La libertad de expresión es uno de los ideales más importantes de Estados Unidos. A pesar de ello, la total protección de dicho derecho conlleva la proliferación de organizaciones discriminatorias como la Iglesia Bautista de Westboro, que, con un discurso de odio, ataca a las minorías del país sin ningún tipo de condena. Un análisis histórico del libre discurso en el país ayudará a entender muchos de los retos que plantea, como conseguir una mayor igualdad entre sus ciudadanos.
Si existe una palabra en el diccionario con la que los estadounidenses tuvieran que definirse, lo más probable es que la elegida fuese libertad. Este término latino impregna todas las capas de la vida social y política del país, desde su monumento más célebre —la Dama de la Libertad— hasta uno de sus símbolos fundacionales —la Campana de la Libertad—. Los Estados Unidos se jactan en su himno nacional de ser “la tierra de los libres”, pero este concepto está en conflicto con otro de igual relevancia: la igualdad.
Uno de los ámbitos en los que esta lucha es patente es en el lenguaje, ya que, como dijo el premio Cervantes Juan Goytisolo, este “nunca es inocente”. Es por ello por lo que el país norteamericano, a pesar de reconocer la primacía de la libertad de expresión en la primera enmienda de su Constitución, se ha visto obligado a reconocer que incluso la libertad puede llegar a ser opresora. Las minorías del país han sido las encargadas de mostrar este conflicto entre ambos valores: en muchas ocasiones, la libertad de expresión ha sido utilizada como pretexto para menospreciar a determinados sectores tradicionalmente discriminados, como las minorías étnicas o sexuales.
Uno de los actores que ha llevado al extremo este debate en los últimos años ha sido la Iglesia Bautista de Westboro, en Kansas, con un discurso incendiario que proclama el odio de Dios por los “maricones”, los judíos o el islam. Para entender cómo una democracia sólida permite semejante discurso de odio, es necesario conocer su evolución a lo largo de los siglos, así como el papel que juega la Corte Suprema, de vital importancia para garantizar esta libertad.
Un nuevo país libre de ataduras
La ratificación por parte del Congreso de Filadelfia de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos en 1776 supuso el comienzo del fin del colonialismo y de la Edad Moderna. Este hito, seguido de la adopción de la Constitución en 1788, situaba al país a la cabeza de los movimientos revolucionarios, y su hazaña sería rápidamente adoptada en Francia para derrocar al Antiguo Régimen. Dicha Constitución, de solamente siete artículos, sería complementada por la llamada Carta de los Derechos, constituida por las diez primeras enmiendas a la reciente carta magna. La primera y más relevante hace referencia a la libertad de expresión: “El Congreso no legislará sobre al establecimiento de una religión […] ni impondrá obstáculos a la libertad de expresión”.
Gracias a esta reforma constitucional, el libre discurso quedaba garantizado y erigía a Estados Unidos como adalid en la defensa de los derechos. Esta revolucionaria adopción se debe en gran medida a la defensa por parte de los padres fundadores del liberalismo político, ideología muy influenciada por la filosofía política del pensador británico John Locke, que defendía el derecho de los seres humanos a “la vida, salud, libertad y posesiones”. Thomas Jefferson, principal redactor de la Declaración de Independencia, incorporó dicha frase en el código independentista, adaptada como “derechos inalienables, entre los cuales están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”.
Panfleto distribuido por el acusado. Sería condenado por discurso difamatorio contra los afroestadounidenses. Fuente: Michael H. LeRoy
Para ampliar: “John Locke’s influence on the United States Constitution”, Spencer Guier en Guier Law
Con el objetivo de salvaguardar estos derechos constitucionales se estableció la Corte Suprema, último órgano en interpretar la ley estatal y campo de batalla entre los defensores de la libertad de expresión contra los valedores de la igualdad como ideal supremo. Uno de los primeros casos mediáticos que puso de manifiesto este conflicto tuvo lugar tras la Segunda Guerra Mundial, en 1952, en las praderas de Illinois. El acusado se encontraba distribuyendo panfletos de menosprecio a los negroes —término despectivo para referirse a los afroestadounidenses, más insultante que el negrata del español—. El caso alcanzó la Corte Suprema, la cual definió el acto del acusado como “discurso difamatorio”, lo que podría ser considerado como el germen de una futura legislación contra el discurso de odio.
