Publicado el 31 jul. 2021 | Política
Por J. Marcos y María Ángeles Fernández
Puntual y sin escatimar reflexiones, tiempo ni preguntas, Boaventura de Sousa Santos explica, desde la retaguardia en la que se sitúa, el impacto de la pandemia para una sociedad ya enferma y desigual. A través de una larga videollamada, el medio habitual ahora de conversar, trabajar y entrevistar, el sociólogo portugués comparte algunas de las ideas que nutrirán su libro que aborda el coronavirus: ‘La cruel pedagogía del virus’ (Akal, aunque ya disponible en castellano por CLACSO). Considerado uno de los grandes referentes de las izquierdas altermundistas, el sociólogo portugués acaba de participar en el V Congreso Internacional de Estudios del Desarrollo, organizado por la Red Española de Estudios de desarrollo y el Instituto Hegoa (UPV/EHU). De Sousa Santos analiza el mundo como un optimista trágico: sabe que hay alternativas, pero prefiere ser prudente ante la posibilidad de que los cambios sean a peor.
Abordas la COVID-19 desde una aproximación muy alejada de la retórica belicista habitual. Consideras el virus como una ventana de aprendizaje. ¿Por qué?
El virus es un pedagogo que nos está intentando decir algo. El problema es saber si vamos a escucharlo y entender lo que nos está diciendo. Lo dramático es que tiene que ser por esa vía de muertes para que nosotros, los europeos, los del Norte, que no estamos tan acostumbrados a epidemias y somos muy arrogantes, lo entendamos. Estamos ante una pedagogía nueva y por eso no me gusta la idea de la guerra, que hace del virus el enemigo al que hay que matar. Los virus son fundamentales para la vida, para los animales, para la naturaleza y también para nosotros, pero hemos desregulado los ciclos vitales de la naturaleza y de los animales y por eso ahora hay cambios, trastornos, en las transmisiones de virus que pueden llegar a los humanos. Si matamos el virus pero seguimos con el mismo modelo de desarrollo, de Estado y de sociedad, van a venir otros.
El filósofo Hans Jonas ya hablaba de la heurística del temor con su ética de la responsabilidad. Lo que no está tan claro es si alguna vez la humanidad ha aprendido de las catástrofes.
Realmente hay razones para ser pesimistas, pero soy un optimista trágico. Me empeño en ver alternativas. Mi pensamiento complejo no me permite dictar soluciones, pero me ayuda a definir caminos y ver los que pueden ser pervertidos. Tendremos que encontrar soluciones que partan de la vida y no de la muerte.
En líneas generales, Europa coincidió a la hora de no reaccionar al coronavirus hasta que se convirtió en un problema propiamente europeo, pero después su reacción ante la pandemia ha sido muy dispar. Un buen ejemplo es la comparativa entre España y Portugal. ¿Cómo interpretarlo?
Estamos acostumbrados a pensar de Europa como si fuera el mundo y no es así. Es la parte de la arrogancia del Norte, que no está acostumbrado a las epidemias y que piensa que nunca va a llegar algo grave. Por eso los países europeos se descuidaron. Portugal tuvo ventaja sobre España porque está en un extremo, nos llegó un poco más tarde y fuimos aprendiendo: no es porque Portugal sea mejor, sino porque aprendimos más. Además, en Portugal, que apenas tenemos un diputado de extrema derecha y no tiene peso político, tuvimos bastante consenso político. El confinamiento y las políticas fueron muy consensuadas, con una disciplina enorme. Realmente Portugal lo está haciendo bien dentro de los límites de Europa; bien, si lo comparamos por ejemplo con Suecia, que tiene la misma población. Hubo mucho acuerdo político y la oposición de derecha moderada, el PSD (Partido Social Demócrata) de Rui Rio, dijo claramente que, en tiempos de pandemia, el enemigo es el virus, no el Partido Socialista. En España las cosas han sido muy distintas.
En el libro avanzas tres posibles escenarios tras la pandemia.
