Muchxs de nosotrxs percibimos una hondonada de piedrazos que caen en forma vertical y oblicua sobre nuetrxs vidas. Y escribo con "x" estos garabatos urgentes porque la palabra necesita salir de una oscuridad a la que el patriarcado ha dispuesto encorsetar. La sensación de pesadilla, de un letargo oscuro que no concluye, es la que día a día expresan millones de almas acongojadas por una reiteración de violencias teledirigidas al centro mismo de lxs más vulnerables.
Es que muchxs nos habíamos acostumbrado a la persistencia de una especie de orgullo, a una reiteración de conquistas nacionales, colectivas, abrazantes. Pero sobre todo nos habíamos habituado a la sensación de que más allá del desorden, los infiltrados y las torpezas estábamos acumulando para un lugar de equidades ciertas. Para un destino común. Para una aritmética de la equidad convertida en debate social. Para una lógica conjetural de la equidad.
El trauma, dice Freud, no es la sorpresa esperada. Es la irrupción de lo inesperado --sin red-- donde alojar el pasmo. Nuestro trauma social radica en eso: en la naturalización de la derecha. En la aceptación pasiva de una obviedad marcada en el origen de una clase social que nunca podrá aceptar que "los negros" se sienten a su mesa. En un relajamiento mágico que pretendía normalizar una grieta que hoy tiene ese nombre pero que consume las dos costas (o costras) de nuestra sociedad. La grieta es una herida. Una cuchillada en el cuerpo social de un conglomerado llamado país o Patria, depende la pasión involucrada en su designio.
Frente a frente, con diferentes actores, con distintas dramaturgias y víctimas --siempre entregadas por los más vulnerables, por los que ya desde antes de ser asesinados estaban heridos-- el teatro del enfrentamiento asume hoy una de sus versiones renovadas y al mismo tiempo previsibles.
Puede tener el contenido cruel, negador de un presidente excluyendo la existencia de pueblos originarios --porque "somos todos europeos"-- o acceder a versiones cada vez más impunes de persecución irracional y farsesca contra quienes han sido parte de entramados populares. Puede incluir corrupciones multimillonarias en nombre de un salvoconducto ordenado de robo de guante blanco. O puede implicar el vaciamiento de las riquezas acumuladas por décadas por el trabajo social acumulado. Puede desguazar líneas de bandera para entregarla a monopolios expertos en dumping. Puede, en fin, empecinarse en el único arte que la derecha ha logrado visos de especialización furibunda: limitar la fuerza de los trabajadores, para ensanchar su rentabilidad y alejarse de unos negros que peligrosamente se arriman al festín de la vida.
De las pesadillas--igual que de los laberintos-- se escapa por arriba. Por asociaciones de amor convertidas en estrategia. Por sinnúmeros de gritos organizados en coro. Por fraternidades desplegadas. Su argamasa potencial --hay que subrayarlo-- es la pasión y el enojo. Sin furia, decisión arbitraria, impensada y ternura mancomunada no es posible el alarido. Hay muchxs que no se enteraron. Pero la política que emerge desde el dolor, desde la subalternidad, requiere de ese impulso cuasi-poético que no tiene nada de diletante. Es un significado dispuesto a hacerse acuchar sólo cuando se empodera de su propia legitimidad vilipendiada.
Esta pesadilla empieza a quemarse en su propio sueño abusivo. Se nota por el enojo que crece como humo. Se escuchan murmullos. Se advierten amaneceres sigilosos.