Un trumpismo sin base intenta una política exterior que no va más allá de la coyuntura.
Suponer en política, que cosas distintas pueden ser consideradas iguales, solo conduce a la confusión y al fracaso
Zbigniew Brzezinski
La creciente crisis política que atraviesa hoy Estados Unidos y, sobre todo, su pérdida de influencia geopolítica real a nivel global no es nueva ni parece fácil de resolver para los halcones del trumpismo de Washington.
Los halcones del mundo animal tienen olfato, pero es un sentido muy débil y poco desarrollado, ya que dependen principalmente de su vista excepcional, lo que les permite ver presas a kilómetros de distancia. En el caso de los halcones del MAGA, su escaso olfato no se compensa tampoco con una vista que se demuestra de escaso desarrollo y poca perspectiva.
Como bien señala Greg Gandin en su recientemente publicado “America, America” y antes también en su galardonado “El Fin del Mito”: “Estados Unidos se ha acostumbrado a su brutalidad y a una prerrogativa única: su capacidad para organizar su propia política en torno a la promesa de una expansión constante e interminable”.
Pareciera, sin embargo, que estas formas y este sistema de dominación desarrollado con mayor precisión los últimos 80 años está en crisis terminal.
La decisión de este “segundo tiempo” de Trump, claramente peor que su primer mandato, de liquidar la agencia gubernamental USAID y perseguir a los fantasmas del stay woke para reemplazar esas ideas por concepciones medievales más acordes a países como Arabia Saudita que a la pretensión de liderazgo cultural global que siempre ha tenido el liberalismo norteamericano, no le representan, por el momento, ningún beneficio político propio ni aumento de la influencia global de su país, en su aspiración de poder conducir un bloque “occidental” homogéneo y consistente.
Es cierto también que la decisión de la Unión Europea de inmolarse abrazada a las empresas de energía estadounidenses y qataríes viene desde los tiempos de “Sleepy” Biden y no son del todo achacables a Trump ni a su exótica política exterior, al mando formal, aunque no real de un actor periférico del foreign policy power como Marco Rubio.
La decisión del MAGA y de sus estrafalarios “intelectuales”, que van desde el propio vicepresidente J.D. Vance hasta los propagandistas e influencers Nick Fuentes y la misma Candace Owens, de avanzar en la reivindicación del medioevo y de las tradiciones de las épocas más oscuras de Estados Unidos y del mundo, solo producen aislamiento local e internacional al gobierno de Trump. Sobre todo, en la reacción de lo que se supone son los “aliados naturales” del país, enrolados en el Grupo de los 7.
A la crisis política interna marcada por la sucesión ininterrumpida de derrotas electorales de todo tipo que consolidan una tendencia ya vista en Nueva Jersey y Virginia se suman las demás. La pérdida de la Alcaldía de Nueva York ante su archirrival Mamdani, la disputa por los límites de los circuitos electorales de California de la que también salió derrotado ante Gavin Newsom e incluso la inesperada derrota en Miami ante la demócrata Eileen Higgins, la primera mujer alcaldesa de la ciudad después de 30 años de gobiernos republicanos, indican que la popularidad del MAGA se derrite como manteca al sol.
Paradojalmente, los principales aliados de Trump, que empieza a transformarse en la mancha venenosa de los republicanos, ya no provienen de la política sino del deporte globalizado con la FIFA como estandarte. Con el inefable Gianni Infantino a la cabeza, acompañado de sus caniches de la CONMEBOL y la AFA, el show de Trump sigue adelante.
Personajes como el argentino Claudio Tapia, insólito asistente de un homenaje al activista ultraconservador Charlie Kirk, el que fuera organizado por el lobista del mundo de la contra inteligencia vinculada a la CIA Félix Lasarte, son los nuevos habitantes extranjeros del trumpismo.
Tapia, que fue a pedirle a Lazarte mediar en el conflicto que mantiene por su sospechada gestión en el mundo del fútbol argentino, con el gobierno de Javier Milei, ya entendió que ante el desprecio del presidente argentino nada mejor que rendirse ante su jefe.
Mientras tanto, los partidarios de Trump comparan de manera alucinante a Charlie Kirk con Martin Luther King. El mundo no sale de su asombro.
La medieval radicalización ideológica y el uso violento de las redes sociales del entorno de MAGA agravan el conflicto interno en EE.UU. La fractura social es inocultable, debilita la cohesión de su ya compleja sociedad y amenaza la estabilidad democrática, donde diversos indicadores apuntan a un aumento de la polarización política, que impulsada por el propio Trump ofrece horizontes tenebrosos. El deterioro de la confianza en las instituciones y la violencia política de todo tipo completan el cuadro de época.
La decisión de Trump, recientemente revertida, de “cerrar el gobierno” a partir del último 1 de octubre movilizó en su contra a unos siete millones de personas en la protesta contra su gobierno. Convocada bajo la consigna “No a los Reyes”, ocupo las calles de más de dos mil quinientas ciudades de la nación.