En un primer escenario, las cosas empeoran. La idea es volver a una normalidad que nunca va a llegar y que, con la crisis que tenemos ahora, nos va a generar una sociedad aún más injusta, más insegura y mucho menos democrática. Es el escenario que vamos a tener si nada cambia. El capitalismo financiero va a seguir endeudando a los países y estos van a tener que pagar sus deudas. Ya pasó en Ecuador, que para pagar al Fondo Monetario Internacional (FMI) no ha tenido cómo enterrar a los muertos de Guayaquil. En ese sentido, Ecuador ha sido un laboratorio de lo que va a suceder en otros países. Es el peor escenario posible, lo que Sayak Valencia llama el capitalismo gore, sangriento, muy violento, que va a matar a mucha gente.
El segundo escenario es cambiar para que todo quede igual. Los capitalistas están convencidos de que, si quieren continuar ganando, tiene que cambiar algo. No lo harán para cambiar el sistema ni para dejar de ser capitalistas, pues quieren seguir ganando, pero tienen que cambiar algo. Por ejemplo, la miseria no puede ser tan grande ni los países endeudarse tanto. Se habla, por ejemplo, de perdonar algunas deudas, pero no de cambiar el modelo de desarrollo. En este marco, llegará un punto donde tengamos un conflicto entre proteger la vida y mantener las libertades democráticas.
El tercer escenario es el de la alternativa civilizatoria y es en el que estoy trabajando. Esta civilización viene desde hace cinco o seis siglos y está llegando al final, sobre todo, en lo que respecta a nuestras relaciones con la naturaleza, que no tienen precedentes. Es el hecho de intentar convertir la naturaleza en un recurso natural infinitamente disponible. En este paradigma, vamos a intentar cambiar hacia otro modelo de desarrollo, hacia otro modelo de consumo, hacia otra matriz energética, hacia otro tipo de economías plurales. A mi juicio, la pandemia es una ventana de oportunidades para empezar a cambiar las cosas. Es por lo que estoy luchando, un proceso histórico que necesitará décadas.
¿En cuál de esos tres escenarios encajaría el Ingreso Mínimo Vital –que se queda lejos de la propuesta de una renta básica universal– que se acaba de aprobar en España? ¿Es un cambio para que todo siga igual o una herramienta para la transición?
La renta básica puede ser las dos cosas. Hay un concepto de André Gorz, la reforma revolucionaria, que persigue cambiar un modelo político y económico en su totalidad, pero avanzando. La renta básica, dependiendo de su monte (cuánto por encima de la pobreza) y de otros factores, puede ser un camino para una transición paradigmática o puede ser simplemente un parche. Cuando es temporal es una solución para ahora, nada más; si es permanente ya anuncia otra cosa. Vamos a entrar en la llamada cuarta transformación industrial de la inteligencia artificial, en la que va a haber una pérdida brutal de empleo, no por arriba ni por abajo, sino en los empleos medios, que van a ser robotizados en gran medida. Se calcula que una renta básica de ciudadanía universal puede ser la única manera de garantizar que existan todavía clases medias como las conocemos en Europa. Habrá que ver hasta dónde llega. Por sí misma, la renta básica es políticamente ambigua, pero acompañada por otras medidas puede tener un sentido político. Todo depende de esas otras medidas que se tomen.
Esa alternativa civilizatoria sobre la que llevas años reflexionando, ¿puede llegar de forma inminente precisamente por el impacto de la COVID-19?
Vamos a tener un período de transición, no podemos cambiar de forma inmediata a otro modelo civilizatorio; habrá un período de décadas de transición. Por eso dedico una buena parte del libro a los estudios de transición hacia sociedades postcapitalistas, postcolonialistas y postpatriarcales, que para mí son las tres cabezas de la dominación. Se trata de una transición profunda con dos pasos iniciales, pues son en los que podemos tener un poco más de consenso y en las transiciones hay que ser siempre un poco transclasistas, hay que crear algunas alianzas mínimas para posibilitar los cambios: la primera es este modelo de desarrollo de matriz energética y las relaciones con la madre tierra; el segundo es la refundación del Estado.
Respecto a esa refundación del Estado, defiendes la democratización de la democracia.