La oleada represora del macartismo, la caza de brujas que tuvo lugar en los años 50 contra cientos de individuos acusados de comunistas, no se materializó en una mayor restricción legislativa de la libertad de expresión. Al contrario de lo esperado, la Corte otorgó cada vez más protecciones al libre albedrío, lo que progresivamente se tradujo en una mayor legitimidad para discursos extremistas como el del Ku Klux Klan.
En 1969 el caso de Brandenburg contra Ohio volvió a centrar la atención nacional sobre esta lucha de valores. En una reunión grabada de la asociación supremacista blanca se podían oír gritadas frases “derogatorias contra los negros y, en una instancia, contra los judíos”. Los acusados fueron absueltos de sus cargos al entenderse que no existía riesgo inmediato de agresión como consecuencia directa de dicho discurso, lo que estableció el test de Brandenburg como último criterio para calificar un discurso como anticonstitucional: solamente cuando un discurso esté dirigido a incitar o producir una acción ilegal inminente y sea probable que incite o produzca dicha acción será castigado.
Para ampliar: “Racismo y fanatismo: el supremacismo blanco en EE. UU.”, Andrea Moreno en El Orden Mundial, 2017
A pesar de la aparente claridad de los requerimientos, la cláusula no reconoce de forma explícita la protección especial hacia grupos tradicionalmente discriminados, tal y como recogen otros países. Esta concepción de la libertad favorece la proliferación de grupos como la Iglesia Bautista de Westboro, que, escudándose en la primera enmienda de la Constitución, instigan al odio contra determinados grupos de la población estadounidense.
Valoración de diversos países en función de la incorporación de leyes contra el discurso y los crímenes de odio. Los países de Europa occidental poseen más leyes contra dicho discurso, en comparación con los de Europa del Este. Fuente: Cartografía EOM
“Gracias a Dios por el 11S, los soldados muertos y el sida”
La Iglesia Bautista de Westboro, situada en la capital del estado de los girasoles, ha buscado siempre la luz de los focos desde su fundación en 1955 por el pastor Fred Phelps, figura más visible de la organización hasta su muerte en 2014. Una interpretación primitivista del dogma cristiano los llevó en 1991 a comenzar sus ya tradicionales manifestaciones contra todo aquello que consideraban perverso y peligroso para su concepción de la moral. Su estricta lectura de la Biblia, así como su desprecio por la multiculturalidad propia del país, los condujo a la protesta contra grupos muy diversos entre sí, como homosexuales o militares; personajes públicos como el papa Francisco u Obama, o incluso Estados en su conjunto, como Australia o Suecia. A este último incluso pretendieron dedicarle un monumento conmemorativo del tsunami que mató a 543 suecos en 2004.
Sus acciones de desprecio han llevado a la Iglesia a ser clasificada como “el grupo de odio más desagradable y fanático de Estados Unidos” por el Centro Legal para la Pobreza Sureña, especialista en grupos extremistas dentro del país. Gracias a sus continuas protestas, la congregación fue la protagonista de uno de los casos de la Corte Suprema que más atención ha recibido en los últimos años: el debate sobre los límites de la libertad de expresión.
El conflicto tuvo lugar en 2006 durante el funeral de Matthew Snyder, marine asesinado en Irak. Su padre, Albert Snyder, abiertamente gay, tuvo que soportar la presencia de Phelps y sus seguidores con carteles que proclamaban consignas como “Gracias a Dios por los soldados muertos” o “Los maricones condenan a las naciones”. Tras los hechos, Snyder procedió a denunciar a la Iglesia de Westboro, así como a Fred Phelps, y el caso terminó por alcanzar la Corte Suprema. El debate estaba servido: ¿se debe proteger a la población de mensajes inflamatorios o, por el contrario, debe prevalecer la libertad de expresión sobre temas como la homosexualidad o el rechazo al Ejército?
