• November 23, 2024 at 4:08 AM
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Woodrow Wilson en el diván de Freud: ¡cuidado con los idealistas!

Por Eric Calcagno

La Weltpolitik impone con la guerra la sociedad ideal (para ellos) en Ucrania o Palestina

William C. Bullit Jr. perteneció a la alta sociedad de Filadelfia. Brillante estudiante y mejor periodista, fue nombrado asesor del presidente Woodrow Wilson en ocasión de la conferencia de paz de París en 1919. Bullit renunció cuando conoció las condiciones impuestas a Alemania, casi al mismo tiempo que un tal Keynes, economista que asesoraba al gobierno británico. Keynes escribió “Las consecuencias económicas de la paz”. El propio Mariscal Ferdinand Foch, generalísimo de los ejércitos aliados, afirmó “esto no es la paz, es un armisticio por veinte años”, con notable precisión cronológica. Bullit, por su parte, entró en una profunda depresión, con intenciones suicidas. Algunos amigos le aconsejaron contar con una opinión profesional, y es así como viajó a Viena, apenas entonces un rezago del imperio austrohúngaro, para tratarse con un tal Sigmund Freud. 

Como era probable, la terapia fue un éxito. Lo que no era previsible fue que Bullit y Freud entablaron una amistad, a tal punto que ambos decidieron escribir juntos un libro sobre la psicología de Woodrow Wilson. Con los recaudos metodológicos del caso, ya que era imposible convertir a Wilson en carne de diván, los dos amigos trabajaron sobre documentos, testimonios y vivencias. El resultado fue “El presidente Thomas Woodrow Wilson, un estudio psicológico”. Aunque estuvo listo en 1938, un año antes del fallecimiento de Freud, la obra quedó inédita mientras la viuda de Wilson estuviese viva. Recién fue publicada en 1966. No era la primera vez que Freud incursionaba en temas sociales, ya lo había hecho con “Tótem y Tabú” además de “El malestar en la Cultura”. Aunque en este caso hablamos de la influencia de la psiquis en la visión del mundo y en la toma de decisiones de un estadista que afectaron la vida de millones de seres humanos. 

Thomas Woodrow Wilson nació en 1856 —el mismo año que Freud— en un hogar del sur de los Estados Unidos. Su padre era un renombrado teólogo presbiteriano, John Ruggles Wilson, conocido por la excelencia oratoria. Pese a una salud precaria, el joven Woodrow reverenció la figura paterna y heredó el don de la palabra pública, así como sólidas convicciones religiosas. Al cuidado de madre, hermanas y primas, creció a la sombra de un padre al que consideraba perfecto. Wilson recién contrajo matrimonio a los 27 años, lo que derivó en la primera relación íntima que tuvo con una mujer.  

La peligrosa psiquis alienada de algunos líderes

“A través de una larga y penosa evolución, hemos aprendido a establecer las fronteras que separan nuestro mundo psíquico interior del mundo de la realidad externa”, señala Freud, con especial énfasis en la “autocrítica y a nuestro respeto por los hechos”. “Wilson, por el contrario, declaraba reiteradamente que los meros hechos no tenían ningún significado para él, que estimaba exclusivamente los motivos y las opiniones humanas”. Para el vienés, “era natural para su manera de pensar ignorar los hechos del mundo exterior real, aun hasta el punto de negar que existieran si estaban en conflicto con sus esperanzas y deseos.” “Debo expresar también mi creencia de que había una conexión íntima entre la alienación del mundo real que tenía Wilson y sus convicciones religiosas”, concluye. Tomá mate. 

“Locos, visionarios, víctimas de alucinaciones, neuróticos y lunáticos, han desempeñado grandes papeles en todas las épocas de la historia de la humanidad, y no sólo cuando la casualidad del nacimiento les legó la soberanía. Habitualmente han naufragado haciendo estragos”, dice. Y aunque Freud reconoce que han existido grandes personalidades de la humanidad con esas características, señala que lo han sido pese a esas anomalías antes que gracias a ellas. En cambio, cuando priman “los rasgos patológicos de su personalidad, la unilateralidad de su desarrollo, el refuerzo anormal de ciertos deseos, la entrega a una sola meta sin sentido crítico y sin restricciones” eso les “da el poder para arrastrar a otros tras de sí y sobreponerse a la resistencia del mundo”. 

Cita un ejemplo: «Dios ordenó que yo fuese el próximo presidente de los Estados Unidos. Ni usted ni ningún otro mortal o mortales podrían haberlo impedido», afirmó Wilson en 1913 luego de ser electo presidente. En esa función, Woodrow promovió la segregación racial en todos los niveles de la administración. Sostiene Freud que cuando falleció el teólogo —en 1903— Wilson nunca pudo encontrar un sustituto de la figura paterna, por lo que decidió identificarse con Jesús. Con la guerra desatada en Europa desde 1914, el presidente estadounidense encontró la posibilidad de predicar la paz en el modo del “Sermón de la Montaña”. Eso dijo Freud. 