El Estado tiene que ser refundado porque esta democracia liberal ha llegado a su límite. La democracia liberal no defiende a la gente. Decimos que en Europa tenemos las democracias más consolidadas, pero el continente es una mezcla de arrogancia, de no preparación, de neoliberalismo de la salud… una mezcla tóxica que muestra que los llamados países desarrollados están defendiendo peor la vida de la gente que los países menos desarrollados. Sudáfrica, por ejemplo, está entendiendo mucho mejor el virus que Holanda, España o Italia. Si se analiza el que se considera el país más desarrollado del mundo, Estados Unidos, resulta ser un Estado fallido. Con su poderío militar puede destruir este planeta varias veces, pero que no sabe defenderse de un virus porque no produce guantes, no produce mascarillas, ni ventiladores, ni tiene un Estado que pueda mostrar la protección de la vida del ser primero y de la economía después. Al contrario, afirma que la economía es lo primero. Es un sacrificio de vidas como solución final de las políticas sociales: la única manera de resolver las políticas sociales es matando, dejando morir a los que no son productivos. ¿Quién muere en Nueva York? Negros, empobrecidos. ¿Y en Brasil? Negros, empobrecidos. Es repugnante pensar que se puede prosperar por encima de un montón de cadáveres. En Europa es un poco distinto porque hay unas clases medias un poco más altas; es lo que pasa en Suecia, que teme ahora un caso de desastre al no haber hecho confinamiento. Pero ¿quién muere en Suecia? Los inmigrantes, en un porcentaje muy alto, que son quienes no se pueden quedar en casa y que están cuidando de los ancianos. Ese darwinismo social está por ahí.
Esta democracia está al final de su vida y es necesario complementarla con democracia participativa y deliberativa en el ámbito nacional. Por eso, en la transición democrática y paradigmática que propongo, uno de los pilares es la reforma política del Estado. Por ejemplo, no podemos quedarnos con tres órganos de soberanía, necesitamos un cuarto de control democrático y deliberativo de los ciudadanos. La primera constitución que lo contempló fue la de Ecuador, aunque después fue desvirtuada. El presidente [Lenin] Moreno intentó después llevársela a su terreno y la ha utilizado ahora en contra de todas las propuestas. Pero el hecho de que una idea sea caricaturizada en un país no quiere decir que la idea no sea buena.
Siguiendo con esa reflexión, comentas que la democracia representativa va a morir mediante la elección de líderes antidemocráticos como Jair Bolsonaro, Donald Trump o Viktor Orbán. Ante esta perspectiva, cabría preguntarse si las izquierdas tienen la suficiente imaginación transformadora como para democratizar la democracia o si, por el contrario, necesitan que el propio sistema se suicide para poder transformarlo.
Es un viejo debate dentro de la izquierda. Hay parte de la izquierda que dice que «cuanto peor, mejor», porque entonces el sistema muestra todas sus miserias y las cosas cambian antes. Pero cuando pensábamos eso lo hacíamos porque había una metanarrativa muy clara, que era una revolución, la herencia de Rusia, China y Cuba. Esas herencias, no sé si para siempre, pero para ahora no creo que estén vivas para ser utilizadas de forma creíble. Es verdad que mucha gente ya no tiene que perder nada más que las cadenas. Por ejemplo, hace unos días me decían en Chile que prefieren morir de coronavirus que de hambre; la opción es entre hambre o coronavirus y por eso salen a la calle a protestar, sin respetar el confinamiento. Es una situación límite, como dirían los existencialistas. No es política del límite, sino que el límite es la política. En ese escenario, podría estar de acuerdo, pero si observamos el mundo en su conjunto, no creo que podamos afirmar esa idea, porque todavía habría mucho más sufrimiento, muchas más muertes.
La vida no es de izquierdas ni de derechas, es vida. Lo que sucede es que la gente de izquierdas tiene mayor sensibilidad para defender la vida. No se puede organizar una narrativa que diga que vamos a tener mucha violencia, que va a ser peor porque va a morir mucha gente, hasta que se pueda reconstruir la sociedad. Esto es también lo que hace la extrema derecha. Por ejemplo, Bolsonaro lo ha dicho prácticamente con esas palabras. Yo, que trabajo con los movimientos sociales, no puedo tener esta posición. Tengo que encontrar una solución para la gente, aun sabiendo que todavía va a morir más gente. Como hombre de izquierdas, creo que tenemos que defender la vida y eso implica mostrar una alternativa y una transición. Yo viví en mi edad adulta una dictadura como la de España y ahí también está mi límite porque, para nosotros, la dictadura es otra cosa. Aunque claro que esto es una democracia de muy baja intensidad.
