Uno
¿Qué decimos cuando decimos “Malvinas”? La palabra, cara a las tradiciones populares argentinas, nombra algo que tal vez podamos pensar como una “causa”: la reivindicación de la soberanía nacional sobre esos territorios, expropiados al país por una potencia colonial e insistentemente reclamados desde entonces por muchos de los gobiernos que se han sucedido en nuestra historia. Las bases de esta reclamación son por cierto muchas, y constan en una importante cantidad de textos y de documentos. Uno de ellos es el que escribió en el año del Centenario de la Revolución de Mayo, en su francés materno (que consideraba más apropiado que el castellano para un alegato que esperaba que pudiera inspirar discusiones relevantes en el mundo de la diplomacia), el viejo Paul Groussac, durante cuatro décadas director de la Biblioteca Nacional de nuestro país, bajo el título de Les Iles Malouines. Nouvel exposé d’un vieux litige. Se trata de una notable presentación, erudita y elegante, de las razones de la ilegitimidad del dominio inglés sobre el archipiélago. Otro es el “Alegato en defensa de la soberanía argentina” que realizó en el senado de la Nación, en 1934, el senador Alfredo Palacios, una pieza que por su tema puede compararse con las seguramente más conocidas investigaciones sobre la dominación británica en las industrias ferroviaria y frigorífica llevadas adelante en esos mismos años de la “década infame” por Raúl Scalabrini Ortiz y por Lisandro de la Torre. Por cierto, el discurso de Palacios termina propiciando la edición en castellano del alegato de Groussac, que vería la luz en 1937.
Lo que aquí querría plantear, ante un nuevo aniversario, en estos días, de la guerra de 1982, es la enorme dificultad en la que esa misma guerra nos sitúa (y no solo la guerra, sino la circunstancia de que sea la fecha en que ella se desató la que se haya vuelto en el país el motivo o el pretexto para reflexionar, como aquí querríamos poder hacerlo, sobre el vasto conjunto de dimensiones que involucra la “cuestión Malvinas”) para volver con alguna pertinencia sobre documentos como esos, o sobre la larga, compleja y relevante historia que tiene un problema que es anterior a la criminal decisión de los dictadores que (sin más argumentos, ellos también, que el de la pura fuerza de las armas) gobernaban este país hace cuarenta años de declarar aquella guerra, y que deberíamos poder emancipar, para pensarlo mejor, del recuerdo doloroso que ella nos provoca. Pero no podemos. Porque decimos “Malvinas” (esto se ha escrito ya de muchos modos: estoy repasando muy rápido la abundante bibliografía con la que hoy contamos sobre esta cuestión) para decir –o acaso mejor: para no decir– “la guerra de Malvinas”, pero esto mismo nos deja sin ninguna palabra para decir, sí, más allá o más acá de esa guerra y de su recuerdo, el conjunto de otras cosas que la “cuestión Malvinas” involucraba antes de ella, que la propia palabra “Malvinas” envolvía antes de ella, y que no debería tener que dejar de envolver o de involucrar, porque son esas otras cosas (la justicia del reclamo por la soberanía sobre las islas, su historia y sus razones, la historia de las reflexiones teóricas, jurídicas y de todo tipo sobre el tema, el interés de los documentos o alegatos como los que mencioné de Groussac o de Palacios) las que pueden hacer que la legítima reivindicación anticolonial de nuestro país frente a la potencia usurpadora de ese territorio tenga algún futuro.
Esa es la razón del gran interés que tuvieron la iniciativa de la Secretaría de Relaciones Parlamentarias de la Nación de editar en forma de libro el alegato de Palacios del año 34, y la de la Biblioteca Nacional, la Casa Argentina en París y la editorial L’Harmattan de publicar en francés y en Francia la exposición que Groussac había escrito en esa lengua y que Palacios había hecho traducir a la nuestra, pero que nunca se había publicado en la tierra natal de su autor. Convertido ahora en libro, el discurso de Palacios se presenta a sus posibles lectores como una pieza mayor del gran pensamiento antimperialista argentino, una erudita reflexión sobre el expansionismo colonial británico y una herramienta fundamental para continuar bregando, del modo pacífico que su autor recomendaba, por la soberanía argentina sobre las islas. Disponible ahora para el público francés, el libro de Groussac presenta las tres bases sobre las que las potencias coloniales podían reivindicar la posesión legítima de sus territorios de ultramar: el descubrimiento –que de las Malvinas hicieron los holandeses–, la ocupación –que hicieron los franceses– y los pactos internacionales –que favorecían a los españoles, de los que Groussac muestra que la Argentina hereda sus títulos sobre las islas, ilegalmente invadidas por Inglaterra en 1833. Contra esa ilegalidad se levanta el argumento de Groussac, que es impecable y justo. Esa justicia forma parte de la cuestión Malvinas, de lo que la voz “Malvinas” dijo durante mucho tiempo y de lo que tiene que poder volver –más allá de la guerra y del recuerdo de la guerra– a decirnos y a decir.