A pesar del apoyo social a Snyder, la Corte fue contundente: en 2011, con ocho votos a favor y solo uno en contra, la Iglesia de Westboro fue absuelta de cualquier cargo. La opinión mayoritaria era que, como los miembros de la congregación simplemente criticaban de forma general un tema “de preocupación pública” y no atacaban de forma directa al marine asesinado, su discurso quedaba protegido por la primera enmienda.
Para ampliar: “La familia Phelps”, Salvados, 2011
El caso pareció cerrar el debate a favor de la libertad de expresión, lo que limitaba enormemente cualquier restricción a ella, pero en 2016 un nuevo caso alcanzó la Corte: Matal contra Tam. La resolución es de suma relevancia, ya que rechaza de forma explícita cualquier tipo de garantía jurídica al discurso contra el odio en el país: “El Gobierno no debe prohibir la expresión de una idea simplemente porque la sociedad encuentre dicha idea ofensiva o desagradable”.
Viñeta que ironiza sobre la protección constitucional del discurso de odio en EE. UU. Fuente: UNC
De esta manera, la corte estadounidense dejaba clara la total oposición del país respecto a la limitación de la libertad de expresión. Su reticencia a proteger a grupos tradicionalmente discriminados por su origen, sexo, etnia u orientación sexual demuestra que, a pesar de que el país puede jactarse de su libertad, esta tiene un alto coste. Mientras que los miembros de la Iglesia de Westboro son protegidos por la ley, sus objetivos reciben los dardos sin ningún tipo de salvaguarda, al contrario que en otros países. “El discurso es poder”, sentenció Ralph Waldo Emerson, y, como cualquier poder de una democracia madura, debe ser controlado por otros para evitar situaciones tiránicas.
Un oasis en un desierto de hostilidad
Estados Unidos, como se ha podido comprobar, no es un país favorable a la introducción de medidas que coarten la libertad de expresión. Su sólido compromiso con la primera enmienda impide la introducción de leyes nacionales que regulen el discurso de odio; para encontrar leyes defensoras de los sectores discriminados se debe adoptar una perspectiva local. Las instituciones de enseñanza y, en particular, las universidades son los lugares donde se encuentran activas más normas contra el discurso de odio al no poder ser revocadas por la Corte Suprema. Como recoge la Fundación por los Derechos Individuales, solo un 6% del total de universidades de país —de un total de 449 analizadas— pueden ser consideradas como garantes de una libertad de expresión total.
Aunque de manera limitada, existen ámbitos dentro de los cuales la libertad de expresión se ve considerablemente mermada a favor de la cohesión y el respeto mutuo. A pesar de que a escala federal y estatal este tipo de leyes se ven seriamente limitadas por la interpretación de la primera enmienda de la Constitución, a nivel local se puede encontrar un mayor compromiso social con la igualdad. De esta manera, los miembros de la Iglesia Bautista de Westboro se tendrían que quedar con sus pancartas discriminatorias a las puertas de instituciones como la Universidad de Columbia o de George Washington; sus proclamas de odio no tendrían cabida entre sus muros.
Las universidades, como centros de enseñanza, deben instruir al resto del país —y de ciudadanos— sobre la importancia de las políticas contra el discurso de odio. Su vecino del norte o sus aliados europeos podrían ser una buena referencia para la patria de la libertad; la mayoría de las democracias entienden que una convivencia respetuosa debe estar basada en el respeto mutuo. Una concepción individualista del libre albedrio dirigida a atacar la multiculturalidad inherente al país solo perpetúa la discriminación existente y transforma en pesadilla el tan aclamado sueño americano.
Para ampliar: “What shall be the limits of freedom of speech in liberal democracies facing hate speech? Case of the United States of America.”, Alejandro Maroño, 2017
Fuente: El Orden Mundial