¿Cuál será el rol que jueguen los partidos políticos en esa democratización de la democracia?
Debemos pensar formas autónomas de organización de los ciudadanos, más allá de los partidos. Los partidos convencionales no tienen futuro, tienen necesidad de convertirse en partidos-movimiento, donde los programas y la elección de los candidatos sea hecha por los ciudadanos y no por las oligarquías partidistas. Hay que radicalizar la democracia. La revolución tiene que ser una radicalización total de la democracia. La democracia que existe hoy es una isla democrática en un archipiélago de despotismos: despotismos en la familia, en la fábrica, en el espacio público con el racismo, en las casas con la violencia contra las mujeres… No hay forma de democratizar solo el espacio político, hay que democratizar la sociedad en sí misma. Por eso es una radicalización total y revolucionaria, que va en favor de la afirmación de la vida y de la dignidad de la gente.
Regresando al coronavirus, por un lado, subrayas que ha supuesto una ruptura radical, un cambio de época y, por otro, que es una pandemia dentro de una pandemia. ¿Puedes ahondar un poco más en esta paradoja?
Acabamos de entrar en el siglo XXI, al igual que por ejemplo el XIX comenzó en 1830 con la Revolución Industrial y el XX con la Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa, dos partes del mismo proceso. La actual es una ruptura como acumulación de pandemias. El neoliberalismo es una pandemia que nos ha confinado desde hace cuarenta años con la idea de que no hay alternativa al capitalismo, concretamente, a un capitalismo totalmente antisocial, de privatizaciones, de liberalizaciones… Esta es una pandemia porque el mundo nunca ha sido tan desigual como ahora, con una concentración de riqueza tan grande. Y son cosas que se podrían resolver con un poquito de política social. El coronavirus no es una situación de crisis contrapuesta a una situación de normalidad, sino una cuarentena dentro de otra cuarentana. Solo superando la pandemia neoliberal estaremos libres de las cuarentenas provocadas por los virus. La pandemia del coronavirus viene por encima y por dentro de otra pandemia, el neoliberalismo. Y la hace explotar. Ahí es donde veo una ventana de oportunidades. Claro que se puede decir que eso es utópico, pero lo son todas las ideas antes de llevarse a cabo.
Entonces, ¿todavía hay esperanza?
Los jóvenes no formulan el problema en términos del fin del capitalismo, sino en términos del fin del mundo, como sucede con Greta Thunberg. No saben seguro si el capitalismo va a acabar, pero están convencidos de que el mundo se va a acabar. Es la tragedia de nuestro tiempo. Los jóvenes, creados en la idea de que no hay ninguna alternativa al capitalismo, han llegado a la conclusión de que el mundo va a acabar. Ahí no hay ninguna esperanza, es todo fatalidad. Y eso está siendo aprovechado por las derechas y las extremas derechas, por los evangélicos en América Latina, en Bolivia, en Chile o en Brasil, que lo están utilizando como una versión apocalíptica de todo. Es un pesimismo histórico que también se ve en la izquierda, por ejemplo, en [Giorgo] Agamben. Hay una mezcla de ideas estancadas en la idea de que no hay alternativa.
Hablando de la derecha y la extrema derecha, una de las lecciones que subrayas es que el coronavirus las ha dejado «definitivamente desacreditadas». Sin embargo, eso no parece corresponderse con la tendencia en muchos países.
