• 21 de noviembre de 2024, 7:03
Inicio | Cultura

La guerra de Paraguay y el heroísmo paraguayo

Por Esteban Ierardo


v




El día es claro. La selva tropical traza un cálido círculo verde alrededor de un grupo de hombres y mujeres. En sus rostros corre un viso de desolación. Pero mucho más visible es el orgullo y la convicción que brillan en sus frentes. Frente a ellos, sentado en la única silla disponible, está sentado un mariscal. Sus ojos parpadean con una voluntad enérgica. Cerca titila la frontera, las espesuras del Matto Grosso. Allí, late la oportunidad de la salvación, del exilio.

  Pero ya todos esperan que el mariscal, el presidente del Paraguay, Francisco Solano López, decida lo que todos quieren."Resistiremos aquí, hasta morir, si es preciso". Y así será.

  Desde cinco año atrás, desde 1865, el Paraguay se halla en guerra contra la Triple Alianza, integrada por el Brasil, la Argentina, y el bando "colorado" de la Banda Oriental representado por Venancio Flores. El poderoso ejército paraguayo conoce la victoria aplastante en Curupayty. Pero también la decisiva derrota de Tuyuti. Luego de Tuyuti, la amargura del fracaso y la muerte crece entre las filas paraguayas. En el último tramo de la guerra, los aliados están bajo el mando de los brasileños. En estas circunstancias, se invade la república encabezada por el líder, y también tirano,  Solano López. Junto a las aguas del río Paraguay, es vencida la resistencia de la fortaleza de Humaitá. Así se abre el camino hacia Asunción. En las cercanías de la capital paraguaya se libra la última y desesperada batalla de Lomas Valentinas. Este no es el combate de un ejército contra otro. Es la batalla de un pueblo contra una fuerza invasora. Paraguayos de todas las edades, abandonan voluntariamente los hospitales para unirse en la agónica contienda. Durante seis días se resiste con apasionado coraje. Pero los brasileños quiebran finalmente las líneas de los defensores. Y proyectan sus rabiosas sombras sobre la bella Asunción.

  López decide entonces abandonar la ciudad y alejarse con sus últimas fuerzas. Todos avanzan detrás de López. Todos: las mujeres, los ancianos, los niños, los soldados, los enfermos. "Todos anhelan compartir la suerte del ejército y llegar hasta donde el mariscal", dice un escritor paraguayo. "Mientras su voz siga tronando por montes y laderas, la Patria existe, y en pie queda la obligación de luchar por ella". Surge así la práctica de la "Residenta", la patria está allí donde reside su jefe.

  Se inicia así la gran caravana. Más de diez mil almas acompañan al mariscal Solano López. Luego de doscientas jornadas de calurosa marcha, la caravana llega hasta Cerro Corá, "escondido entre los cerros", en guaraní. Diez mil han muerto ya por hambre, por la sed, las enfermedades. Por un viento oscuro que muerde la carne. Solo unos cuatrocientos llegan con López, hasta el Cerro, hasta el sitio que la historia quizá ha predestinado para el desenlace final.

  Los brasileños persiguen al último puñado de heroicos paraguayos. Los hijos del imperio amazónico, tienen un jefe: el mariscal de Caxías, que escribe a su emperador, Pedro II, " "...¿cuánto tiempo, cuántos hombres, cuántas vidas y cuántos elementos y recursos precisaremos para terminar la guerra, es decir para convertir en humo y polvo toda la población paraguaya, para matar hasta el feto del vientre de la mujer...?". El deseo más hondo no es vencer a un ejército. Lo que se quiere es el genocidio, el exterminio de un pueblo.

   López da órdenes de prepararse ante un inminente ataque. Los brasileños logran golpear por sorpresa. La masacre definitiva comienza. Muchos paraguayos son degollados. Solano López es herido en el vientre. Es acorralado por las huestes del Brasil junto a una palmera. El general Cámara, jefe del ataque imperial, intima la rendición: "¡Ríndase, mariscal, le garantizo la vida!". López endereza sus ojos hacia quien lo exhorta, y con serenidad dice la frase destinada a la historia: "¡Muero con mi patria!".