Incluso nuestro conocido Scott Bessent admitió que esa decisión del cierre del gobierno federal tuvo un costo semanal de casi 17 mil millones de dólares, mientras duró la medida.
El Departamento de Agricultura debió adelantar un Programa de Asistencia Nutricional Suplementaria para que 42 millones de personas pudieran comer en ese lapso y la Cámara de Comercio informó la suspensión hasta nuevo aviso de los 970 millones de dólares semanales en préstamos que solía otorgar a 1.600 pequeñas empresas.
En el Estados Unidos de Trump, al igual que en el de su amigo Milei, la obra pública también se considera gasto y no inversión y el gobierno federal suspendió la entrega de 18 mil millones de dólares para financiar un túnel ferroviario bajo el río Hudson, en Nueva York, y canceló siete mil millones de dólares en subvenciones a proyectos de energía limpia en 16 estados, además de suspender a casi 800 mil empleados civiles, a pesar de que están abocados a cumplir tareas esenciales.
Una reciente muestra de opinión de The Associated Press junto al Center for Public Affairs Research reveló que la ciudadanía se muestra tan dividida como los dirigentes políticos a la hora de buscar responsables.
Cada vez más estadounidenses creen que el partido contrario es una amenaza para el país y que sus seguidores son inmorales o desinformados. Este fenómeno surge cada vez más nítido en estudios aun anteriores a Trump, como el de la Brookings Institution de 2024.
A la crisis ya profunda se suma la recientemente anunciada Nueva Estrategia de Seguridad Nacional (ESN) del presidente Trump. Un baño de realismo para los supuestos aliados de Estados Unidos y una confesión de impotencia ante los BRICS. Ahora Europa y el resto del mundo “occidental” saben lo mal que los ve Trump y el desprecio que les profesa, por lo que ya no podrán seguir fingiendo lo contrario.
La decisión de Trump de transformar en los hechos y en el marco de su política exterior a los “intereses permanentes” de Estados Unidos en los “intereses circunstanciales” de su facción política no se vislumbra sin embargo como muy efectiva para la consolidación de su proyecto político, ya rengo en los hechos por su imposibilidad de reelección.
La ESN no habla ya de aquellos “viejos valores”. No se trata de apoyar la democracia. No se trata de defender principios que el llamado “Occidente” ha dado por sentados desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Se trata de proyectar un poder global que solo refleje los intereses económicos temporales estadounidenses. Punto final al soft power, bienvenida triunfal al wild power.
En términos de política exterior, esa definición de poder se basa en una premisa transaccional que debería beneficiar tanto a los estadounidenses como a los regímenes autoritarios que hoy aparecen desembozadamente como sus interlocutores preferidos. La administración Trump ha sincerado un viejo debate. Aquella vieja y presunta condicionalidad de que las alianzas con EE.UU. requerían determinados compromisos adquieren ahora un nuevo significado: proporcionar bienes, servicios y lealtad militar al país es todo lo que se “exige”, ya no democracia, ni libertad ni derechos humanos. Lo que ya sabíamos con casos como las dictaduras árabes o latinoamericanas ahora decidieron asumirlo y escribirlo. “Estados Unidos priorizará la diplomacia comercial” dice la ESN. El sincericidio que deja atrás para siempre el supuesto “liderazgo moral americano” y la “gobernanza global ajustada a valores”.
De lo que suceda en la política interna de Estados Unidos en el corto plazo, depende en gran medida el mundo que veremos.
La obsesión de Trump de sodomizar a sus “aliados” encuentra un nuevo nivel. Ya no solo quiere hacerlo, quiere que se vea cuando lo hace.
Los tiempos de mayor influencia de Estados Unidos nunca han estado relacionados a brulotes de política exterior de este tipo. De hecho, si Trump hubiera estado en la Casa Blanca en tiempos de Biden es probable que Lula siguiese preso y Bolsonaro, en el Palacio de Planalto. Los demócratas “entendieron”, aun por pura especulación hipócrita, que Bolsonaro no era un objeto deseable para la política global de Estados Unidos
Como bien decía Brzezinski, en política no se puede suponer que cosas distintas pueden ser consideradas iguales. Estados Unidos ha sido y seguirá siendo una potencia de pretensión imperial, pero está claro a su vez que este gobierno de Donald Trump no deja ningún futuro ni mucho menos oportunidades de futuro para la región latinoamericana, más allá de que algunas mentes afiebradas vean en Trump un nuevo Perón, tal vez las mismas que siguen creyendo que una figura importante del pasado como CFK puede seguir siendo una brújula de futuro.
Abrir la cabeza y pensar nuevas ideas para nuevos problemas es la tarea de esta etapa, sabiendo de la crisis de EE.UU. y de sus posibles consecuencias, y tratando de comprender ese presente. Algunos países de nuestra región lo están pudiendo hacer. Ya es hora de que Argentina siga ese camino.
|
|