Los gobiernos de derecha y de extrema derecha tuvieron cuatro actitudes que, en conjunto, han sido desastrosas y, de ahí, su descrédito. La primera ha sido el negacionismo de la pandemia: Johnson [Inglaterra], Trump [Estados Unidos], Modi [India], Bolsonaro [Brasil], Moreno [Ecuador]… Aunque no es algo unívoco y, por ejemplo, también está Obrador [México], que no es de izquierda ni tampoco de derecha, es Obrador. Hay tendencias, pero no claridad. En todo caso, el negacionismo fue de derecha y de extrema derecha. La segunda actitud desastrosa fue la de buscar poderes de excepción para concentrar poder, bajo el pretexto de la pandemia. Pero no para resolverla, sino para concentrar poder: Orbán [Hungría], Aliyev [Azerbaiyán], Duda [Polonia], Akufo-Addo [Ghana], también Modi… La concentración de poder es muy clara en algunos países de derecha, no en todos, pues, por ejemplo, Inglaterra ni siquiera ha declarado el Estado de alarma. La tercera, bastante clara, es que, si se observa la orientación de los gobiernos, cuanto más a la derecha, más desprotección de la vida en la pandemia, más incompetencia a la hora de defender la vida.
O sea, se muestra que la derecha y la extrema derecha son muy buenas criticando, destruyendo, pero muy malas construyendo. Quieren destruir la salud pública, quieren destruir la educación pública, quieren destruir todo, pero cuando se trata de construir, como es la protección de la vida de los ciudadanos, no saben cómo hacerlo y buscan chivos expiatorios. Esta sería la cuarta característica de los gobiernos de derecha y de extrema derecha: para Modi, el chivo expiatorio son los musulmanes; para Trump, la oposición demócrata, China y la Organización Mundial de la Salud. Cada uno inventa sus chivos expiatorios para distraer la opinión de su incompetencia.
Ahora, incluso asumiendo que estas cuatro actitudes sea verdad, que así me lo parece como sociólogo, ¿qué va a pasar? Ciertamente, puede ser que logren seguir engañando a la gente y que la gente siga creyendo que la derecha y la extrema derecha tienen la solución para todo. Eso es posible y España es un caso muy peligroso en este momento. La lucha política va a estar ahí. Y va a haber muchos conflictos.
En reiteradas ocasiones has denunciado que otra de las estrategias de las derechas y de la extrema derecha es la jurídica, en concreto, usar el entramado jurídico de los Estados de derecho para tumbar gobiernos y cambiarlos. Se ha visto en América Latina y se está usando en Europa.
Es lo que llamamos la lawfare, una guerra jurídica, que supone una inversión total del activismo judicial, que pretendía hacer cumplir las constituciones en cuanto a los derechos sociales y de inclusión, que se estaban degradando y deteriorando. Ahora en algunos países se ha producido una inversión total de ese activismo judicial: se busca impedir una lectura progresista de las constituciones. El caso histórico fue Allende, en Chile. Y ahora el laboratorio ha sido, una vez más, Brasil. Estados Unidos está en camino, con todos los cambios que Trump ha hecho en el nombramiento de jueces de la Corte Suprema. El sistema judicial Brasil es muy revelador porque condensa una lucha abierta entre facciones distintas, lo que de momento no existe en Europa, donde hay un intento por mantener una división de unidad dentro del sistema judicial. Para nosotros, es parte de un corporativismo, de una conciencia de clase corporativa muy saludable. Pero ya se ha visto en los casos de la Polonia de Kaczyński y ahora en Hungría. Neutralizaron el sistema judicial.
Estoy seguro que también vamos a verlo en España, porque no es de ahora, sino que está ya latente en toda la cuestión de las autonomías y de la crisis de Cataluña, que ha visto cómo el sistema judicial español es conservador, monárquico y no contribuye de forma clara al fortalecimiento de la democracia, a pesar de haber organizaciones de corriente progresista. Incluso la renta básica podría ser cuestionada en las cortes. No está claro. Pueden inventar de todo para perturbar las medidas progresistas.
Pero si las derechas están teniendo actitudes desastrosas y se están desacreditando, ¿cómo consiguen convencer a tanta gente, en tantos sitios y durante tanto tiempo?
