El fin del estado de derecho y los presos políticos del neoliberalismo
Viernes 2 de
noviembre. Un largo trayecto hacia Marcos Paz a visitar presos políticos. La
distancia hacia del centro penitenciario tiene un sentido: busca aislar a los
detenidos y quebrar a sus familias. Encarcelar presos políticos lejos de sus
familias y amigos ha sido una vieja práctica de los sectores represivos que
buscan limitar las visitas e invisibilizar su causa entre los luchadores
sociales y sus reivindicaciones. Hasta el día de hoy, hay que reconocer, que el
capital simbólico del poder instituido ha sido bastante eficaz para confundir a
muchxs: incluso compñerxs que claramente
están dentro del campo popular se han visto atravesados por la inquina, la
tergiversación y la mentira montada por facciones del poder judicial, sicarios
de los medios hegemónicos y empresarios comprometidos en darle vía libre al modelo
neoliberal rentista. En algún lugar hay que decirlo: los CEOs locales y su
respectiva zona de influencia odian los proyectos populares porque estos no les
permiten ganar dinero con la especulación: los proyectos de inclusión social
tienen como eje el trabajo y esto condiciona a los mandamás a tener que
negociar con sindicatos y con un estado presente. El neoliberalismo, por su
parte, los libera de esta carga: les permite (y les da viabilidad para) de
conseguir ganancias sin tener que negociar con sindicatos ni con un Estado que
vela por la inclusión social.
Pienso en esos
vericuetos estructurales cuando manejo por la autopista que ha sido terminada
en épocas de Néstor Kirchner. Cuando Julio De Vido era su ministro de Obras y
Servicios Públicos. La mañana quiere llover. El Centro Penitenciario está a
unos 60 kilómetro de la Ciudad de Buenos Aires. En sus pabellones hay repartidos
una decena de presos acusados por expedientes adulterados: cuadernos que no
existen, fotocopias que se transforman en fotos, delatores que se desdicen,
jueces que condenan y luego son ascendidos sin concurso, jueces que imputan sin
acompañamiento de fiscales y brutales torturas psicológicas destinadas a
obtener confesiones ajustadas a lo que se quiere escuchar.
Los presos han
sido difamados, estigmatizados, perseguidos y encarcelados por haber sido parte
del Proyecto Nacional, o por ser considerados “peligrosos” por su oposición
frontal al programa endeudador y destructor del mercado interno. Su prisión es
la aplicación de cuatro efectos
concomitantes: (a) instaurar una “prueba de verdad” sobre delitos inexistentes,
(b) irradiar el miedo al resto de la población para dejarla indefensa y carente
de capital emocional para poder defenderse o enfrentar los proyectos
coloniales, (c) consolidar la fetichización de la justicia como un poder
aséptico de las luchas sociales existentes. Se busca que no lo intentemos más.
Que la cárcel (la desocupación, la represión y/o la muerte) esparzan su poder
de miedo tentacular, radial, extorsivo.
Desde la
detención de Milagro Sala ya suman casi 30 los presos políticos. Todxs ellxs
son las víctimas más explícitas de la criminalidad neoliberal planificada, complementadas
con las ejecuciones sumarias de la violencia institucional callejera y los asesinatos,
cuyos nombres más conocidos son los de Facundo Nahuel y Santiago Maldonado. Entro
al penal. Los barrotes hacen el ruido de un tiempo suspendido. Pienso en los
miles de compañeros detenidos-desaparecidos en las décadas del 70. Recuerdo sus
poemas escritos. Sus anécdotas de aislamiento y de amistad indestructible. Su
heroísmo silencioso. Su aporte posterior a los juicios de lesa humanidad. Sus
convicciones aunadas en la memoria sintetizada y latente de Julio López. Camino unos 700 metros hasta el pabellón 5. Se
abren y cierran puertas. Llevo libros junto a fiambres y quesos necesariamente
cerrados, para compartir el mate y la charla. Entran Fernando y Julio y recibo
sendos abrazos contenidos y buenos. La charla se desliza obligatoriamente hacia
una doble realidad dolorosa, sin reminiscencia alguna por territorios de derrota. Sin convocarlo el
diálogo pareció nombrar a Martin Luther King advirtiendo, “no me duelen los
actos de la gente mala sino la indiferencia de la gente buena”. Y también la
figura de la compasión altiva y olvidada: “nunca se patea al caído. Se lo
respeta. Se le habla de frente. No desde las alturas privilegiadas de la
libertad”. Los viejos y dignos códigos
aprendidos en la infancia (heredados de viejos corajudos y buenos que no
negociaban con principios de integridad human y barrial) vuelven por un
instante a recuperar su sentido entre barrotes verdes de una cárcel disfrazada
de uniformes de fajina grises y negros.