Dos
León Rozitchner había sostenido en su momento, en polémica con otros intelectuales argentinos que se empeñaban en distinguir la injusticia del gobierno militar de la dictadura de la justicia que atribuían a la guerra que ese mismo gobierno había declarado, que del seno de un gobierno malo no podía surgir ninguna cosa buena, y que la “guerra limpia” de las Malvinas solo podía ser representada como la contracara necesaria e inescindible de la “guerra sucia” que esas mismas jerarquías militares habían librado contra amplios sectores de esa sociedad que solo por una fatal equivocación, por una falta de visión clara de las cosas, pudo acompañarla en su aventura falsamente anti-colonial. Lo que hoy sabemos mucho mejor que lo que Rozitchner y que nadie podía saber en 1982 es que la guerra de las Malvinas no fue solamente “la contracara” del Terrorismo de Estado que los militares habían impuesto en todo el país, sino su perfecta continuación en el territorio de las islas: que las prácticas represivas que se habían desplegado en las prisiones y los campos de concentración del continente encontraron su réplica siniestra en los campamentos y fortines de las islas, lo que, por un lado, hace más difícil todavía sostener ninguna forma de reivindicación de esa guerra, definitivamente inseparable en todas sus dimensiones del ánimo criminal de la dictadura que la perpetró, y, por otro, carga con una sombra todavía más pesada y más infausta la posibilidad de retomar, más allá de la guerra, el problema o el conjunto de problemas que, como decíamos, la palabra “Malvinas” sigue o debería seguir representando.
Ya usé dos veces esta fórmula: “más allá”. ¿Cómo pensar “más allá”? ¿Más allá de un trauma, más allá del trauma colectivo de una guerra? Sobre todo: ¿cómo pensar “más allá” de la guerra cuando sabemos que la guerra no solo no puede ser pensada sin referencia a las atrocidades de la dictadura que la llevó adelante, sino que constituyó, ella misma, un capítulo más de esas atrocidades? Si de la guerra no hay nada que reivindicar, si la justicia de la causa de la soberanía argentina sobre las Malvinas solo fue para los criminales que declararon e hicieron esa guerra un pretexto del que no podemos creer una palabra, si la guerra de 1982 no fue “una guerra justa llevada adelante por un gobierno injusto”, sino una guerra injusta, brutal y condenable sin atenuantes y en toda la línea, ¿cómo pensar, “más allá” de ella, lo que todavía nos interesa recuperar de una historia de luchas y de reflexiones y de textos que no nos parece que sea adecuado apurarnos a tirar a la basura ni a poner a la cuenta de la supervivencia de un nacionalismo necesariamente belicista del que lo mejor que podríamos hacer sería desprendernos de una buena vez? ¿Cómo pensar, “más allá” de la guerra, la larga historia de interesantes y eruditas intervenciones, en general animadas por un profundo espíritu pacifista, en torno al problema de las Malvinas y de la soberanía sobre ellas, sin que se nos diga que la mera enunciación de ese problema solo puede ser una agitación patriotera que deberíamos evitar a toda costa en prevención de las desaconsejables derivas a las que fatalmente nos conduciría? ¿Es justo hacer de algunas de las grandes piezas de la literatura histórica, jurídica y política argentina que en el pasado pensaron el problema del derecho argentino sobre esas islas antecedentes inexorables de la guerra que después libró una dictadura repudiable y ampliamente repudiada pretextando esas pretensiones soberanas?
No, no es justo, pero es necesario no hacernos los distraídos respecto a que esa dictadura repudiable y repudiada pudo en efecto utilizar esas pretensiones como pretexto para el crimen de esa guerra de hace ahora cuatro décadas, que al haberlo hecho no dejó sin afectar esas pretensiones de soberanía que por un momento exhibió como si fueran propias (no lo eran: no puede presentarse como adalid de la lucha por la soberanía de un país una dictadura que levanta su poder sobre la negación de la soberanía de su pueblo), y que no será por lo tanto salteándonos ni esquivando una reflexión profunda sobre ese tremendo episodio de nuestra historia todavía reciente que podremos llegar “más allá” de él (como quien dice: “a la otra orilla”) para volver a leer, “como si nada hubiera sucedido”, todo ese montón de textos y de historias y de razones y argumentos que todavía esperan por nosotros y por una nueva oportunidad que nosotros podamos darles. No: solo podremos pensar el problema de las islas Malvinas “más allá” del crimen de la guerra de 1982 si podemos atravesar con nuestro pensamiento, con nuestras propias lecturas y escrituras y con la acción efectiva de nuestras instituciones (empezando por una, la Justicia, que ya ha iniciado una tarea importantísima, en los primeros lustros de este siglo y gracias al aliento de un gobierno que solo en virtud de esta fuerte militancia pudo sostener una firme posición en favor, al mismo tiempo, de la condena de las violaciones a los derechos humanos y de la soberanía argentina sobre las islas) el trauma que esa guerra de 1982 representa para nuestra vida colectiva.