No está claro que las derechas estén ganando terreno teniendo en cuenta el mundo como unidad. La cosa es muy diversa, pero la reflexión tiene mucho sentido porque no es seguro que ahora la gente vire hacia los gobiernos de izquierda. Para que la derecha reconquiste la legitimidad necesita de fake news, de mucha manipulación. Sin una manipulación muy dura no lo van a lograr. Veremos a ver qué pasa con el control de las noticias falsas. Lo último es que Twitter, una red social que ha causado mucho mal a la democracia en general, intentó censurar a Trump. Pero cuando pasan las cosas en Estados Unidos, el dueño de Twitter se queda preocupado: si es la India no interesa, pero Estados Unidos es otra cosa. Va a ser una lucha política muy dura. Mientras que la derecha tiene a gente que ha estudiado muy bien las redes sociales para ver cómo se hace una destrucción de la democracia a partir de fake news, como Steve Bannon, la izquierda no tiene una lectura de las redes sociales, no sabe. Es el modo como la extrema derecha puede resucitar de su descrédito tras la pandemia. Y pueden hacerlo. Es una lucha política y nosotros no podemos descansar; las fuerzas políticas de izquierda, progresistas, democráticas no pueden descansar.
El mismo Trump está desesperado porque su popularidad está bajando debido a la incompetencia. En esa línea, por las informaciones que tengo, hay un peligro de invasión de Venezuela. Siempre que los presidentes de Estados Unidos están en vísperas de elecciones y no saben si las van a ganar, se inventan una guerra: Irak con Bush, Afganistán con Obama… y Trump ya no tiene otra guerra sino la invasión de Venezuela, que además es muy importante para neutralizar China. De ahí el peligro y, obviamente, la complicidad vergonzosa de la Unión Europea, España incluida.
Consideras que el coronavirus es la primera pandemia expandida directamente por la globalización. En esta línea, ¿qué rol juega lo local a la hora de plantar cara al virus?
La pandemia es la primera hija directa de la globalización porque, por ejemplo, mientras la mal llamada gripe española tardó dos años cubrir todo el planeta, el coronavirus apenas tardó tres meses. Es un producto típico de la globalización y por eso nosotros estamos pensando en un tiempo de desglobalización, por ejemplo, de la cadena de la alimentación, es decir, de soberanía alimentaria. Hay que dar prestigio al conocimiento local, vernáculo, popular, porque es una manera de trascender lo local. Es lo que llamo la «ecología de saberes», que no tiene nada en contra de la ciencia. Es un intercambio de conocimientos. De aquí al futuro, lo que sea bueno para los indígenas será bueno para nosotros, no solamente para ellos: nosotros no vamos a vivir como un indígena, no podemos, pero tenemos que defender su lucha para defender nuestra vida. Tenemos que dar prestigio a lo local con una intención global. Necesitamos de otra imaginación política y epistemológica.
¿Y cuál es el rol de lo global en esa búsqueda de soluciones a la COVID-19? ¿Qué hay, por ejemplo, de la ciencia, de la confianza depositada en que encuentre cuanto antes una vacuna universal?
No podemos pedir a la ciencia moderna que resuelva el problema. Eso no significa negar la ciencia, sino que esta tiene que reconocer sus límites y su pluralidad interna, además de que hay otros saberes vernáculos, ancestrales, populares, indígenas, campesinos, que nos han dicho que este modelo no es de desarrollo sino de subdesarrollo y destrucción. No tiene sentido, en este siglo que empezó con la pandemia, que la salud global sea solamente la salud de los humanos, de la vida humana. Tiene que ser la salud de la naturaleza, de la vida en el planeta. La vida humana es apenas 0,01 por ciento del planeta, un porcentaje muy pequeño, pero que está interfiriendo de tal manera que la Tierra se defiende y puede haber una extinción. Los dinosaurios acabaron con el meteorito y nosotros podemos acabar por nuestra forma de desarrollo. El planeta puede seguir sin nosotros. Esa hipótesis ya está planteada desde hace mucho tiempo, por ejemplo, con la idea de Gaia de Lovelock.
La ciencia moderna, en este modelo de desarrollo, ha despreciado todos los conocimientos que defienden la naturaleza. El 75% de la biodiversidad está en territorios indígenas, que son los guardianes de la madre tierra. Nosotros no sabemos de eso. Sabemos de agricultura industrial, pero no de otras cosas, y tenemos que aprender con ellos. Hay un aprendizaje desde el Sur, lo que llamo las «epistemologías del Sur». Y desde el Sur no se piensan soluciones globales, sino soluciones contextualizadas.