  Y el jaguar, aun herido, agita desafiante sus garras. Entre los chacales que lo acechan, estalla un fogonazo. Un tiro de un Manlicher perfora el corazón del mariscal Solano López. Su hijo de quince años, Panchito, el coronel Panchito, empuña su espada para defender a su madre, Elisa Lynch, y a sus hermanos más pequeños. También le intiman la rendición. "¡Ríndete! ¡Ríndete!" El hijo también contesta con una frase henchida de hidalguía e historia: "¡Un coronel paraguayo no se rinde".

  Luego de la matanza, al anochecer, Elisa Lynch recoge los cadáveres de su esposo e hijo. Llora junto a ellos. Ora. Y con el temblor y el llanto en sus manos, cava una tumba con una pala que le entregaron los brasileños.

  Y los cuerpos vuelven a la tierra. Esa misma tierra que antes recibió el sudor de tantos hombres y mujeres embriagados por las arpas y el grito del heroico Paraguay.

 

   En este momento de Historia y simbolismo de Temakel deseamos realizar un pequeño homenaje al conmovedor patriotismo del pueblo paraguayo en los tristes hechos de la llamada Guerra del Paraguay. Especial dimensión simbólica alberga quizá la última expresión de López antes de morir: "¡Muero con mi patria!" Una dolorosa comprensión de que su muerte no era sólo un resonante evento individual sino una dramática destrucción de un sujeto colectivo. Al comenzar los hechos bélicos, la población del Paraguay era de 1.300.00 individuos. Al concluir la sangrienta contienda, sólo sobrevivían unas 200.000 personas. Con patética claridad, la Guerra del Paraguay es símbolo del más trágico poder de la guerra: la aniquilación completa, o casi total, de un universo cultural, de una identidad nacional, de un sujeto popular. 

 

Esteban Ierardo


Las imágenes que aquí presentamos, lo mismo que las de la sección de Galerías históricas, proceden del muy valioso libro de recopilación de Miguel Ángel Cuarterolo. Soldados de la Memoria, Imágenes y hombres de la Guerra del Paraguay, Buenos Aires, Planeta. 

 


CARTA  DEL MARQUES DE CAXIAS AL EMPERADOR DEL BRASIL, PEDRO II, A PROPÓSITO DEL HEROÍSMO PARAGUAYO

   Las pruebas abundan, pero hay una que supera a todas en elocuencia y en autoridad. En la biblioteca del Museo Mitre hay un folleto de 13 páginas, que lleva este título: Despacho privado del Marques de Caxías, mariscal del ejército en la guerra contra el Gobierno del Paraguay, a Su Majestad el Emperador del Brasil, don Pedro II.

  Caxías es un viejo soldado y al tiempo de firmar el texto que se reproduce parcialmente a continuación, comanda en jefe los ejércitos imperiales. El lugar de data es: Cuartel general en marcha en Tuiucue; la fecha, 18 de noviembre de 1867. Caxías anoticia a don Pedro porque el soberano le ha requerido información, que el marqués envía privadamente aludiendo a "la situación e incidentes más culminantes de los Ejércitos Imperiales". "Todos los encuentros-anota- todos los asaltos, todos los combatientes habidos desde Coimbra a Tuiuti, muestra, y sostienen de una manera incontestable que los soldados paraguayos son caracterizados de una bravura, de un arrojo, de una intrepidez, y una valentía que raya a ferocidad sin ejemplo en la historia del mundo".

 "...Su disciplina proverbial de morir antes que rendirse y de morir antes de hacerse prisioneros porque no tenía orden de su jefe ha aumentado por la moral adquirida, sensible es decirlo pero es la verdad, en las victorias, lo que viene a formar un conjunto que constituye a estos soldados, en soldados extraordinarios invencibles, sobrehumanos.

  "López tiene también el don sobrenatural de magnetizar a sus soldados, infundiéndoles un espíritu que no puede apreciarse bastantemente con la palabra; el caso es que se vuelven extraordinarios; lejos de temer el peligro lo acometen con un arrojo sorprendente; lejos de economizar su vida, parece que buscan con frenético interés la ocasión de sacrificarla heroicamente, y de venderla por otra vida o por muchas vidas de sus enemigos" (...)

  "El número de soldados de López es incalculable, todo cálculo a ese respecto es falible, porque todo cálculo ha fallado" (...)

