• 21 de noviembre de 2024, 6:58
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A 47 años de La Noche de los Lápices

Por Sergio Zabalza*

- ¿Me puedo ir con vos, papá? ¿Me podés llevar?

- No, no, querida.

-Yo no salgo más de acá, no ?

-Tu vida depende de Camps y Etchecolatz.

- ¿Quiénes son?

-Dos hijos de puta. Etchecolatz fue subalterno mío y le metí un sumario por chorro. Anda vociferando: “Que venga Moler a pedir por su hija…!” [1]

 

Este diálogo entre un padre y una hija transcurre durante el terrorismo de estado que asoló la Argentina entre 1976 y 1983.  La hija –Emilce Moler- es una de las sobrevivientes de La Noche de los Lápices, ese conjunto de sucesos entramados para dar cuenta, como dice la historiadora Sandra Raggio, de “una serie de secuestros en un lapso preciso, un grupo de víctimas con características comunes –edad, situación educativa, lugar de residencia, historia previa- y un mismo móvil represivo”[2].  Por su parte, Miguel Etchecolatz -ex comisario muerto en prisión que, al frente de la Dirección General de Investigaciones de la Policía Bonaerense dirigida por Ramón Camps, tuvo a su cargo no menos de veinte centros clandestinos de detención-, era el dueño del cuaderno donde figura como contacto Victoria Villarruel, la militante pro impunidad que hoy acompaña a Javier Milei en la fórmula presidencial.

En su libro “La Larga noche de los Lápices” –prologado por Martín Granovsky- Emilce relata: “En la madrugada del 17 de septiembre de 1976, hombres armados y encapuchados que se identificaron como del Ejército Argentino me secuestraron de la casa de mis padres(…) Yo tenía diecisiete años, era estudiante de quinto año del Bachillerato de Bellas Artes de la ciudad de La Plata y militante de la Unión de Estudiantes Secundarios ( UES)”[3]. Emilce estuvo detenida-desaparecida por un lapso de seis meses, luego presa en la cárcel de Villa Devoto y posteriormente bajo un régimen de libertad vigilada hasta los veinte años de edad. En su relato, Moler agrega que en aquella jornada fueron también secuestrados diez estudiantes de colegios secundarios. De ellos, seis continúan desaparecidos: Claudia Falcone, María Clara Ciocchini, Claudio de Acha, Francisco Lopez Muntaner, Daniel Racero y Horacio Ungaro. Por su parte, tras años de detención en centros clandestinos y cárceles fueron liberados Gustavo Calotti, Pablo Díaz, Patricia Miranda y la propia Emilce, quien precisa: “ Casi todos teníamos militancia política , la mayoría en la UES , y un año antes, en la Primavera de 1975 habíamos participado en una marcha para pedir por el Boleto Estudiantil Secundario, entre muchísimas otras actividades políticas, Más tarde, en 1976, ya bajo la dictadura, seguimos militando y organizamos algunos actos de oposición”[4].

En su libro, Emilce alterna pasajes entrañables de su infancia y adolescencia, con estremecedores testimonios de la barbarie y el brutal atropello a los derechos humanos que hoy algunos pretenden negar:

“- Nada-, le respondí al juez Reboredo.

–Le reitero: ¿En una semana que estuvo en el centro clandestino denominado Arana no le suministraron ninguna comida?

–Exacto. Me daban agua, pero mis compañeras de celda, Hilda y Ana, me previnieron que no tomara líquido después de la tortura porque me iba a hacer muy mal, por la electricidad. Después de varios días intentaron darme algo sólido. Fue el 21 de septiembre, nos sacaron a una especie de patio (…). Querían que ´festejáramos’ el día de la Primavera. Nos hicieron sentar en el piso y nos pedían que cantáramos. Yo apenas podía sostenerme. (…)

-¿Y cuándo volvió a comer? –continuó el juez, a cargo del Juicio por la Verdad, en la ciudad de La Plata.

-Después de más de diez días”[5].

Por si fuera poco, vale agregar que durante su encierro como detenida desaparecida en diversos centros clandestinos, esta actual militante por los derechos humanos que hoy es doctora en Boingeniería permaneció con los ojos vendados y sus manos atadas. Años después, junto con su padre –ese mismo que citamos al comienzo de estas líneas- retirado de la policía científica en el área de dactiloscopia en 1973, Emilce trabajó en el análisis de las huelas dactilares que permitieron la identificación positiva de una mujer primero y de su hijo después: Manuel Gonçalves, uno de los 133 nietos restituidos.    

