Publicado el 7 jul. 2020 | Política
Por María Soledad Iparraguirre
El maestro y pedagogo Orlando «Nano» Balbo reflexiona acerca del rol de la escuela en el contexto de aislamiento, el futuro en las
aulas y la crisis del capitalismo que desnudó la pandemia.
Orlando “Nano” Balbo es docente. Fue discípulo de Paulo Freire y maestro alfabetizador en una comunidad mapuche en la precordillera. Durante el breve gobierno de Héctor Cámpora coordinó la campaña de alfabetización de adultos CREAR (Campaña para la Reactivación Educativa del Adulto para la Reconstrucción) en Neuquén. El 24 de marzo de 1976, fue secuestrado por una patota comandada por Raúl Guglielminetti. Pasó seis meses en la cárcel de Neuquén y fue trasladado al penal de Rawson: sufrió golpes, picana y submarino seco. Quedó sordo a causa de la tortura. Logró exiliarse en Italia, donde trabajó en la imprenta del Vaticano y regresó al país, a poco de iniciada la democracia. En 2015, recibió el doctorado Honoris Causa, por su trayectoria en la Universidad de Luján. Un maestro, es el libro de Guillermo Saccomanno que narra su vida. Actualmente participa en bachilleratos populares y, pandemia mediante, colabora en foros educativos que proponen debatir el rol de la pedagogía en tiempos de coronavirus.
En diálogo con La Pulseada, a través de correos electrónicos y audios de Whatsapp, “Nano” explica la crisis del capitalismo, mayormente visibilizada ante la irrupción de la pandemia mundial; el rol de la educación en el contexto de aislamiento y el desafío pedagógico de refundar una nueva escuela.
“Voy a salir esclavo de las tres pantallas”, sonríe Nano. Y un recuerdo viene a su memoria. “Cuando llegamos a Rawson no sabíamos dónde estábamos, nos encerraron en celdas individuales y nunca pudimos saber qué cárcel era. Sospechábamos que era el sur por el aire, el olor a mar. A veinte días de encerrados ya nos acostumbramos que iba a ser así, íbamos a estar aislados, sin poder hablar con nadie, sin nada; si decíamos una palabra de más nos garroteaban, y un día abren la puerta y la dejan abierta. Nadie se animó a salir, hasta que el celador pegó el grito: ‘¡Salgan, boludos!’ Ahí nos dimos cuenta que podíamos estar en el pasillo, juntos. Nos va a pasar lo mismo cuando nos levanten la cuarentena”, bromea.
–Hablás de la idea del trabajo asalariado como dispositivo de organización social. ¿Cómo se articula esta idea en tiempos de pandemia? ¿Qué complejidades irresueltas ves al respecto en torno a la crisis del capitalismo?
–El sistema capitalista entra en crisis cuando se intenta que el mercado regule la sociedad, sustituyendo al Estado. Esto empezó en 2008, cuando se desmadra el sistema financiero y los Estados salen a respaldarlo con millones y millones de dólares que van a ese mismo sistema, pero también a los paraísos fiscales, donde no los agarra la legislación de ningún país. En Argentina, además, se vio a través de una vieja consigna que sostiene que “hay que achicar el Estado para agrandar la nación”. No: se achica el Estado para generar una serie de actividades financieras con fines de lucro. Esta política se muestra miserable cuando irrumpe el coronavirus. Se privatizó la salud pública y hoy, los países con su sistema de salud privatizado tienen serias dificultades para enfrentar el virus, porque la primera regla de oro que tenían esos sistemas es el “justo a tiempo”. Los hospitales no podían tener camas ociosas, tenían que presupuestar cuantas necesitarían con exactitud. Y hoy no sabemos cuántas camas vamos a necesitar. La pandemia vino a mostrar el fracaso del capitalismo financiero y la profunda desigualdad en la que han sumergido a la sociedad mundial.
“La pandemia vino a mostrar el fracaso del capitalismo financiero y la profunda desigualdad en la que han sumergido a la sociedad mundial”
–¿Cómo se reflejó eso en Argentina?
–Agravado por la política del gobierno macrista con la formación de emprendedores. El “emprendedurismo” como modalidad del sistema para bajar los costos laborales y que uno fuera su propio patrón, es decir, su propio explotador, trabajando sin descanso, sin pago de horas extras, sin vacaciones ni obra social. Hasta que termina colapsando ese sistema de emprendedores y la única salida es subirse a una bicicleta para distribuir bienes y servicios dirigidos desde una plataforma digital o sumarse a empresas con fines de lucro como mano de obra barata. Esto respondió a la necesidad del capitalismo de desbancar al trabajo asalariado. El que tenía trabajo asalariado tenía obra social, jubilación, tenía derecho a la educación. Al desaparecer ese trabajo, se empiezan a perder derechos.
–Esta crisis atraviesa el tejido social. ¿Qué rol juega la escuela como dispositivo educativo también en crisis?
