La idea de que la Argentina transcurre a los tumbos, sin horizontes de largo plazo y a la expectativa del próximo cimbronazo es un lugar común de nuestro imaginario como país. Las crisis recurrentes y las hondas fracturas sociales que generan le dan sustento a la incertidumbre con que visualizamos nuestra democracia, y con la que lidiamos a diario. A contrapelo de esta experiencia, o como su contracara, la democracia argentina edificó un modo de organización estatal cuya práctica es a la vez un producto y una respuesta a dicha incertidumbre. En efecto, la Administración Nacional de la Seguridad Social (conocida popularmente como Anses) está en el corazón de dos fenómenos entrelazados en las últimas décadas: la ampliación de derechos sociales en una sociedad cada vez más fragmentada y la gestión política de las crisis. En esa medida, su funcionamiento contiene una clave para comprender los vínculos entre cuestión social y estabilidad democrática luego de la crisis de 2001.
La Anses es, sobre todas las cosas, una burocracia de grandes magnitudes. Entre 2009 y 2021, ejecutó entre el 9 y el 10% del producto bruto interno, aproximadamente un 40% del gasto público nacional y entre un 60 y 70% del gasto público social (Mecon, 2023). Su aparato institucional cuenta hoy, a comienzos de 2024, con 13 500 empleados formados y 1650 puestos de conducción, de los cuales 1500 se ubican en las 444 oficinas de atención repartidas en todo el país, con una penetración en el territorio solo comparable con la del Banco Nación. Además, opera la mayor base de datos sobre la población. Puede, por ello, hacerse presente en la vida de las personas (o en sus cuentas) de modo automático, casi sin que estas lo requieran o incluso lo adviertan. La interacción cotidiana con la población es intensa y masiva. Cada mes, recibe alrededor de 1,5 millones de llamadas y 2 millones de personas acuden a sus oficinas.
Este organismo paga 22 millones de prestaciones mensuales regulares (Anses, 2023c, 2023b). Cubre con esto a personas de diversas clases sociales, con estatutos laborales varios, en distintos momentos de sus vidas. Las políticas de bienestar emblemáticas de las últimas décadas –la estatización del sistema de jubilaciones y pensiones, las moratorias previsionales, la Asignación Universal por Hijo para la Protección Social (AUH), el programa Conectar Igualdad, los créditos Procrear, el programa Progresar, entre las más importantes– fueron ejecutadas por este organismo. Además, asumió un rol asistencial los últimos años. Puede acudir a nuestro auxilio si sobreviene una catástrofe climática, una crisis económica o una pandemia. Es decir, no solo administra prestaciones regulares, también ejecuta bonos o refuerzos de emergencia. Más aún, se convirtió en una agencia relevante para la implementación de políticas del resto del Estado, sea porque oficia de pagador de prestaciones a cargo de otras agencias, sea porque abastece (o en ocasiones retiene) la información necesaria para la ejecución de políticas. Provee, en este sentido, un servicio administrativo, informático y logístico dentro de la estructura estatal, que simplifica el procesamiento masivo de prestaciones y el vínculo con la ciudadanía.
Un rasgo curioso es que la Anses, a pesar de su presencia eminentemente administrativa en la vida social, resulta rentable en las lides de la política partidaria. Ocupar la dirección ejecutiva del organismo catapultó las carreras de dirigentes políticos como Horacio Rodríguez Larreta, Sergio Massa, Amado Boudou y Diego Bossio, por mencionar algunos. Pero no es solo una cuestión de cúpulas. Sus oficinas de atención son espacios políticamente relevantes en el territorio. A tal punto que sus jefaturas son un escalón para ganar visibilidad y hacer carrera política en las provincias y municipios: un “cargo de silla caliente”, disputado cuando cambian las autoridades a nivel nacional. Como veremos a lo largo de estas páginas, sin que sea necesario transgredir normas o desviar fondos, las oficinas de la Anses son buenos instrumentos para generar hechos políticos.
Conversando con sus funcionarios y operadores, recorriendo sus pasillos y mostradores, este libro propone un viaje al interior de una de las burocracias más relevantes y multifacéticas de la historia argentina reciente. Reconstruimos su expansión institucional y las características de su funcionariado, pero sobre todo mostramos los modos en que se vincula con la sociedad. Argumentamos que la actuación de la Anses sobre la fragmentación social explica una buena parte de la estabilidad democrática post-2001. Pero no –o no solo– por el efecto de sus políticas, sino como resultado del modo en que las administró. Estas páginas muestran que el tratamiento burocrático de los problemas sociales tiene consecuencias políticas. La individuación y la subsecuente unificación administrativa de una sociedad que se disgrega cada vez más viene siendo, y es hoy, uno de los instrumentos de gobierno más versátiles de la democracia argentina.
Gobernar la fragmentación social
En la Argentina, durante muchos años el trabajo asalariado formal fue la vía privilegiada para obtener ingresos y acceder a derechos sociales básicos, como jubilaciones, pensiones y asignaciones familiares. Hasta los años setenta, los bajos niveles de desempleo e informalidad generaban una situación en la cual la mayoría de los trabajadores accedía, de facto, a estos derechos. Sin embargo, lejos de ser homogéneos, sus condiciones y alcances se vincularon con el estatus de cada trabajador en el mercado laboral y con la capacidad de presión de cada sindicato. Como señalan Torre y Pastoriza (2002), ganar derechos sociales implicó, para ciertos grupos, reclamar o imitar privilegios de otros. La democratización del bienestar fue, así, históricamente compatible con la estratificación de las clases trabajadoras.