En la transición necesitamos una imaginación transescalar, o sea, hay cosas que debemos pensar globalmente y otras localmente. Los pueblos saben hacerlo. Si vas por África o por América Latina, los campesinos que están siendo desplazados de sus tierras saben que la causa no es local, sino global. La gente sabe articular, pero no sabe transformar eso en política. Eso es lo que deberemos transformar y pensar. Ya estuvimos más adelantados que esto, por ejemplo, con el Foro Social Mundial (FSM), del que yo fui uno de los animadores. Esa era la idea. Simplemente, estamos prácticamente acabados, hay un debate enorme sobre si va a haber un FSM en México en 2021, porque no estamos de acuerdo sobre los instrumentos políticos para poder crear agendas simultáneamente locales y globales. Queríamos el consenso de todos… y el consenso te mata, es una manera de impedir cualquier decisión.
¿Cómo va a ser esa «nueva normalidad» de la que tanto se habla?
No vamos a entrar en un período de postpandemia, sino de pandemia intermitente. Si no se cambia el modelo de desarrollo, van a venir más. En este escenario habrá un período nuevo, con nuevas olas y nuevas mutaciones del virus. Mi idea es que vamos a calmarnos un poco, que la gente va a pensar que está todo bien y la pandemia va a volver. Esta incertidumbre va a entrar de lleno en la normalidad, una normalidad que ya era fatalidad para los empobrecidos, para los precarios, los autónomos, las mujeres, las víctimas de racismo… Y va a ser peor si no cambiamos. Es un momento difícil, vivimos en un mundo semicerrado y no sabemos si lo que sabemos hasta ahora va a servirnos para el futuro. No queremos la normalidad que teníamos, pero tampoco sabemos cómo será la nueva. Vamos a pasar por un período muy difícil y los pueblos no van a aguantar más. Ya antes había movilizaciones: Colombia, Túnez… no creo que la gente aguante más austeridad, tampoco en Europa. Por ejemplo, la deuda de Italia es impagable, sería el fin de la Unión Europea. Si seguimos con las mismas recetas, vamos a tener revueltas. Los capitalistas son conscientes de que tienen que cambiar algo para continuar con el capitalismo, por eso veremos cambios superficiales que en realidad dejarán las cosas como están.
Si revisamos los estudios de la CIA, su último gran informe, Global Trends 2030, dice que en 2030 China será la primera economía del mundo y Estados Unidos la segunda. Eso será un cambio brutal, tectónico, en las relaciones internacionales. Trump se explica un poco por esa razón. La pandemia está adelantando los plazos. El derrumbe de las instituciones internacionales es otro ejemplo. Trump acaba de decir que se va a salir de la Organización Mundial de la Salud, precisamente cuando más necesaria es ese apoyo económico, cuando necesitamos otro concepto de salud.
En ese cambio por el que estás trabajando, ¿qué importancia tendrán las movilizaciones y los movimientos sociales?
En los próximos tiempos, la política institucional –los partidos políticos, los sindicatos, etc.– va a ser una parte más de la política, mientras que la otra política va a ser extrainstitucional: movilizaciones, protestas, calle. Pero no está claro que estas políticas extrainstitucionales vayan a ser necesariamente de izquierdas, pueden ser de extrema derecha, como vemos en Brasil, en la India y en España también. Esta complejidad es la que obliga a la ruptura del pensamiento político de izquierda, que aún no ha despertado en este sentido. Yo estoy a favor de la calle, de la protesta extrainstitucional, pero cuidado porque puede ser de izquierda, pero también de extrema derecha. Hay que saber lo que se está haciendo. Hay muchos partidos de izquierdas que llaman a movilización y dos días después la calle está dominada por la extrema derecha, con la izquierda totalmente desarmada.
Mª Ángeles Fernández y J. Marcos son periodistas en Desplazados.org.
Entrevista publicada en junio de 2020
Fuente: Ethic