El terrorismo de estado que padeció nuestro país es la página más oscura de nuestra historia. Las treinta mil personas desaparecidas y los cientos de niños y niñas apropiados que aún no recuperaron su identidad constituyen un agujero en el entramado social cuyas consecuencias seguiremos sufriendo por décadas. Es que el Nombre, ese nudo por el cual una comunidad adquiere la dignidad de tal, supone el reconocimiento del Otro como condición para que la convivencia sea posible. De esta forma, si la finitud es nuestra condición existencial, la imposibilidad del duelo que los genocidas implementaron con su plan de exterminio no fue la respuesta puntual a ningún grupo sedicioso o insurrecto sino la materialización de un proyecto que buscó aniquilar las bases simbólicas por las cuales esta nación alguna vez dejó de ser una colonia.

De allí que la gesta de Memoria, Verdad y Justicia sea la brújula con la cual toda lucha por el bienestar de nuestro pueblo debe guiarse. En ella está presente el trabajo, el coraje, la inteligencia y el valor de los compañeros y compañeras desaparecidxs y el de los organismos de derechos humanos, cuyo indeclinable bregar permitió y permite los juicios a los genocidas. Si bien esta gesta ha dejado marcas indelebles en la subjetividad de los argentinos, la lucha no termina nunca. El ser hablante porta una tendencia mortífera y caótica que bajo diferentes máscaras y semblantes suele hipnotizar a las multitudes y envilecer el discurso apropiándose de las palabras más caras a la existencia: Libertad, Honestidad, Amor; Moral, etc. Pulsión de muerte la llamó Freud, y Lacan se encargó de remitirla al “campo de concentración, sobre el cual nos parece que nuestros pensadores, al vagar del humanismo al terror, no se concentraron lo suficiente”[6], al dejar en claro la resistencia que el mundo intelectual opuso en su momento al reconocimiento  de este oscuro aspecto de la condición humana.

El actual presente de nuestro país no podría ser mejor testimonio de esta trampa ominosa que hoy amenaza la democracia. Acompañar a nuestra juventud, escucharla, hablar con ella, cuidarla, es nuestro deber si es que algún grado de madurez hemos adquirido aquellos que sobrevivimos al terrorismo de estado.  Por eso, el recuerdo de La Noche de los Lápices hoy se hace tan necesario y oportuno. Pibes y pibas adolescentes que soñaron con una sociedad más justa.

Para terminar:

“A los seis días de estar ahí, donde no comimos absolutamente nada, nos hicieron subir a varios compañeros a un camión. Casi nadie hablaba, estábamos en muy malas condiciones. Yo no sabía quién viajaba, salvo las chicas que estaban conmigo en la celda. Frenamos en el camino. Un guardia leyó una lista para que bajaran.

-Horacio Ungaro-se escuchó.

Sentí unos pasos, mezclados con los de otros que iban llamando: Claudia Falcone; María Clara Ciocchini; Daniel Racero; Claudio de Acha; Francisco Lopez Muntaner: otros nombres que trataba de recordar.

No pudimos despedirnos”[7]

Treinta mil compañeros desaparecidos: Presente , ahora y siempre !!!  

 

*Psicoanalista. Doctor en Psicología por la Universidad de Buenos Aires. En homenaje a mis amigos de la adolescencia Ernesto “Popo” Berner y Roberto “El Francés” Alacid.  

 

[1] Emilce Moler, “La larga noche de los lápices. Relatos de una sobreviviente”, Buenos Aires, Marea, 2020, p.64 

[2] Sandra Raggio “Memorias de la Noche de los Lápices”, Tensiones, variaciones, y conflictos en los modos de narrar el pasado reciente”, en Emilce Moler, op. cit. p. 16.

[3] Emilce Moler, op. cit. p. 13.

[4] Ibid, p. 14.

[5] Ibid , p. 61.

[6] Jacques Lacan, “Proposición del 9 de octubre de 1967”, en Otros Escritos, Buenos Aires, Paidós, 2012, p. 276.

[7] Emilce Moler, op. cit.  P. 60. 

Fuente: Liliana López Foresi

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