 "Vuestra Majestad, tuvo por bien encargarme muy especialmente el empleo del oro, para acompañado del sitio allanar la campaña del Paraguay, que venía haciéndose demasiadamente larga y plagada de sacrificios, y aparentemente imposible por la acción de las armas; pero el oro, Majestad, es materia inerte contra el fanatismo patrio de los Paraguayos desde que están bajo la mirada fascinadora, y el espíritu magnetizador de López".

  "...soldados, o simples, ciudadanos, mujeres y niños, el Paraguay todo cuando es él son una misma cosa, una sola cosas, un sólo ser moral indisoluble..."

  "...¿cuánto tiempo, cuántos hombres, cuántas vidas y cuántos elementos y recursos precisaremos para terminar la guerra es decir para convertir en humo y polvo toda la población paraguaya, para matar hasta el feto del vientre de la mujer...? (*)

 

(*) Fuente: León Pomer, La guerra del Paraguay. Política y negocios, Centro editor de América Latina, pp. 230-231.

 

 

 

CERRO CORÁ, LA ÚLTIMA RESISTENCIA PARAGUAYA  
Por José María Rosa

 

La caravana empecinada

 Soldados abrasados por la fiebre o por las llagas extenuadas por el hambre, sin más prendas de los desaparecidos uniformes que el calzón ceñido por el ysypó, y algunas veces un correaje militar para sostener la canana o pender el sable; pocos llevan el morricón con la placa de bronce del número del regimiento. Descalzos porque los zapatos (y a veces el morrión y las correas) han sido comidos después de ablandar el cuero con agua de los esteros. Mujeres de rasgados tipoys, afiladas como agujas por la extenuación o la peste, preparan el rancho; polvo de huesos (cuando lo hay) cocido con juego de naranjas agrias, si se ha conseguido alguna; las más de las noches, nada. Entonces se roe el cuero de los implementos militares.

  Todos están enfermos, todos escuálidos por el hambre, todos sufren heridas de guerra que no han cicatrizado. Pero nadie se queja. No se sabe adónde se va, pero pero se sigue mientras haya fuerzas: quedarse atrás sería pisar un suelo que ha dejado de ser paraguayo y sufrir el atropello de los cambás (los brasileños). Los rezagados también morirán de hambre en la tierra arrasada por los vencedores.

  En coches destartalados van Elisa Lynch con los niños pequeños del Mariscal; la cuida su hijo de quince años, el coronel Panchito, improvisado jefe de estado mayor por su padre. En otro, tres fantasmas: la madre y las hermanas de López, flageladas por su debilidad ante la resistencia imposible; en otro, el vicepresidente Sánchez, anciano de ochenta años cuya razón desvaría. Conduce la hueste espectral Francisco Solano. Todavía es presidente del Paraguay y Mariscal de la Guerra contra la Triple Alianza; si no ha podido dar el triunfo a los suyos, ofrecerá a las generaciones futuras el ejemplo tremendo de un heroísmo nunca igualado. No traduce en su rostro impasible, ni en el cuidado uniforme, rastro de desesperación o de abandono. Conduce la retirada espantosa como si fuera una parada militar: "aparentaba la misma clama y tranquilidad de otros tiempos" dirá un enemigo suyo en su detrimento. Aún es Jefe; y un jefe no puede abatirse. En medio de las selvas o los desiertos, en lo alto de las cordilleras mientras lleva a la muerte el pulcro y sereno Leopoldo de América como lo llamara Mitre antes de la guerra.

  La caravana va hacia el Norte para eludir la maniobra envolvente de los brasileños que los obligaría a entregarse sin combatir. A veces llega a una aldea, erigida solemnemente en "capital provisional de la República": Caraguatay, a los pocos días- el 28 de agosto- luego San Estanislao. Después el desierto, pues debe caminarse lejos del río dominado por los caños imperiales. Una huella blanca, formada por las huestes de los caídos, señala a los brasileños la ruta de los fugitivos. Ya no se entierra porque no hay tiempo ni energía para hacerlo; se camina hasta el agotamiento, y cuando se cae, un compañero o compañera toma el arma y sigue. Los bueyes que tiraban de las carretas del parque y los cañones han debido sacrificarse, pero algunas mujeres fuertes y bravías se uncen a los yugos y arrastran los convoyes. Solamente quedan caballos para quienes se reservan los mejores alimentos: pertenecen a los escuadrones y son sagrados: apoderarse de ellos sería un sacrilegio, como inutilizar una carabina o abandonar un cañón.

