guerra entre ambos llenó la prensa de comentarios y titulares y, aunque ambos jugaban sucio, con el tiempo quedó claro que Cromwell pagaba más y mejor. El abogado usó favores pasados, prometió generosas donaciones y, sobre todo, sobornó a todo aquel que se dejara. Cromwell sabía cómo funcionaban las cosas en Washington; no era casualidad que el hombre más poderoso del Partido Republicano fuera coloquialmente conocido como senador Mark Dollar Hanna.

En esta guerra abierta, parecía que Colombia y Nicaragua no tenían nada que decir. Era un negocio entre franceses y estadounidenses, y para que esto siguiera siendo así el 11 de noviembre de 1901 Bunau-Varilla llegaba a Nueva York. El francés tenía claro que su labor sería decisiva en la elección de Colombia, aunque quizá no podía haber elegido un peor momento para presentarse en los Estados Unidos.

La doctrina Monroe ha calado en los Estados Unidos y en 1903 no era raro encontrar referencias al Gobierno estadounidense como la policía de toda América. Fuente: American Imperialism

A pesar de todos los esfuerzos de Cromwell y Bunau-Varilla, el 10 de diciembre de 1901 Washington y Managua suscribían un tratado formal para la construcción del canal en Nicaragua. Parecía que finalmente los accionistas de la Compañía Universal perderían todo lo invertido y Colombia se quedaría sin su canal. Ya solo un milagro podría salvar el proyecto, y este llegó bajo el nombre de Theodore Roosevelt. Al recién nombrado presidente, que había llegado al cargo tras el asesinato de McKinley a manos de un anarquista unos meses antes, no había nada que le gustara más que ser centro de las discusiones. Como solían bromear sus compañeros, Roosevelt intentaba ser la novia de todas las bodas y el cadáver de todos los funerales. El nuevo presidente se había encontrado con el cargo de manera inesperada y ahora estaba decidido a hacer historia.

Para empezar, Roosevelt no iba a dejar que una decisión tan importante como la construcción de un canal interoceánico llevara el sello de otro. Esta sería su gran obra y, solo para eclipsar a los Morgan y compañía, el canal se levantaría en Panamá. Con la suerte de cara, Cromwell y Bunau-Varilla solo tuvieron que facilitar las maniobras del presidente. Finalmente, el 29 de junio de 1902 el Senado ratificaría la decisión presidencial de comprar la concesión francesa por 40 millones de dólares. Tras el traspaso, los accionistas franceses salvarían lo invertido. Además, Cromwell y un pequeño grupo de grandes inversores —J. P. Morgan, Levi Morton, Isaac Seligman…— ganarían una buena suma de dinero. Estos, bien aconsejados por el abogado neoyorquino, se habían dedicado a comprar acciones de la Compañía Universal; ahora solo les quedaba repartirse los dividendos de la abultada venta al Gobierno estadounidense.

Unir los océanos, dividir Colombia

Una vez resuelto el dónde, había que negociar el cómo, es decir, aclarar bajo qué condiciones construiría Estados Unidos un canal interoceánico en la provincia de Panamá. Para ello, Roosevelt y Hay, secretario de Estado del presidente, confiaron de nuevo en el saber hacer de Cromwell. El abogado ya conocía todos los pormenores de la operación y, tras las disputas con los partidarios de la opción nicaragüense, había quedado claro que era un hombre al que convenía tener cerca. Tan solo unos días más tarde, ya se había reunido con el embajador colombiano en Washington, José Vicente Concha.

Los encuentros entre ambos personajes no podían resultar más pintorescos. Concha no tenía casi ninguna experiencia en asuntos internacionales y, además, como su propio Gobierno reconocía, era bastante propenso a la “excitación nerviosa”. Por otro lado, Cromwell era un negociador despiadado, dispuesto en este caso a sacar el máximo provecho de la débil posición colombiana. Era un secreto a voces que el país latinoamericano necesitaba con urgencia la ayuda económica y militar de Estados Unidos para poner fin a su cruenta guerra civil. No resulta extraño que el presidente Marroquín, jefe del Gobierno colombiano, acabara dando el visto bueno a una de las propuestas estadounidenses.

