Buen día. De cualquier modo, pese a todo, digo: ¡buendía! Aún con el riesgo de ser tomado por un ingenuo; es decir, por un güevón. Dejando debida constancia de que ser güevón no siempre significa ser pelotudo, y cubierta ya la necesidad, tan argentina, de hablar de uno mismo, voy a lo que iba: intentaré algunas reflexiones sobre la esperanza, ya muy entrados en la segunda década de ese siglo 21 que, parecía, no nos iba a llegar nunca. La esperanza justamente hoy, en tiempos en los que no sabemos qué nombre ponerle a la bendita democracia, tan abusada.
1. Esperanza, una palabra devaluada, vaciada, degenerada, deshilachada, violada, sometida, prostituida, humillada, paupérrima, ridiculizada; una palabra extraviada, colonizada, ajena, una palabra extenuada, cansada, que nos significa cualquier cosa, menos lo que debiera.
2. Si los eventuales lectores y lectoras me lo permiten, por un rato pondremos un par de preguntas en remojo:
¿Qué queremos significar cuando decimos esperanza?
¿Es posible la esperanza en un mundo arrasado por el impiadoso tsunami del neoliberalismo?
Y más: ¿Es posible la esperanza cuando la democracia se disfraza de democracia, y no tiene nombre?
3. Hoy por ayer, hoy por hoy, hoy por mañana, venimos de estafa en estafa: pero, ¿hasta que punto nos estafaron y hasta qué punto facilitamos esa sucesiva estafa? Sea como sea: ¿vale la pena tener esperanza? ¿Vale la pena tener esa pena? Aclaremos pronto que la pena valdrá la pena si es terca, si es porfiada, porque esa pena, tarde o temprano, valdrá la alegría.
4. Hagamos una pausa en nuestra urgencia para ir a ningún lado: si nos tomamos el pulso advertiremos un detalle no menor: estamos vivos todavía. Y estamos pisando un pedazo de mapa que se llama Argentina. Por ahora ¿y hasta cuándo?
5. No debiéramos olvidar que estuvimos en el limbo del infierno, dictadura militar y cívica y ruralista y eclesiástica y mediática mediante; limbo del infierno cuando aquí, ¡aquí!, se violaban las vidas y se violaban las muertes y se afanaban criaturas de cuajo, desde la placenta.
6. Y no nos olvidemos, además, que aquel festival de la desnucación de la condición humana, ya en una democracia endeble que apenas si gateaba, nos desembocó en la década del 90, cuando, para decirlo rapidito, no sólo malvendimos a las joyas de abuela, vendimos a la abuela también. Caramba, aquí no quedaron ni los mástiles; desgracia afortunada, porque, ¿qué bandera hubiéramos tenido para izar?
7. El caso es que hacia el 2018 estamos tropezando otra y otra vez con la misma piedra; calcando la década del 90, ahora con el entusiasmado complemento de una mano dura alevosa hasta lo criminal, y con el paradójico respaldo de la legitimidad de las urnas. Urnas que supimos des-conseguir.
8. Pero, sin embargo. Resulta que aquí estamos merodeando sobre la palabra “esperanza”. Por favor, cuando nos animemos por fin a pronunciar la bendita maldita palabra boomerang, esperanza, prestemos la atención debida. ¿Por qué tanta prevención? Porque la verdadera esperanza no es fácil; nunca, jamás nos cae del cielo. Es algo que brota desde la paciencia, aquí, al ras de la tierra. Ojo al piojo: brota si la sembramos. Y si la regamos cada día, sin feriados, incluso en los días de guardar.
9. ¿Es que estamos tratando de afirmar que la esperanza es una “actividad”? Eso: es un estado febril, es un arduo trabajo.
10. Todo eso es la esperanza: actividad, fiebre, fervor, trabajo perpetuo. Pero no sólo eso: a veces, muchas veces, es indignación, es furia, es desvelo, es pulseada, es arduo insomnio. Como también lo es la democracia misma. Tan manoseada, tan forreada ella. ¿Por un acaso estamos insinuando que la democracia está siendo usada, y como preservativo? No es insinuación, es afirmación: ya no sabemos cómo llamar a la democracia, qué nombre ponerle a esta hediondez cívica. Asistimos a la existencia flagrante de la “democracia condón”.
11. Así las cosas, pese a todo no debemos soltarnos de la esperanza. Que esto no se entienda como frase de ocasión, como invitación a una acción reducida a la mera oralidad. Renunciar a la esperanza (cuando se es un bien comido y un bien alfabetizado) puede ser una obscena comodidad, un acto de profunda cobardía, ¡hasta una traición!
12. Los bien comidos y alfabetizados que se entregan al desaliento y que bajan los brazos con relación a la esperanza, en realidad no merecen tener brazos. Encarnan una militancia al revés. Esos humanos son vagos de toda vagancia; le sobran a la Vida.
