Una de las repetidas preguntas
que le formulan a los sociólogos que piensan la realidad argentina y que se sienten
comprometidas con ella, es cuánto puede resistir la paz social en tiempos que
el tejido social es agredido cotidianamente con la llamada austeridad que no es
más que la reducción de accesos a bienes simbólicos y materiales para los
sectores menos privilegiados, y el incremento de la riqueza y la renta para los
grupos más concentrados. Aquellos que son rigurosos –y no se encargan de vender
humo como consultores proféticos—solo logran explicar que el mundo social es de
una complejidad tal que sólo puede darse un estallido cuando se combinan varias
dimensiones al mismo tiempo: descontento, capacidad de movilización
históricamente aprendida, autovaloración positiva acerca del efecto de la
acción social colectiva y –sobre todo— referencias (presentes o ausentes,
encarnadas en dirigentes o en actores políticos ya desaparecidos, pero vigentes
en la memoria social disponible).
Una semana antes del 17 de
octubre nadie presagiaba el estallido. En noviembre de 2001 el malestar no se
había combinado aun con el deseo desesperado que auguraba el fin de un ciclo
político argentino. Dado que no se puede presagiar incendios (y solo estar
atentos a su irrupción para quedarse al costado de la historia) ni olas
electorales, sí sabemos –en términos sociológicos—que no ha habido nunca
irrupción de lo nuevo que no haya estado prologado por el murmullo opositor, el activismo de la
sociedad civil, el murmullo opositor y el trabajo militante.
Toda fuerza social organizada debe comprender que
existen reglas eficaces para arrinconar el discurso del poder hegemónico (en
este caso del neoliberalismo) y simultáneamente para dotar de autonomía a los socios estratégicos que
buscan socavar los pilares de un proyecto social que busca básicamente darle
continuidad a prerrogativas y limitar la democratización de la vida, en todas
sus aspectos.
El núcleo central de la batalla
política es la lucha por el sentido. Y ese enfrentamiento tiene dos pilares:
por un lado la creencia en las propias fuerzas, la autoestima esperanzada, la
ajenidad del derrotismo, la sensación de ser parte de un camino cuyas
encrucijadas no conocemos, pero que cualesquiera son éstas, nos encontrarán
plantados en la misma brecha, en idéntico sendero de continuidad vital. Dos
pilares: el positivo (la creencia en que nuestra pelea tiene trascendencia) y
el negativo, basado en el cuestionamiento sistemático y lúcido de las
herramientas simbólicas y los discursos de los poderosos.
La positividad exige superar la inferiorización que se busca
imponer para debilitar al subalterno: siempre se ha querido animalizar,
etiquetar, estigmatizar, despreciar lo popular (choriplaneros, grasas, negros
de mierda, etc.) con el objetivo de imponer una jerarquía que permita la
admiración del sometido al dominante. Gran parte de la tarea cultural que
permite la continuidad del estatus-quo se basa en acomplejar al sometido, en inmovilizarlo
bajo la creencia imputada de su nimiedad, de su impotencia. Superar,
desconectarse de esa atribución, confiar en la propia red social de lucha y
plantar bandera en igualdad de humanidad contra quienes se pretenden superiores
es uno de los ejes básicos de una disputa imprescindible. La alegría es parte
consustancial de ese enfrentamiento: como bien afirmó Jauretche décadas atrás,
un pueblo triste es fácilmente dominable. Por el contrario, un colectivo
alegre, empoderado, consciente de su poderío, optimista del destino posible de
sus demandas orgánicas es menos manipulable. La esperanza –como lo sugirió Marc
Bloch antes de la Segunda Guerra Mundial--
es el principio de creencia que aúna las diferencias. Se nos hace
imprescindible “creer” apostar a algo mejor para que seamos capaces de
articularnos y de construir una fe social organizada.