Así, el 16 de septiembre de 1902 el USS Cincinnati desembarcó con más de 200 marines en la provincia de Panamá. A los dos meses, las tropas liberales, que luchaban contra el Gobierno conservador de Bogotá, ya habían sido totalmente derrotadas. En Washington, la prensa daba por seguro el acuerdo con Colombia, y el 22 de enero de 1903 un exultante presidente Roosevelt anunciaba la firma del tratado Hay-Herrán —Concha había sido sustituido unos meses antes por Tomás Herrán—.


Si los franceses habían recibido 40 millones de dólares, los colombianos tendrían diez y una renta anual de 250.000 dólares. Parecía que al final todos habían logrado ponerse de acuerdo. Sin embargo, el presidente Marroquín tenía otros planes. Es difícil precisar en este punto si el anciano conservador colombiano actuó cegado por la codicia o simplemente nunca entendió el poder del adversario que tenía enfrente. Sea como fuere, lo cierto es que Marroquín acabó cometiendo el mayor error de su larga carrera política.

Desde Bogotá se retrasó todo lo posible la ratificación del tratado. Ahora Colombia exigía más dinero, aunque Cromwell y Hay habían dejado muy claro que no se pagaría ni un centavo más. A partir de aquí, guiados por Cromwell y Bunau-Varilla, el Gobierno estadounidense simplemente exploró otros cursos de acción. En la Casa Blanca conocían desde hacía tiempo la enorme simpatía que el tratado despertaba entre la burguesía panameña. En la pequeña provincia, el canal parecía de lejos la mejor apuesta para dejar atrás la larga crisis económica que azotaba la región. Quizá ahora solo había que pensar a lo grande: si los colombianos no estaban dispuesto a ratificar el tratado, serían los panameños quienes lo harían.

Primero había que encontrar un par de héroes para la futura nación, figuras que pudieran hacer a la vez de padres fundadores y miembros del futuro Gobierno panameño. Finalmente, los elegidos fueron José Agustín Arango y Manuel Amador Guerrero, miembros de la reducida burguesía local panameña y relacionados con la Panama Rail Road Company, empresa casualmente gestionada por Cromwell.

Con los héroes convencidos de la operación, solo faltaba buscar una fecha concreta para su heroicidad; en este punto, no se pudo ser más pragmático. En Estados Unidos nadie quería que el suceso recibiera demasiada atención; mejor que ningún inquieto periodista sintiera la tentación de investigar los vínculos de la nueva república con la Casa Blanca. Para triunfar, había que ser discretos, y para ser discretos la revolución tendría que ser el 3 de noviembre. Con unas elecciones legislativas el día siguiente, ningún periódico prestaría demasiada atención a una revuelta en Panamá.

Por último, solo era necesario reunir un poco de dinero —100.000 dólares bastarían para sobornar a los soldados colombianos presentes en Panamá— y diseñar una bonita bandera para la nueva república, tarea que asumió gustosa la mujer de Bunau-Varilla.


Con todo dispuesto, el 3 de noviembre de 1903 se produjo la “espontánea revolución” y los panameños pudieron proclamar la independencia de Colombia. Cualquier movimiento desde Bogotá era ya totalmente inútil: cuando las tropas colombianas trataron de llegar a la región, un par de buques de guerra estadounidenses impidieron cualquier opción de desembarco.

Los Arango, Amador y compañía estaban pletóricos: habían hecho historia. No obstante, no tardaron demasiado en aprender una valiosa lección: Estados Unidos no regala nada. Tan solo 15 días después de la independencia, en Nueva York ya se había firmado el nuevo tratado Hay-Bunau-Varilla.

En líneas generales, el texto convertía a Panamá en un apéndice de Washington. Los estadounidenses obtenían a perpetuidad la completa soberanía de las diez millas a ambos lados del canal. Además, se reservaban la opción de intervenir en los asuntos internos de la nueva república ante cualquier alteración del orden público. Por si todo esto fuera poco, todas estas disposiciones fueron incluidas en la Constitución panameña de 1904. No es de extrañar que un satisfecho Roosevelt llegara a asegurar que él había tomado el istmo. Los panameños tardarían casi un siglo en expulsarle.

AutobiografíaDescubriendo al general, Graham Greene, 1984


Publicado por El Orden Mundial el 27 de diciembre de 2016

Fuente: El Orden Mundial

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