13. Memoria. Volvamos a la última década del reciente siglo pasado. Se prolongó, en situación de democracia, la devastación craneada en los años de la dictadura; devastación organizada por aquel neoliberalismo encarnado en Alfredo Martínez de Hoz y después reencarnado en Domingo Cavallo.
Durante el jolgorio de aquellas “relaciones carnales” el grueso de nuestra sociedad, a merced al cholulismo de los buitres de adentro, propició y se acostumbró al despojo insaciable de los buitres de afuera. Pero entonces lo más grave no fue el despojo material, no fue el habernos quedado sin las joyas y sin la abuela; en aquellos tiempos no tan lejanos lo más grave de todo fue que a muchos, a demasiados, les empezó a parecer inútil, pueril, tener esperanza. A punto estuvieron de convencernos de que eso, tener esperanza, era algo subversivo. O era, como anticipaba el himno de Discépolo, el modo más sonoro de hacer el ridículo.
Soñaban quienes nos gobernaban urnas mediante, con pertenecer al primer mundo. Y lo consiguieron, éramos el inodoro del primer mundo, y el bidet también. La palabra dignidad huyó despavorida de nuestro diccionario. Y con ella, la palabra esperanza .Sin dignidad y sin esperanza, ¿qué sentido tiene haber nacido? En tal caso, ¿somos una sociedad o somos un conato de república, un amontonamiento de gargantas sólo alzado cada cuatro años, cuando los mundiales de fútbol?
14. Prestémo-nos atención, justamente en estos días. Hay demasiados que en ese parpadeo de historia que es un par de años, demasiados que han pasado de la euforia de un brote de primavera, a una jodida, contagiante depresión. A la palabra esperanza la escupen por ingenua y por remota.
15. Simultáneamente, ¿que está sucediendo en la vereda de enfrente? Sin el menor pudor se han apropiado de la palabra esperanza. Y la usan a rajacincha, desembozadamente y, ni hablar, que marquetineramente. Y, en ese río revuelto del “todos son iguales” que inyecta la pertinaz “antipolítica”, y que nos remite al “que se vayan todos”, los crecientes desalentados de hoy (eufóricos de ayer nomás) una vez más le hacen el caldo gordo a los siempre activos fachos, a los viejos y reiterados neoliberales que propician sin disimulo la Mano Dura explícita, o la Mano Dura solapada siempre con los escudos del falso republicanismo y de la democracia condón.
16. Pero, ¿es que nos vamos a quedar entretenidos con el placer cínico de describir y acatar el desastre consumado? Tenemos la urgente obligación (los bien comidos y alfabetizados) de hacer algo más, mucho más que gemir o esperar de brazos cruzados que el neoliberalismo se derrumbe por sus propios colmos.
17. Hacer algo, muchos más. ¿Cómo qué? Como acudir a los ejemplos. ¿Ejemplos? Eso suena a cháchara pueril. Suene como suene el caso es que no carecemos de ejemplos, y prodigiosos. Ya que nos apetece ser mundiales, recordemos inmediatamente que aquí tenemos ejemplos admirados en el mundo entero. ¿Cómo cuáles? Digámoslo en un merecido párrafo aparte.
18. Basta ya de alentar al desaliento. Una cosa es el espíritu crítico y otra el cómodo pesimismo. La lucidez sin participación, la lucidez reducida a oralidad es menos que masturbación. Mucho menos. Ejemplos, y prodigiosos, tenemos aquí. Digámoslo de pie: las Madres Abuelas a través de cuatro décadas nos vienen enseñando algo imprescindible: que la esperanza es un derecho. Y es un insoslayable deber.
19. Y nos vienen enseñando, ellas, que la tan estigmatizada memoria no es retroceso, al contrario, que la memoria es la forma más ardua de la esperanza.
20. A la vista las tenemos, y más acá de nuestras deprimidas narices: nadie pudo, nadie puede, nadie podrá con las prodigiosas parteras de la memoria. Nadie pudo nadie puede nadie podrá con el acero de su ternura, con la encarnación de la esperanza y la paciencia.
21. A propósito: la paciencia no es resignación, es lo contrario.
22. Y hablando de la esperanza entendida como un incesante trabajo: no es para vagos, ni es para abúlicos, ni es para desmemoriados, ni es para invertebrados, ni es para traidores, ni es para forros camaleones.
23. Bajar los brazos, renunciar a la esperanza activa –para decirlo como lo diría Quevedo– es una manera de cagarse en el futuro. Ojo al piojo: adentro de la palabra “futuro” están nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos y...
24. Damas y caballeros: no dejemos, no permitamos que también nos afanen la esperanza. Cuando eso nos pasa, ya ni siquiera necesitamos enemigos.
