- ¿Me puedo ir con vos,
papá? ¿Me podés llevar?
- No, no, querida.
-Yo no salgo más de acá, no ?
-Tu vida depende de Camps y Etchecolatz.
- ¿Quiénes son?
-Dos hijos de puta. Etchecolatz fue subalterno mío y
le metí un sumario por chorro. Anda vociferando: “Que venga Moler a pedir por
su hija…!” [1]
Este diálogo entre un padre y una hija transcurre
durante el terrorismo de estado que asoló la Argentina entre 1976 y 1983. La hija –Emilce Moler- es una de las
sobrevivientes de La Noche de los Lápices, ese conjunto de sucesos entramados
para dar cuenta, como dice la historiadora Sandra Raggio, de “una serie de
secuestros en un lapso preciso, un grupo de víctimas con características
comunes –edad, situación educativa, lugar de residencia, historia previa- y un
mismo móvil represivo”[2]. Por su parte, Miguel Etchecolatz -ex
comisario muerto en prisión que, al frente de la Dirección General de Investigaciones de
la Policía Bonaerense dirigida por Ramón Camps, tuvo a su cargo no menos de
veinte centros clandestinos de detención-, era el dueño del cuaderno
donde figura como contacto Victoria Villarruel, la militante pro impunidad que hoy
acompaña a Javier Milei en la fórmula presidencial.
En su libro “La Larga noche de los Lápices” –prologado
por Martín Granovsky- Emilce relata: “En la madrugada del 17 de septiembre de
1976, hombres armados y encapuchados que se identificaron como del Ejército
Argentino me secuestraron de la casa de mis padres(…) Yo tenía diecisiete años,
era estudiante de quinto año del Bachillerato de Bellas Artes de la ciudad de
La Plata y militante de la Unión de Estudiantes Secundarios ( UES)”[3]. Emilce estuvo
detenida-desaparecida por un lapso de seis meses, luego presa en la cárcel de
Villa Devoto y posteriormente bajo un régimen de libertad vigilada hasta los
veinte años de edad. En su relato, Moler agrega que en aquella jornada fueron
también secuestrados diez estudiantes de colegios secundarios. De ellos, seis
continúan desaparecidos: Claudia Falcone, María Clara Ciocchini, Claudio de
Acha, Francisco Lopez Muntaner, Daniel Racero y Horacio Ungaro. Por su parte,
tras años de detención en centros clandestinos y cárceles fueron liberados
Gustavo Calotti, Pablo Díaz, Patricia Miranda y la propia Emilce, quien
precisa: “ Casi todos teníamos militancia política , la mayoría en la UES , y
un año antes, en la Primavera de 1975 habíamos participado en una marcha para
pedir por el Boleto Estudiantil Secundario, entre muchísimas otras actividades
políticas, Más tarde, en 1976, ya bajo la dictadura, seguimos militando y
organizamos algunos actos de oposición”[4].
En su libro, Emilce alterna pasajes entrañables de su
infancia y adolescencia, con estremecedores testimonios de la barbarie y el
brutal atropello a los derechos humanos que hoy algunos pretenden negar:
“- Nada-, le respondí al juez Reboredo.
–Le reitero: ¿En una semana que estuvo en el centro
clandestino denominado Arana no le suministraron ninguna comida?
–Exacto. Me daban agua, pero mis compañeras de celda,
Hilda y Ana, me previnieron que no tomara líquido después de la tortura porque
me iba a hacer muy mal, por la electricidad. Después de varios días intentaron
darme algo sólido. Fue el 21 de septiembre, nos sacaron a una especie de patio
(…). Querían que ´festejáramos’ el día de la Primavera. Nos hicieron sentar en
el piso y nos pedían que cantáramos. Yo apenas podía sostenerme. (…)
-¿Y cuándo volvió a comer? –continuó el juez, a cargo
del Juicio por la Verdad, en la ciudad de La Plata.
-Después de más de diez días”[5].
Por si fuera poco, vale agregar que durante su encierro
como detenida desaparecida en diversos centros clandestinos, esta actual militante
por los derechos humanos que hoy es doctora en Boingeniería permaneció con los
ojos vendados y sus manos atadas. Años después, junto con su padre –ese mismo
que citamos al comienzo de estas líneas- retirado de la policía científica en
el área de dactiloscopia en 1973, Emilce trabajó en el análisis de las huelas
dactilares que permitieron la identificación positiva de una mujer primero y de
su hijo después: Manuel Gonçalves, uno de los
133 nietos restituidos.