  Siete meses, doscientas jornadas de ardiente sol tropical transcurren en esta marcha única en la historia. Hasta el 14 de febrero de 1870 la caravana trágica llega a Cerro Corá ("escondido entre cerros", en guaraní), campo de buena gramilla, regularmente protegido, a poco distancia del Aquidabán-niguí, afluente del Aquidabán. Diez mil muertos jalonan la ruta macabra desde la sierra de Azcurra, los que han podido llegar son poco más de cuatrocientos. López da la orden de detenerse en Cerro-Corá, hay alimento para los caballos, alguna pesca y venados y guasunchos cruzan por los cerros. Allí se podría descansar y también morir.

 

Los colores de España

Llama el Mariscal a consejos de jefes y oficiales. Sentado en la sola silla del campamento (hay que guardar las formas) preside a los suyos que deben hacerlo en el suelo. Habla Francisco Solano: se está en el último rincón de la patria, después viene el Matto Grosso brasileño. Atravesándolo se ganaría asilo en suelo extranjero. Más allá de los cerros está la salvación, pero ya no sería suelo paraguayo. ¿Podría darse fin a la epopeya escapando a la muerte, dejando a Paraguay en poder de los brasileños? Para quitar solemnidad al momento desliza algunas bromas sobre los cambás. ¿Podrían ellos desde el extranjero asistir impasible al apoderamiento de la patria?

 "Siguió un silencio -dice el coronel Aveiro- y viendo que nadie hacía uso de la palabra, yo entonces dije al Mariscal que él era el Jefe de Estado y de nuestro Ejército; nuestro deber era someterse a lo que él resolviera. Y entonces el Mariscal dijo: "Bien, entonces peleemos aquí hasta morir". No se habló más del asunto. El Presidente lo descartó como cosa resuelta. A continuación hizo leer por el Ministro de Guerra, Caminos, un decreto otorgando la medalla de Amanbay a los sobrevivientes de esa acción. No había medallas y con trozos de metal grabado a cuchillo se suple la falta; tampoco se encontraron cintas con los colores patrios, pero en una carreta se halló un trozo rojo y gualda de alguna tienda española. Con esas medallas y esas cintas improvisadas, Elisa Lynch había confeccionado las condecoraciones, que el mariscal fue colgando en las rotas guerreras (cuando las tenía), o en el tahalí que cruzaba el pecho de loas agraciados. Es la última ceremonia solemne del viejo Paraguay.

  Los colores españoles sirvieron para premiar, en el campo elegido para morir, a estos nietos de conquistadores dispuesto a mantener enhiesta la virtud de la raza.

 

   El ejército de Cerro-Corá

  Después de repartirles "como recuerdo" algunas prendas suyas, el mariscal pasó revista al ejército, cuyos datos anotó minuciosamente el coronel Panchito como jefe de su Estado Mayor. Por es papel recogido en la faltriquera del niño-héroe pocos días después, pueden conocerles los efectivos de López el día del desastre final.

  Cuatrocientos mueve, exactamente 409 combatientes de todas las edades, quedaban de los cien mil hombres llamados bajo banderas en los cinco años de guerra: cuatrocientos nueve sobrevivientes del gran ejército lanzado en 1864 contra el Imperio para defender la libre determinación de las repúblicas hispanoamericanas. De sus doscientos regimientos originales todavía existían -por lo menos en la numeración- dieciséis cuerpos: algunos (el 25 de infantería) reducidos a once plazas entre jefes, oficiales, suboficiales y tropa; el más numeroso (el de maestranza) tenía cincuenta y dos. Estaba aún el famoso 4 de infantería organizado por Eduvigis Díaz con los jóvenes de la mejor sociedad asuncena, aunque reducidos a 39 hombres en total. Su abanderado llevaba atado el brazo (pues debió abandonar el asta) un jirón del paño tricolor salvado de la metralleta.

 

 

Mujer paraguaya enterrando a sus hijos.