25. Que quede bien claro y no haya confusiones: estamos hablando de la esperanza como palanca y cornisa de la dignidad. De la esperanza como milagro sembrado, y no caído del cielo. De las esperanza como ideología. No estamos hablando de la esperanza pavota, güevona. Ni estamos hablando de la esperanza de los discursitos aprendidos de memoria. Ni de la hueca esperanza de cartón pintado. Ni de la esperanza declamada, impostada. Ni de la esperanza como mero maquillaje.
26. Que quede muy claro: estamos hablando de la esperanza de los que hacen el amor a rajacincha. Hablando de la misma indómita esperanza que les permitió a las Madres Abuelas de Plaza de Mayo rescatar y abrazar a mucho más cien nietos afanados de cuajo desde la placenta.
27. A propósito: con la esperanza hecha trapo, con la esperanza desgarrada, machucada, pero, de todas formas, con la esperanza sostenida por una memoria que recién asoma, renovemos las imperiosas preguntas. Entre ellas, hagamos la calle para preguntamos “¿Por qué, por qué ya no está Santiago?” Y por qué no esta Nahuel. Un muerto por la espalda ya es demasiado.
Demasiados muertos por la espalda indican que si esto no es una dictadura, esto, cada día y cada noche, se parece demasiado a una dictadura. Envuelta en papel celofán. La inoculación del miedo nos produce caries en la índole. Y esto también nos sucede al compás de los serviciales medios de des-comunicación. Que des-componen esto que insistimos en llamar “la realidad”.
28. Que el desánimo no nos desemboque en la desesperanza crónica. No podemos, nos demos acostumbrarnos a esto de la democracia forreada, porque el acostumbramiento atenta y socava a la democracia. ¿Hasta cuándo la democracia va a tolerar ser forreada, ser pura cosmético, ser un mero condón, al compás de los dictados de los fabricantes de encuestas y de los fabricantes de imagen? Mientras resolvemos cómo atravesar ese “hasta cuándo” no nos concedamos el menor recreo. No nos deslicemos hacia la ciénaga del desánimo. El desánimo, como el bostezo, es jodidamente contagioso. El desánimo anida a la desesperanza. Y a esto precisamente apuntan los entusiasmados derechudos que, sin duda, han aprendido a llegar a ser gobierno con el favor incuestionable de las urnas.
29. Los bien comidos y alfabetizados, dejemos de tenernos lástima. Y salgamos de la autocompasión mocosa. Mejor, más sano que eso: vadeemos el hediondo desaliento, hagamos un esfuerzo de hernia para no caer en la fácil tentación de la desesperanza. Esa tentación anida una obscena comodidad. Y significa una traición que no tendrá el perdón de ninguno de los dioses habidos y por haber. Sumada al no perdón de los dioses, estará la mirada ineludible de nuestros hijos y de los hijos de nuestros hijos, y así sucesivamente.
Posdata. Por más abatidos que estemos, no nos acostumbremos al abismo desfondado de la desesperanza. No le escapemos a la pregunta, insistamos con ella: ¿tenemos acaso (los bien comidos y bien alfabetizados) derecho a bajar los brazos? En tal caso, ¿qué quedaría para los desgajados?
Bajar los brazos, hoy como nunca, es reaccionario; es una traición. En realidad, estamos hablando de la traición de las traiciones. El desaliento es consecuencia de la pueril euforia, y constituye nuestro mortal pecado mortal. A ver, ¿por qué?
Porque, sumidos en el desaliento, le estaríamos ahorrando el trabajo al enemigo. Entonces, una vez más: oíd mortales: la esperanza es un derecho pero, antes y después, la esperanza es un deber. Ni por puta arriemos los sueños. Y no perdamos la vergüenza. No nos sumemos a la manada de la indiferencia activa, tan sembrada por los alevosos medios de des-comunicación. No seamos mierdas sin destino y sin redención posible. No seamos melancólicas, patéticas, mierdas sin siquiera olor.
No olvidemos que estamos y estaremos en estado de pulseada. La pulseada jamás puede ni debe terminar. Tengamos presente que, para nosotros, la parte más jodida y peligrosa de la pulseada es, siempre, cuando nos creemos que la vamos ganando. Porque la euforia nos distrae, y ahí aflojamos, nos vaciamos en vicio de estribillos. Y entonces los “otros”, sin dudar y sin que les tiemble el pulso, nos caminan por arriba. Y nos comen crudos. Como ahora.
Precisamente esto nos sucedió una vez más y no hace tanto. Nos sucedió aquí, en esta patria idolatrada; patria tan violada como la pobrecita democracia.
- Escritor, periodista
zbraceli@gmail.com / www.rodolfobraceli.com.ar
Ilustración:Taringa
Fuente: Liliana López Foresi