El terrorismo de estado que padeció nuestro país es la
página más oscura de nuestra historia. Las treinta mil personas desaparecidas y
los cientos de niños y niñas apropiados que aún no recuperaron su identidad constituyen
un agujero en el entramado social cuyas consecuencias seguiremos sufriendo por
décadas. Es que el Nombre, ese nudo
por el cual una comunidad adquiere la dignidad de tal, supone el reconocimiento
del Otro como condición para que la convivencia sea posible. De esta forma, si
la finitud es nuestra condición existencial, la imposibilidad del duelo que los
genocidas implementaron con su plan de exterminio no fue la respuesta puntual a
ningún grupo sedicioso o insurrecto sino la materialización de un proyecto que
buscó aniquilar las bases simbólicas por las cuales esta nación alguna vez dejó
de ser una colonia.
De allí que la gesta de Memoria, Verdad y Justicia sea
la brújula con la cual toda lucha por el bienestar de nuestro pueblo debe guiarse.
En ella está presente el trabajo, el coraje, la inteligencia y el valor de los
compañeros y compañeras desaparecidxs y el de los organismos de derechos
humanos, cuyo indeclinable bregar permitió y permite los juicios a los
genocidas. Si bien esta gesta ha dejado marcas indelebles en la subjetividad de
los argentinos, la lucha no termina nunca. El ser hablante porta una tendencia
mortífera y caótica que bajo diferentes máscaras y semblantes suele hipnotizar
a las multitudes y envilecer el discurso apropiándose de las palabras más caras
a la existencia: Libertad, Honestidad, Amor; Moral, etc. Pulsión de muerte la
llamó Freud, y Lacan se encargó de remitirla al “campo de concentración, sobre
el cual nos parece que nuestros pensadores, al vagar del humanismo al terror, no
se concentraron lo suficiente”[6], al dejar en claro la
resistencia que el mundo intelectual opuso en su momento al reconocimiento de este oscuro aspecto de la condición humana.
El actual presente de nuestro país no podría ser mejor
testimonio de esta trampa ominosa que hoy amenaza la democracia. Acompañar a
nuestra juventud, escucharla, hablar con ella, cuidarla, es nuestro deber si es
que algún grado de madurez hemos adquirido aquellos que sobrevivimos al
terrorismo de estado. Por eso, el
recuerdo de La Noche de los Lápices hoy se hace tan necesario y oportuno. Pibes
y pibas adolescentes que soñaron con una sociedad más justa.
Para terminar:
“A los seis días de estar ahí, donde no comimos
absolutamente nada, nos hicieron subir a varios compañeros a un camión. Casi
nadie hablaba, estábamos en muy malas condiciones. Yo no sabía quién viajaba,
salvo las chicas que estaban conmigo en la celda. Frenamos en el camino. Un
guardia leyó una lista para que bajaran.
-Horacio Ungaro-se escuchó.
Sentí unos pasos, mezclados con los de otros que iban
llamando: Claudia Falcone; María Clara Ciocchini; Daniel Racero; Claudio de
Acha; Francisco Lopez Muntaner: otros nombres que trataba de recordar.
No pudimos despedirnos”[7]
Treinta mil compañeros desaparecidos: Presente , ahora
y siempre !!!
*Psicoanalista. Doctor en Psicología por la
Universidad de Buenos Aires. En homenaje a mis amigos de la adolescencia
Ernesto “Popo” Berner y Roberto “El Francés” Alacid.
[1] Emilce Moler, “La larga noche de
los lápices. Relatos de una sobreviviente”, Buenos Aires, Marea, 2020,
p.64
[2] Sandra Raggio “Memorias de la
Noche de los Lápices”, Tensiones, variaciones, y conflictos en los modos de
narrar el pasado reciente”, en Emilce Moler, op. cit. p. 16.
[3] Emilce Moler, op. cit. p. 13.
[4] Ibid, p. 14.
[5] Ibid , p. 61.
[6] Jacques Lacan, “Proposición del 9
de octubre de 1967”, en Otros Escritos, Buenos Aires, Paidós, 2012, p. 276.
[7] Emilce Moler, op. cit. P. 60.