Mujer paraguaya enterrando a sus hijos. Grabado aparecido en Harper's Weekly, abril de 1870. Biblioteca del Congreso de los EE.UU. "Pero aun había otra escena más impresionante y era ver madres caminando solas que llevaban sobre una tabla en la cabeza el cuerpo amortajado de sus hijos a la sepultura. Algunas veces este solitario funeral iba acompañado de otro deudo solitario cuyo rostro pálido y arrugado parecía decir que no tardaría en acompañar a su hermanito..." General Martín Mac Mahon, 1970.

 

 

Retrato de Elisa Lynch

 retrato de Elisa Lynch, la esposa de Francisco Solano López, de origen irlandés. Luego del fin de la guerra, viajó a Europa. Murió en Paris en la extrema miseria.

 

 

 El 1 de marzo de 1870

 Catorce días esperan en Cerro Corá el desenlace. Mientras tanto no descuidan las cosas cotidianas; el general Caballero va con unos cuantos jinetes a la caza de venados (esa ausencia le permitiría salvar su vida), el Mariscal y sus hijos tienen espineles en el Aquidabán. Sentado en una palmera caída a orillas del Niguí, López cuenta chascarrillos como si nada ocurriera; diríase un padre de familia en excursión dominical con los suyos. Está tranquilo, muy tranquilo, e infunde confianza a todos. Ha tomado las precauciones militares para recibir a los brasileños como es debido: los cañones custodian la picada de Villa Concepción por donde seguramente llegarán; los caballos están dispuestos y las armas en pabellón para el momento oportuno. Solo resta esperar.

  Por las noches  -ardientes y húmedas del verano tropical- se oyen las arpas paraguayas, y algún cantor entona en guaraní las melodías populares. Como si lo que ha ocurrido y está por ocurrir, fuese la cosa más natural del mundo. Algunos indios caygús traen alimentos a los paraguayos: el 28 de febrero advierten a López la proximidad de los brasileños; le ofrecen esconderlo en sus tolderías, en el fondo de los bosques, donde jamás podrían encontrarlos: Yahjá caraí, ndé, topá i chene rephé los cambá ore apytepe ("Vamos, señor; no darán con usted los negros adonde pensamos llevarle"). López agradeció y declinó el ofrecimiento. Su resolución estaba tomada: moriría con su patria.

  A la mañana siguiente - 1 de marzo-, algunas mujeres escapadas de los puestos avanzados, llegaron con la noticia de que los brasileños, conducidos por un traidor se habían apoderado, sin combatir, de los cañones. El general Roa, jefe de la retaguardia, acaba de ser degollado con los suyos. No hubo combate, solamente un sorpresa y la matanza. Como a fieras.

  Con toda calma, López ordenó ensillar y disponerse en guerrilla. A eso del mediodía, irrumpieron los jinetes del general Cámara. Son muchos, veinte veces más que los paraguayos, y tienen armas de precisión y caballos excelentes. Pero la presencia de los paraguayos dispuestos a la lucha los hace detener. Estos, sin mayores armas de fuego, avanzan en sus escuálidos jamelgos en una carga que debe hacerse al paso; los imperiales eluden a fin de mantener la superioridad que les dan sus carabinas. No se llega al entrevero y la caballería guariní es diezmada.

  Después, será el tumulto. Sobre López, atraídos por el uniforme del mariscal, se lanzan el coronel brasileño Silva Tabares y su guardia: Francisco Solano alcanza a ordenar a Panchito que proteja a su madre y a sus hermanos, y hace frente a los imperiales con la sola arma de su espadín de oro -regalos de la patricias paraguayas, en cuya hoja se lee Independencia o Muerte-; el ayudante de Silva Tabares, un apodado Chico Diavo, consigue asirlo de la cintura, al tiempo que que otro soldado le descarga un golpe de sable en la cabeza. López tira una estocada a Chico Diavio, que el brasileño contesta con un lanzazo en el vientre.

 

  "¡Muero con mi Patria!"

En ese momento, algunos paraguayos -el coronel Aveiro, el médico Ibarra, el capitán Arguello- corrieron en auxilio del jefe. Pese a sus heridas, López se mantiene sobre el caballo- "un bayo flacón"- y les grita: "¡Matemos a esos macacos!" Los imperiales, en orden, pero contenidos por el refuerzo que ha llegado a salvar a López, ponen alguna distancia. Aveiro se acerca a López: "Sígame señor". Lo conduce por una picada que se interna en el bosque, mientras Ibarra y los demás contienen a los invasores. Los brasileños lo sigue: "E o López, é o López" (Es López, es López), y la soldadesca se aprieta en su persecución porque la cabeza del Presiente está premiada con cien libras esterlinas, y todos quieren ganarlas. También el general Cámara endereza su caballo tras el Mariscal; no busca el premio en metálico, pero quiere cobrar la pieza, grande, dar el jaque mate definitivo.