–Nuestra escuela es profundamente patriarcal, colonizadora, etnocentrista y eurocentrista. El Estado busca disciplinar a través de la escuela. La escuela fue privatizada y se la vació de contenido para empezar a considerarla una empresa, una empresa deficiente, además, ya que había que hacerla producir dinero. Lo primero que se hizo fue descentralizar el sistema educativo. Antes, se centralizaba lo administrativo contable en un ministerio nacional y se descentralizaba lo pedagógico, de manera que, la realidad del chico era el punto de partida y de llegada en el proceso de aprendizaje. Esto cambió cuando se centraliza lo pedagógico y desde un ministerio se concentra y distribuye para todos el mismo contenido; y descentraliza lo administrativo, por lo que director y supervisor tienen que ocuparse de pagar cuentas. Distribuir lo mismo en condiciones desiguales es profundamente injusto. Esto se hace mucho más visible en tiempos de encierro.
–¿De qué modo impacta en este tiempo de aislamiento?
–La alternativa a la suspensión de la escolaridad fue la educación a distancia, a través de plataformas digitales. En Argentina no existe una cultura tecnológica que permita usar esta tecnología. Los docentes tuvieron que aprender cómo se maneja un aula virtual. Desde el lado de los alumnos, la mitad no tiene conectividad, no tiene computadoras, o si hay una en la casa resulta insuficiente; los más postergados no tienen siquiera el espacio físico para hacer las tareas. Esto tratan de resolverlo los docentes de una manera casi heroica, poniendo su computadora, su wifi, haciendo programas radiales. El Ministerio distribuye unos cuadernillos para quienes no se pueden conectar, pero como el sistema de distribución estaba en cuarentena, encontramos las cartillas en los supermercados. Y la pedagogía terminó yendo a parar al lado de las latas de tomate y los paquetes de polenta.
“Desde el lado de los alumnos, la mitad no tiene conectividad, no tiene computadoras, o si hay una en la casa resulta insuficiente”
–Sostenés la idea de que la educación es un hecho eminentemente humano y la plataforma deshumaniza y por eso no es un soporte neutro, ¿cómo se salda esta encrucijada? ¿Cuál pasa a ser el rol del docente en este sentido?
–Se deben construir las condiciones para comprender los profundos cambios culturales que implica el uso de las plataformas digitales y los algoritmos en toda la aparatología. Para ello resulta imprescindible hacer una historia situada de la tecnología. Hay intelectuales que sostienen que los cambios en la vida del hombre que implica esta revolución ya no son cambios sino verdaderas mutaciones en la vida social. La escuela deberá vérselas con la reducción de los saberes. Hoy aprender es manejar información para resolver problemas. Yo estoy convencido de que aprender es algo bastante más complejo y profundo; los saberes no son solo información ordenada para resolver problemas.
–¿Creés que la pandemia visibiliza la desigualdad social en cuanto a la imposibilidad de acceso a la tecnológica? ¿Cómo sostener desde la pedagogía a los pibes que no tienen acceso a redes y plataformas educativas?
–La pandemia vino a mostrar el fracaso de capitalismo financiero y la profunda desigualdad en la que ha sumergido a la sociedad mundial. El uso de estos aparatos tecnológicos agudiza estas desigualdades, porque son productos comerciales y como tal no tienen como objetivo una distribución más justa, sino fines de lucro. Este es el otro debate, pretender que una mercancía pueda construir condiciones de vida más justas, es una ilusión. La discusión pedagógica será que es lo que vamos a hacer con esas mercancías, así como con la ausencia de ellas, para ponerlas al servicio de un mundo más justo.
“El chico tiene que poder poner en palabras la experiencia traumatizante de este tiempo de encierro. Que pueda resignificarlo es el mejor aporte que puede hacer la escuela para la educación de nuestro pueblo”
–¿Cuáles son los desafíos pedagógicos en tiempos de pandemia tras meses de no asistir a clases?
–El chico tiene que poder poner en palabras la experiencia traumatizante de este tiempo de encierro, lejos de sus amigos. Tienen que poder accionar los modos de compartir sus miedos y sus angustias. Y que pueda resignificarlo es el mejor aporte que puede hacer la escuela para la educación de nuestro pueblo. Ese chico encerrado en su casa, aislado, además es víctima de una sobreinformación terrorífica. Toda la información de los medios apunta a los muertos, falta un concurso que diga qué país tiene más cantidad de muertos. Se le agrega el llanto de los economistas que señalan que con la cuarentena no vamos a tener qué comer. Esto se está convirtiendo en una verdadera infodemia, información falsa, interesada, que el chico está absorbiendo y que no puede procesar. ¿Cómo procesa sus miedos el niño? Con el juego, con los cuentos, con la literatura que tiene al alcance. Cuando se vuelva a la escuela el chico tiene que tener la posibilidad de expresarse y jugar. Volver a la escuela en un gran recreo en el que los pibes jueguen, canten, pinten, redacten la experiencia en pandemia, que resignifiquen todo ese trauma que implica el encierro. Sino, la escuela no sirve para nada.
Portada: Revista Brooke
Fuente: La Pulseada