Uno de los mecanismo utilizados
por el poder oligárquico es hacernos sentir que no servimos para nada. Que lo
nuestro es antiguo, que es inservible,
que es arcaico y que va contra la “modernidad”. Ese el punto de partida para
anclar las luchas en el pasado, es decir en lo muerto. Ellos se presentan como
el futuro, como el porvenir. Y nos obligan a ubicarnos en el vetusto sueño de
un pretérito superado. Esa es parte de la lucha simbólica con la que no debemos
ser atrapados: nunca hay que regalarles la alegría, el optimismo y el futuro a
quienes expresan con claridad las fuerzas de un pasado que prenden hacer
continuo mediante originales formas. Esto implica –hoy— dejar de debatirles el
pasado. Arrinconarlo en el presente y en el porvenir: ¿qué han hecho con su
tiempo gubernamental? ¿Cuáles son los resultados constatables del macrismo?
Dada su endeblez, el manual duranbarbista va a intentar oponer pasado
(corrupción) a presente (límpido y republicano): no hay que aceptar la agenda
del otro. Es imprescindible nombrar el presente y sus consecuencias a futuro.
El otro componente, diseminado cuidadosamente
por el neoliberalismo, es el intento de aislar y de cortar los lazos solidarios
convocando a los ciudadanos a sumarse a un aislamiento mediático, inserto en el
debate de las noticias amarillas, de las reportes del corazón o de las páginas
sangradas de los policiales. La meticulosidad para sembrar aislamiento,
conformismo, adaptación y sensación de mundo incomprensible es una de las
herramientas más útiles de la dominación: si se logra que nada sea
jerarquizado, si se impone que es lo mismo el casamiento de una vedette que el
debate sobre el aumento jubilatorio, la lobotomización logra su funcionalidad
con el estatus-quo. El camino para impedir ese esquema es contribuir a
jerarquizar los temas mediante la convocatoria a al experiencia. Se debe partir
de los sufrimientos y padecimientos del interlocutor. De su quehacer real cotidiano,
para partir desde ahí hacia las necesarias jerarquizaciones. Y eso no se hace
“juzgando” al confundido, sino acompañando mayéutica y pacientemente su
razonamiento. La instalación cómoda de muchos actores sociales populares en la
negación de la política es el producto de muchos fracasos previos. Se debe
acompañar el proceso cognitivo si desafiar los lugares sacralizado de identidad
que han ayudado a esos sectores a sobrevivir a tanta carencia.
El sistema –sobre todo a través
de sus medios de desinformación— tratan de arrebatar certezas, de menoscabar la
dignidad de los que resisten o se oponen, de buscar los grises y los errores
(siempre disponibles, lógicamente por tratarse de construcciones humanas) en el
trayecto vital de los que luchan. Tienen como objetivo hacerle creer al pueblo
que las batallas previas, a través de las cuelas se han conquistado derechos,
no tienen concatenación y que su efecto es nulo. Al cortar la relación entre el
esfuerzo social y su resultado histórico victorioso se logra desanimar a las
presentes y futuras generaciones que emprenden la militancia política como un
ejercicio de esperanza compartida.
Argentina es hijo del 17 de octubre y el Cordobazo de la misma forma que Francia lo es de su Revolución francesa y de las barricadas de 1848, 1870 y del Mayo de 1968. Nada de lo que han conquistado los pueblos del mundo ha sido por concesión. Todo fue arrancado a los poderosos con lucha, persistencia, lucidez y entrega. Y en todos esos casos (más otros miles que muestran la cara más maravillosa de nuestra especie) fueron sociedades orgullosas de su propio capital esperanzador, las que alcanzaron algo superior a lo que inicialmente tenían. Hoy, como tantas otras veces, se nos llama a contar la autoestima para dar los debates y conquistar las voluntades mayoritarias que permitan superar este suplicio hambreador neoliberal, y un poder concentrado (abatido en su interés de desvalorizar la lucha social) la que conquistó derechos.
* Sociólogo, doctor en Ciencias Económicas, analista senior del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la).