Después de una
hora de viajar por un panorama político semanal, se incorporan Eduardo Valdez y
los hermanos Camilo y Sabino Vaca Narvaja. Buscamos más sillas y la salita nos
queda chica. La charla se muda al Vaticano y a las anécdotas jugosas de
Francisco, Maradona y el clima mundial arrinconado por el neofascismo y sus
cómplices marketinizados. Camilo y Sabino deslizan cometarios lúcidos y se
preguntan en voz alta sobre la necesaria unidad del campo popular. Llegan dos
compañeras que trabajan con Francisco Olivera, “Paco”, del Grupo de Curas en
Opción por los Pobres, y se integran a un diálogo al que le aportan candidez y frescura.
Ambas alumbran desde una luz humana
intensa. Se percibe una diminuta fiesta, pequeñita, de solidaridad carcelaria.
Ínfima. Pero memorizable.
Una de las
jóvenes, nacida en la Isla Maciel, lo mira fijo a los ojos a Julio y le dijo:
“Yo quería agradecerle por el puente Pueyrredón. MI vida y la de todos mis
vecinos cambió desde que lo inauguraron. Antes tenía que juntar las monedas
para cruzar en bote”. Se hizo un imperceptible
silencio y pareció como si un cacho de luz se hubiese colado por los barrotes.
La ventanita de la sala de tres por tres no tiene más que 30 centímetros de
lado. Julio se quedó en silencio. Fernando giró la cabeza y con un gesto de
imperceptible ternura y disimulo intentó captar algo en el gesto de Julio. Yo
percibí el instante de reojo pero para mí, seguramente, fue un lapso superior al de ellos. No sé. Quizás.
Las dos chicas
(a quienes no nombro porque no puedo descifrar el costo que podría generarle una
exposición pública), Eduardo y dejaron la salita y me quedé con Julio y
Fernando. A los pocos minutos Esteche le dijo, “pensé que te ibas a largar a
llorar de la emoción con lo que te dijo la piba”. Julio respondió: “Si lloro cada
vez que se conmuevo, dentro de la cárcel, tendría que estar todo el día
lagrimeando”. Fernando concede. Las sobras de queso y fiambre se amontonan en
la salita de tres por tres mientras se escuchan los chirridos secos de los
barrotes y las voces ahuecadas de los carceleros y algunos detenidos.
Llegó la hora de
partir. Una unidad de filmación, con una cámara diminuta registra el momento en
que nos despedimos. Hay lago obsceno en ese acto de registro. Como si el
panóptico gritase su último éxito de verdad insípida. Giro el torso para ver la
entrada en un largo pasillo kafkiano donde los compañeros pasarán otra de sus
noches. Pienso en Gramsci y en el sinnúmero de encarcelados históricos que
fueron engrillados por oponerse a las múltiples versiones del egoísmo. Pienso
en todxs las mujeres y los varones que se plantaron frente al poder en un acto
nimio, humilde. Y también en esos otros que prendieron fogatas en las puertas
de los palacios en los que se encarnaba el sucio oro de la historia.
Termina la visita después de casi 4 horas. Y, como compensación mágica e infantil, irrumpe la fantasía como exorcismo: cuánto daríamos muchxs de nosotrxs para quedarnos en cana unos meses para que los presos pudieran abrazarse con sus afectos. Y cuánto daríamos porque este suplicio neoliberal se termine y se convierta en parte de un turbio y olvidable pasado. Habrá que consolidar la infraestructura esperanzadoras de nuevo. Habrá que arrancar por el lado de la compasión organizada. Por la espiritualidad popular de quienes nos sabemos parte de una larga historia de luchas fracasos, victorias y reiniciados. Allá a lo lejos, los presos del orden neoliberal preparan otra vez sus termos y sus mates. No están solos. Hay un murmullo de solidaridades que funcionan como un topo persistente. Cavan sus mensajes desde los cuatro puntos cardinales hasta atravesar amplios muros de concreto. Me quedo con los ojos de Julio ante las palabras de la hermosa piba catequista: “Gracias por el Puente”.