Todo esto sigue vigente hoy, aunque de modo más complejo. En efecto, la sociedad argentina actual suma capas o aristas de desigualdad que la hacen difícil de leer y gobernar con los instrumentos cognitivos y políticos del siglo XX. La informalidad y la precarización laboral, que son ya un dato estructural del capitalismo argentino aún en contextos de crecimiento, fragmenta las condiciones de trabajo de las personas y excluye de los derechos laborales y sociales a una parte muy importante –por lo menos un tercio– de los trabajadores. Pero no se trata solo de la segmentación de la economía entre el sector formal y el informal. A un lado y al otro de esa grieta, e incluso más allá del mundo del trabajo, coexisten situaciones muy disímiles en términos de ingresos, protecciones frente a los riesgos y relaciones con el Estado y el mercado.
Esta situación no es exclusiva de nuestro país. En palabras del sociólogo francés François Dubet (2023), las “pequeñas” desigualdades astillan el mundo de las mayorías y confrontan a los individuos con el que “tienen más cerca”. Las comparaciones son infinitas cuando la perspectiva está en el entorno próximo. Siempre hay alguien que obtiene más derechos, más ingresos, más servicios, más subsidios. Las injusticias que se experimentan en la vida cotidiana no son las mismas que se visualizan como relevantes desde el Estado, lo que genera arreglos institucionales sin fundamentos sólidos de solidaridad social y, a la postre, de legitimidad (Perelmiter, 2022). Estas inquietudes se intensifican en tiempos de crisis económica como los que viene recorriendo la Argentina, en especial desde la pandemia. La pauperización general y el crecimiento de los “trabajadores pobres” (Poy Piñeiro, 2021) contribuyen en gran medida al malestar que generan, por ejemplo, las prestaciones no contributivas y los llamados “planes sociales”. Un malestar que se integra a experiencias de injusticia en el vínculo con el Estado en su conjunto y que está en la base del ascenso de la extrema derecha en nuestro país (Semán, 2023).
Sin dudas, la actuación estatal durante los últimos veinte años fue despareja. En algunos campos, como vivienda, educación o salud, los ritmos y profundidades de las transformaciones fueron más bien limitados. En cambio, en otros rubros, como las transferencias de ingresos, la acción estatal fue sostenida y generó enormes saltos de cobertura (Kessler, 2014). Es decir, frente a la fragmentación social, la respuesta se concentró en atender el riesgo de no tener ingresos fijos y previsibles. La monetización de la asistencia social fue y sigue siendo un rasgo central de los esquemas de protección de las últimas décadas en la región, sobre todo a las familias en situación de vulnerabilidad (Lavinas, 2014). A las transferencias condicionadas se sumaron entonces la expansión de pensiones no contributivas, moratorias previsionales, asignaciones familiares y créditos. Muchos países de América Latina expandieron de esta manera sus políticas de bienestar, en lo que se conoció como la “ola rosa” de gobiernos a la izquierda en la región (Garay, 2016).
Parafraseando a Oscar Oszlak (2001), se fue edificando así una suerte de “Estado cajero”, pero a diferencia del que resultó de las reformas liberales de los noventa, este Estado no transfiere o financia a los gobiernos provinciales sino directamente a personas consideradas vulnerables. Observar a la Anses, en ese sentido, es interrogar a la mayor “caja” del Estado argentino. Pero no solo eso. Se trata de una capacidad estatal para intervenir sobre la sociedad que estaba ausente antes de la crisis de 2001. Este libro versa precisamente sobre el proceso de construcción de esa capacidad y sobre las novedades que trajo a la relación entre Estado, política y sociedad. Novedades que explican los equilibrios de una sociedad que, los últimos diez años, transitó por tres recambios de partido de gobierno, crisis extremas y, sin embargo, no estalló como en otros momentos históricos. Es decir, no desbordó los canales institucionales de expresión del conflicto social. Al menos hasta el presente, y aun con la alternancia de gobiernos y contextos económicos diferentes, las principales políticas de la Anses han sido políticas de Estado. Sus instrumentos cognitivos y operativos no retrocedieron, más bien al contrario, multiplicaron sus áreas de injerencia.
Tras la crisis de 2001, las transferencias a personas contribuyeron a la estabilización política de la fragmentación social y a su reproducción. No solo la Anses distinguió entre el mundo de las prestaciones contributivas y “el resto”, sino que ese “resto” siempre estuvo a su vez estratificado. La masificación progresiva de las prestaciones no implicó ni universalidad ni igualdad. El Estado amplió las protecciones, pero no ha protegido a todos, ni a todos en la misma medida y condiciones. Tampoco sería sociológicamente realista esperar eso. Como argumenta Danani (2017), el universalismo carece de sujeto que lo defienda en la Argentina. Los actores hacen reclamos particularistas, reproduciendo así la lógica de imitación de privilegios que caracterizó siempre el esquema de derechos del país. Lo que sí sucedió con la expansión y diversificación de la Anses, y esto es lo que el libro muestra en distintas facetas, es que la simplificación administrativa de la implementación tuvo como resultado la individuación del sujeto de las políticas. Una individuación que no es solo un concepto en la mirada estatal, sino una experiencia que se concreta en las relaciones cotidianas con los dispositivos informáticos y comunicacionales necesarios para acceder a los derechos.
Vale la pena subrayar este hecho: la masificación de las transferencias, tanto las de la Anses como las de otras dependencias, atemperó el sufrimiento social, pero no generó una sociedad más igualitaria, ni siquiera menos empobrecida. Aun así, resulta por ahora difícil imaginar lo que pasaría si no estuviesen, lo que revela la dificultad para responder con honestidad a la pregunta que el sociólogo Howard Becker (2010) recomienda hacer cuando estudiamos instituciones sociales consideradas “defectuosas”: y si no, ¿qué? Conviene entonces empezar por entender lo que sí han producido.
Fuente: Revista Anfibia