  Abriendo sendas por la picada, los paraguayos llegan hasta el arroyo, el Aquidabán-niguí. López, agotado y desangrado, cae de su cabalgadura. Apenas puede tenerse en pie, y Aveiro e Ibarra lo ayuda a cruzar la zanja; quiere subirlo por la barranca opuesta pero el peso del Presidente se lo impide: "Déjenme", les dice López en guaraní; pero no quieren abandonarlo. Les pide que busquen una subida menos escarpada, dejándolo mientras tanto junto al tronco de una palmera. Llegan los brasileños: un soldado persigue al cirujano Estigarribia por el arroyo, y lo atraviesa de un lanzazo. López trata de enderezarse, pero se desploma cayendo al agua; consigue sentarse y saca su espadín de oro con la mano derecha tomando la punta con la izquierda. Cámara se le acerca y le formula la propuesta de rigor: "Ríndase, Mariscal, le garantizo la vida", López lo mira con ojos serenos y responde con una frase que entra en la historia: "¡Muero con mi Patria!" al tiempo de amargarle con el espadín. "Desarmen a ese hombre", ordena Cámara desde respetable distancia. Ocurre una escena tremenda: un trompudo servidor de la libertad se arroja sobre el moribundo eludiendo las estocadas del espadín para soltarle la mano de la empuñadura; el mariscal, anegada en sangre el agua que los circunda, medio ahogado, entre los estertores de la muerte, ofrece todavía resistencia; el cambá lo ase del pelo y lo saca del agua. Ante esa resistencia, Cámara cambia la orden: "Maten a ese hombre". Un tiro de Manlicher atraviesa el corazón del mariscal que queda muerto de espaldas, con ojos abiertos y la mano crispada en la empuñadura del espadín. "¡Oh! ¡diavo do López!" ("¡Oh! diablo de López!"), comenta el soldado dando con el pie en el cadáver.

  El exterminio de los últimos paraguayos es atroz. El general Roa, sorprendido en el arroyo Tacuaras, había sido intimado. "¡Rendite, paraguayo danado!" (¡Rendite, paraguayo condenado!); "¡Jamás!", y se deja degollar. El vicepresidente Sánchez, moribundo en su coche, es amenazado. "¡Ríndase, fio da put...!" ("¡Ríndase, hijo de ...!"); el viejo octogenario abre los ojos asombrado; "¿Rendirme yo, yo?", y descarga su débil bastón sobre el insolente: un tiro de pistola lo deja muerto. Panchito acompaña a su madre y sus hermanos pequeños que han conseguido refugiarse en su coche; hace guardia junto a la puerta. Llegan los brasileños y preguntan si esa mujer es "la querida de López, y esos niños, "sus bastardos"; Panchito arremete contra los canallas, que sujetan al niño: "¡Ríndete!" "¡Un coronel paraguayo no se rinde!". Lo matan.
Francisco Solano López
  Elisa Lynch cubre el cuerpo de su hijo. Algún desmandado quiere propasarse, y la mujer le impone. "¡Cuidado, soy inglesa!" La deja en libertad. Elisa buscará esa noche el cuerpo de Francisco López Solano para enterrarlo junto al de Panchito en una tumba cavada por sus propias manas. El cadáver del mariscal está desnudo, porque la soldadesca lo ha despojado (el reloj de oro que llevaba esa tarde fue mandado como trofeo a la Argentina). Elisa encuentra una sabana de algodón y amortaja los cuerpos queridos.

  Entre el estrépito de triunfo de los vencedores que festejaban su definitiva victoria, Elisa reza su sencilla oración despidiendo a su compañero y su hijo. La noche se ha puesto sobre las tremendas escenas de la tarde, y un farol mortecino, llevado por un niño de nueve años, es la única luz que alumbra el sepelio del gran Mariscal.

 

  La guerra del Paraguay ha terminado.  (*)

Cultura