• 29 de marzo de 2024, 7:54
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A propósito de un cumpleaños no tan banal: Los atributos del poder y el acecho de la antipolítica

Por Daniel Feierstein*


La noche de Varennes es una película del genial Ettore Scola que narra el intento de fuga del rey Luis XVI durante los años de la Revolución Francesa. Uno de los episodios del film muestra al rey sin sus “atributos” (los elementos simbólicos que le conferían su autoridad: ropa, pelucas, escenarios, contexto) y enseña algo fundamental: el rey, como toda autoridad, es una construcción simbólica. Sin sus “atributos” el rey ya no es rey.

A diferencia de la monarquía, en los sistemas democráticos la legitimidad del gobernante (sus “atributos”) se asienta en un “contrato” (también simbólico) con la población: ser garante del proyecto político que encarna, cuyas propuestas se someten a la compulsa popular. Si el monarca era representante de un orden suprahumano, el gobernante democrático es representante de la voluntad popular.

Esa imagen que dio origen a la modernidad se encuentra en una profunda crisis. En Argentina es posible observar su derrotero desde el fin de la última dictadura. En el caso de Alfonsín, el quiebre fue consecuencia de la presión de los poderes concentrados, lo que no disminuye el impacto subjetivamente destructivo para la población (y en especial para la generación que se sumaba a la política en los 80) de aquel “felices pascuas” con el que dejó impotente la masiva movilización que buscaba poner un límite a la impunidad de los genocidas y a la extorsión militar.

Carlos Menem inauguró la traición incondicional al mandato popular. Electo bajo las consignas del “salariazo” y la “revolución productiva” se encargó de ejecutar una brutal política de ajuste, con sus consecuencias en la destrucción de empleo, privatizaciones, apertura de las importaciones y arrasamiento de la estructura fabril.

Fernando de la Rúa fue votado para terminar con la corrupción menemista y comenzó su gobierno sancionando una ley de flexibilización laboral votada con el pago ilegal a representantes políticos en el Parlamento, lo cual generó la renuncia de su vicepresidente y la continuidad del esquema económico menemista lo condujo a la crisis política de diciembre del 2001.

Néstor Kirchner leyó la gravedad de la destrucción de las bases de legitimidad del ejercicio democrático y buscó recomponer con éxito la relación de la población con la política y sus representantes, al punto de entusiasmar a una nueva generación. Recompuso de algún modo aquellos “atributos” con una acción básica: prometer menos y buscar el cumplimiento de dichas promesas.

El gobierno de Mauricio Macri, en contrapunto, fue la asunción descarnada del cinismo, el reconocimiento público explícito de que las declaraciones políticas se hacían solo para decir “lo que la gente quiere escuchar”, para lo cual se rodeó de especialistas en opinión y focus groups. Así surgieron discursos como “pobreza cero” o “revolución de la alegría”. Era el intento de construir una nueva legitimación: gobierna quien nos engaña mejor.

Todo ello ha ido abonando año a año las filas de la antipolítica, el voto en blanco y, con ello, la dificultad para resolver la vida social y el conflicto en el espacio público y colectivamente.

El nudo actual del problema.

El sistema democrático resulta cada vez más disfuncional a las transformaciones en las lógicas de acumulación del capital, que requieren crecientes redistribuciones regresivas de la riqueza. A diferencia de las experiencias dictatoriales, ahora aumenta el acompañamiento de sectores concentrados de poder a las propuestas que buscan corroer la legitimidad democrática y apostar al abandono de la participación política por parte de las mayorías, dejando que prime “la ley del más fuerte” y que cada quien deba enfrentar solo su infortunio, al tiempo que se busca desviar el odio hacia “la casta política”. Es lo que pregonan en nuestro medio figuras como Javier Milei o José Luis Espert. Es con ese discurso que han crecido los fascismos en el siglo XX europeo y figuras como Bolsonaro o Trump en el siglo XXI americano.

Es justamente por todo ello que la foto del cumpleaños en Olivos en días en que regían las medidas de restricción tiene un peso simbólico y político fenomenal. No se trata, como algunos creen, de un “error” o que la indignación ciudadana sea meramente parte de una “moral republicana” de ocasión que trata de convertir lo banal en relevante.

En un proyecto político cuya razón de ser es la reconstrucción de la confianza en la palabra pública y en el gobierno como herramientas de expresión de las necesidades de quienes más sufren, este hecho constituye una afrenta a todos y cada uno de esos valores, una cachetada en el rostro de quienes hicieron sacrificios extremos en la mayor catástrofe vivida en nuestra historia.

Ninguna excusa resulta suficiente. El daño es mayúsculo y alimenta el creciente avance de la antipolítica. Entre tantos, lo dijo de un modo conciso Natalí Schejtman en las redes sociales: “qué oportuno que la política otorgue una muestra de que es una casta de privilegiados cuando las nuevas derechas dicen que es una casta de privilegiados”.

El cumpleaños en Olivos es el extremo grotesco de no haber comprendido nunca la gravedad ni las necesidades que imponía la situación pandémica. Son numerosos descuidos en uno y que se suman a muchos otros. Pero el más grave de todos es minar la confianza en la palabra pública al enrostrarnos que la ley no es igual para todos y que los sacrificios los hacen solo los mismos de siempre. No es equivalente que eso lo actúe quien cree que “se cae” en la educación pública que quien viene a recuperar un espacio de construcción colectiva. Toda igualación o comparación es en ese sentido engañosa.

La creencia que las normas no están hechas para mí es el corazón de la transformación de la subjetivación contemporánea y constituye un obstáculo fundamental para la propia continuidad del lazo social tal como lo hemos conocido en la historia moderna.

En el momento en que la disputa por la subjetividad pasa por recomponer la importancia de la actividad política como medio para la acción cooperativa, la figura presidencial (representante de un proyecto que reivindica ese legado más allá de que otros movimientos también lo hagan) demuestra que se considera miembro de una casta que no se siente obligada a respetar la ley, ni siquiera las propias normativas que firma de puño y letra.

Esto no se resuelve escondiéndose bajo la mesa ni apelando al “ah, pero Macri”. Requiere asumir el daño realizado al conjunto del campo popular y diseñar estrategias para recomponer la confianza, reconstruir los atributos que legitiman a los representantes políticos en su relación con el pueblo al que representan. Un desafío que era previo al cumpleaños en Olivos pero que aparece potenciado con el escándalo.

Este desafío no puede asumirlo solo un presidente, ni siquiera solo un conglomerado político. Requiere que haga carne en el conjunto de la militancia popular y, con mucha mayor razón, en sus representantes, sean parte del partido que sean, como modo de reconstituir los “atributos” necesarios para el ejercicio del poder.

En este debate se juega la condición de posibilidad de cualquier proyecto del campo popular. No comprenderlo o minimizarlo implicará abrirle las puertas a la noche neofascista que incuba, como el huevo de la serpiente, en las corrientes subterráneas de nuestro país y nuestra región.

*Investigador CONICET. Profesor en UNTREF y UBA.

Foto: Erich Salomon.


Fuente: La Tecl@ Eñe

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