Tres
Tal vez por lo mismo que hace que la guerra sea, a menos que se quiera cerrar los ojos a la evidencia de los inaceptables designios que la animaron, imposible de reivindicar, la literatura, que es uno de los registros en los que las sociedades pueden –para insistir sobre la expresión que recién usábamos– “atravesar” y –agregamos– procesar los traumas de su propio pasado, ha tenido gran dificultad para encontrar el tono en el que lidiar con ella. Así, desde Los Pichy-cyegos de Rodolfo Fogwill hasta Las islas de Carlos Gamerro, y desde Cuerpo a tierra de Norberto Firpo hasta Ciencias morales de Martín Kohan (estas dos líneas, estas dos “series”, han sido propuestas hace algunos años por Martina López Casanova en diálogo con una serie de estudios anteriores de Beatriz Sarlo, María Teresa Gramuglio y otros), la guerra de las Malvinas aparece narrada, o bien –en una clave grotesca o picaresca que excluye desde el comienzo la legitimidad o incluso la posibilidad de cualquier registro épico– como una sucesión de hechos increíbles, inexplicables y disparatados cuyos propios protagonistas (los soldados) no pueden ni empezar a comprender, o bien como una especie de despropósito histórico del que no se puede ni siquiera hablar, y que permanece más bien como una suerte de telón de fondo apenas insinuado por detrás de las historias que sí pueden narrarse, que hacen ver distintas dimensiones del horror de la dictadura por detrás de los relatos de episodios del Mundial de fútbol del 82 o a la vida cotidiana en esa suerte de “aleph” de la historia del país que son las aulas y los pasillos del Colegio Nacional de Buenos Aires.
Dos problemas, sin embargo, quedan sin poder pensarse de este modo. Uno es el de las efectivas vivencias, las representaciones que se hicieron entonces y que pueden hacerse hoy, a la distancia, y también el dolor que después signó las vidas, con frecuencia muy dañadas, de los hombres que hace ahora cuatro décadas protagonizaron la experiencia de la guerra. Que muchas veces fueron arrastrados al campo de esa batalla delirante, o incluso que, como ocurrió muchas otras veces también, eligieron participar de lo que tal vez pensaron o quisieron pensar (al fin y al cabo, como escribía Rozitchner, si los jerarcas de la dictadura pudieron ensayar, y consiguieron, “aparecer defendiendo simbólicamente la soberanía del país” es porque el desagravio a la herida producida a esa soberanía del país en las Malvinas era “un viejo anhelo presente desde siempre en la conciencia nacional”) como parte de una gesta que valía la pena, pero a los que sería (a los que es) extraordinariamente injusto –injusto de una injusticia tanto más tremenda cuanto que viene a superponerse y a doblarse sobre la otra o las otras, previas, que fueron cometidas sobre sus cuerpos, sobre sus vidas y sobre sus futuros– imaginar simplemente como cómplices de los propósitos de sus superiores y hasta de sus torturadores. El otro es el de la memoria, de la que solo esos protagonistas efectivos de la historia (que ya no son chicos: son señores mayores, sexagenarios) son depositarios, de todo lo que ocurrió allá lejos y hace ya un montón de tiempo: el de los modos de preservarla, de compartirla y de ponerla en juego en los procesos colectivos en los que, como ha ocurrido en relación con tantas otras dimensiones de las prácticas terroristas del Estado de la dictadura, tenemos la obligación de contribuir a que triunfen la verdad y la justicia.
Digo eso para terminar indicando que son justamente estos asuntos: el del “punto de vista” de los protagonistas de la guerra, el de sus vidas rotas y los modos en los que intentaron y pudieron (o no pudieron, o pudieron muy precariamente) repararlas, y sobre todo el de su memoria –el de su memoria y el de la relación entre esa memoria suya y la memoria de la sociedad y del país, el de su memoria y el de la pérdida de esa memoria suya y también y al mismo tiempo de esa otra memoria colectiva–, los que están en el centro de la muy lograda novela que, bajo el título de Memorias de Onoda, acaba de entregarnos, a cuarenta años de la guerra del 82, Germán Pinazo. Se trata de una novela que busca menos explicar –y menos todavía juzgar– que comprender (que es siempre comprender cómo se comprende), que es resultado de una angustiada pregunta de su autor sobre los modos en los que los protagonistas directos de una historia tremenda y la sociedad en su conjunto han construido los marcos conceptuales, políticos y narrativos para dar cuenta de ella y para seguir adelante, pero también sobre los modos en los que entre todos debemos encontrar las palabras adecuadas para contar y para contarnos esa historia de tanto sufrimiento mejor que lo que lo hemos sido capaces de hacerlo hasta ahora, y que sabe, además, que el tiempo que tenemos para hacerlo es un tiempo que pasa y que se escurre, y se desespera porque sospecha que una de las cosas que pasan y se escurren junto a ese tiempo que se nos va escapando es la posibilidad misma de alcanzar, para todos y entre todos, alguna forma de la justicia.
*Este texto forma parte del libro Malvinas, una memoria abierta, editado por La Tecl@ Eñe-GES.
**Eduardo Rinesi. Rosario, 1964. Politólogo y filósofo.
Fuente: La Tecl@ Eñe