El juego propuesto es win-win, diría alguien en inglés. Ganar o ganar. Gana el Gobierno si pierde y, naturalmente, gana el Gobierno si gana. Su Excelencia y equipo apuestan a que eternamente el resto del país entre en su lógica y quede allí dentro, apresado, sin identidad ni punto de fuga.
El último jueguito fue el acto de San Miguel en el que uno de los colaboradores predilectos de Santiago Caputo, un médico conocido en las redes como Gordo Dan, llamó a construir “el brazo armado” de las fuerzas del cielo. Para que no quedasen dudas, también “la guardia pretoriana de Javier Milei”.
A los que se tomaron en serio el discurso y lo criticaron por peligroso, Caputo y la guardia de Su Excelencia les hicieron creer que habían sido unos tontos. El acto habría formado parte de una trampa cazabobos. O cazazurdos.
En ese caso el Gobierno, según el propio Gobierno, triunfó.
Están los que dejaron pasar el discurso de San Miguel. Para ellos el mensaje fue otro. Doble: o callaron porque están de acuerdo, o callaron por miedo.
En el imaginario mileísta era otra forma de triunfo.
¿Y entonces?
Entonces sí es bobo replicar, como un espejo, lo que se observó en la realidad. La descripción sin análisis sería un modo de pararse simétricamente. De enredarse en el ilusionismo de los guardias de San Miguel.
Sería una forma más de entrar en el juego de Su Excelencia y de Caputo, a quien el Presidente le atribuye, según dijo en la fiesta recaudatoria de su Fundación Faro, “una inteligencia superlativa”.
Un punto clave es que el discurso no fue pronunciado por un marginal sino por una pieza clave de la comunicación del Gobierno y de la Libertad Avanza.
Otro punto clave es que en el auditorio, eufóricos, estaban personajes importantes del Gobierno como Nahuel Sotelo, secretario de Culto y Civilización de la Cancillería. Sotelo, de 29 años y cercano al Opus Dei, una institución de ultraderecha dentro de la Iglesia católica con gran peso en San Miguel, y por supuesto una institución que se opone al Papa Francisco, es uno de los comisarios políticos que le pusieron en su momento a Diana Mondino por si se desviaba de la ortodoxia de los alt-right domésticos. A él, bajo la inspiración de Caputo y de Agustín Laje, el director de la Fundación Faro, se debe la desconexión de la Argentina respecto de cualquier iniciativa multilateral en el marco de las Naciones Unidas. Esto incluye no votar a favor de resoluciones para prevenir la violencia contra mujeres y niñas, ni contra las hambrunas ni por los derechos de los pueblos originarios. Esto último aunque la Constitución de 1994, que es la vigente, tiene un inciso especial, el 17 del artículo 75, sobre la preservación de culturas y títulos.
No es exagerado sacar la conclusión de que en San Miguel debutó una fuerza paraestatal.
¿El discurso se convertirá en acción? Difícil saberlo. Parece más interesante el enfoque de Francisco sobre los discursos de odio que las habituales tesis acerca de la manipulación de las masas. El Papa les dijo a los movimientos sociales que la secuencia es como sigue: indiferencia social frente al sufrimiento, crisis, violencia y discurso violento.
Es obvio que un discurso violento, y más desde el Estado o desde la estatalidad no declarada, puede habilitar acciones violentas. Pero suena más realista la línea papal de razonamiento. Conviene recordar que hasta hace un año Francisco regalaba a sus visitantes el libro “Sindrome 1933”, del historiador italiano Siegmund Ginzberg. Es un análisis de cómo llegó el nazismo al poder. Primero la crisis, después el discurso, y recién luego el discurso aplicado como parte de la masacre planificada.
Esto no significa pensar que la Argentina es una copia de la Alemania de 1933, el año del ascenso de Adolf Hitler. Simplemente es un recuerdo histórico necesario para un país que en dictadura aplicó, como pocos en el mundo, mecanismos del Holocausto como los campos de concentración. Nadie está vacunado para siempre contra nada.
¿Su Excelencia no es Hitler pero sí Benito Mussolini?
El ex diputado Osvaldo Nemirovsci escribió un artículo muy interesante en la revista Panamá para analizar la cuestión. Nemirovsci advierte contra la tentación de usar el adjetivo “fascista” como agravio.
En la Italia posterior a la Primera Guerra, la sociedad rota que describe Antonio Scurati en M, el hijo del siglo, dice Nemirovsci que “la única expresión política que tenía sintonizada la realidad era el fascismo, por lo que no resultó extraño que cuando el despertador de la historia se puso a sonar (y el rey convoca a Mussolini a formar gobierno) fueran los únicos en escucharlo”.
Agrega: “Con el debido respeto, pero harto de leer y escuchar la adjetivación de ‘fascista’ a lo que no lo es, sólo recuerdo la fábula de Pedro y el lobo. Me preocupa que de usar tanto este término con sentido erróneo, el que (ojalá no llegue) aparezca el verdadero fascismo, no van a saber de qué se trata”. Y cierra así Nemirovsci: “Esto último es sólo para asustarlos. No ocurrirá porque el fascismo no se repite”.
El acto de San Miguel tuvo una escenografía de pendones rojos con las palabras “patria” y “familia”.
Basta buscar en la web un acto de Cosme Beccar Varela de los años ’70, cuando en un petit hotel de la Avenida Libertador colgaban, también, los pendones rojos de Tradición, Familia y Propiedad. En la Argentina nunca adquirió importancia masiva, quizás porque la ultraderecha nacionalista católica tenía garantizada su acción por los vicarios castrenses, que después de 1976 terminarían santificando la tortura, literalmente dicho, y convirtiendo a los torturadores en cruzados por la gracia de Dios. En Brasil la TFP fue trascendente en San Pablo y nutrió cuadros del Estado. Militares y civiles. De allí venía Ernesto Araújo, el primer canciller de Jair Bolsonaro. Araújo llegó a escribir que la disociación entre Dios y la política se había producido en 1789. Es decir, con la revolución francesa. Y afirmó en un paper diplomático que el primer gobierno de Donald Trump venía a solucionar esa disociación.
Es probable que no haya que mirar a Hitler o Mussolini, porque cada fenómeno tiene raíces propias.
Pero la Argentina tiene una fuerte tradición de escuadras, en general enraizadas en el integrismo, como fue la Liga Patriótica, y un ejercicio concreto de la violencia desde el costado de las estructuras estatales con la Triple A.
Las fuerzas del cielo que animan a Su Excelencia tienen componentes diversos y distintas filiaciones históricas. Están la ultraderecha nacionalista, la ultraderecha liberal, los libertarios de ultraderecha, el integrismo católico, los ortodoxos de extrema derecha de Jabad Lubavitch y la franja fundamentalista de los evangélicos. Todos coinciden en una Argentina librecambista, con poder sindical disminuido y sin el pecado de la justicia social.
Como esas fuerzas del cielo ostentan una parte bizarra, la tentación es tomárselas en broma. Como si se dijera: “Si después de todo son unos muchachos sobreactuando…”. Así sucedió con el propio Milei, que fue avanzando paso a paso hasta la presidencia porque, después de todo, era un muchacho payaseando. Y terminó en la Casa Rosada alguien que, discursos aparte, preside una Argentina donde millones se van a dormir con una sola comida diaria.
Pare, mire, escuche, recomendaban los viejos carteles antes de una vía. No decían “no cruce” ni “asústese” ni “se viene el apocalipsis”.
Pero si no prestabas atención y simplemente cumplías una rutina, distraído, un día el tren podía pasarte por encima.