Eso serán los 14 puntos que Wilson propondrá a los beligerantes a principios de enero de 1918, donde no faltan el libre comercio, la libertad de los mares, el desarme generalizado, la autodeterminación de los pueblos y el establecimiento de una sociedad de las naciones donde puedan arreglarse todos los conflictos. Y no habrá más guerras. Por nuestra parte, no deja de sorprender eso de la “autodeterminación de los pueblos”, habida cuenta que México, Haití, Cuba, Panamá y Honduras sufrieron intervenciones militares, Nicaragua se convirtió en un protectorado y la República Dominicana fue ocupada durante la presidencia Wilson. “Les voy a enseñar a esos sudamericanos a elegir buenas personas”, decía Woodrow. Un mandato, divino.

La necesidad de la guerra

Los gobiernos de Francia, el Reino Unido e Italia necesitaban el financiamiento, las armas y sobre todo la entrada en guerra de los Estados Unidos. Con la salida de Rusia de la contienda, ahora Alemania podía destinar todas las fuerzas al frente occidental. Estaban dispuestos a acordar lo que sea: ya se vería después. La autodeterminación de los pueblos será el castigo de los vencidos, pero de las colonias francesas y británicas ni hablar. Wilson asintió y aceptó la degradación de esos 14 puntos como Jesús sufrió el calvario, hasta ser crucificado en el Tratado de Versalles. Wilson, no Jesús. Para Freud, cada estación de padecimiento, donde cedía cada uno de los 14 puntos, era poco comparada con el logro moral de la Sociedad de las Naciones. La moral de los moralistas suele ser cambiante. Así Wilson aceptó hechos a cambio de abstracciones. Es que estaba embarcado en una Weltpolitik, es decir una política mundial que le permitiera proyectar a Woodrow la imagen del Salvador sobre el mundo.  Bien sabría convencer a las potencias con palabras acerca del divino designo que encarnaba. Y si no, era el cordero sacrificial a manos de tiburones de aguas profundas, como Clemenceau de Francia y Llyod George del Reino Unido, algo más experimentados en temas de realpolitik. Los moralistas nunca pierden, siempre tienen argumentos para calmar la propia conciencia, basados en que la culpa es el otro. Evitan así la cuestión de la responsabilidad, hacia uno mismo y hacia el mundo.

Lo que Freud no señala —tampoco era el tema de la obra— es que Wilson enfrentaba a otro personaje con iguales ambiciones de hacer del mundo algo que deseaba —es decir, algo que no es. Era el Káiser Guillermo II, nieto del primer emperador alemán, que fue proclamado en el Palacio de Versalles en 1871. ¿Cómo? ¿En Francia? Es que fue la coronación del combate por la unificación alemana, comenzada en 1864, cuando Prusia invadió Dinamarca con la ayuda de Austria; continuada en 1866, cuando Prusia derrotó a Austria con la ayuda de Italia; y a través de la guerra franco-prusiana de 1870, que unió a reinos y ducados alemanes en la lucha contra Napoleón III. Así, Guillermo I fue ungido Emperador alemán y Rey de Prusia en la galería de los espejos, bajo la satisfecha mirada de Otto von Bismarck, el verdadero hacedor de la unidad germana. 

Tiempo de weltpolitik

Si la expresión “realpolitik” es atribuida en 1853 al periodista Ludwig von Rochau, fue Bismarck quien ejerció en los hechos el realismo político a favor de la unificación nacional, aunque costara “acero y sangre”. Por eso identificó a los enemigos extranjeros de la unidad, y los derrotó de a uno. Conservador, Bismarck no dudó en adoptar las ideas avanzadas de List y de Lasalle en lo interno para fortalecer la industria alemana, ni como reaccionario dudó en crear el primer sistema de seguridad social. Quien practica la realpolitik conoce la necesidad de conducir al conjunto, sin prejuicios. Una vez arregladas las fronteras de Alemania —aunque la anexión de Alsacia-Lorena fue un error— no tenía más ambiciones territoriales. Cuando Guillermo II echó a Bismarck, el legado del viejo canciller fue terminante: pase lo que pase, Alemania jamás debe entrar en guerra contra Rusia. Para el nuevo emperador, ya no era tiempo de realpolitik, sino de Weltpolitik: Alemania debía tener un lugar al sol. En los siete años en que Bismarck libró tres guerras para unificar Alemania bajo los preceptos de la realpolitik, causó 300.000 bajas militares en total. En los cuatro años de la Primera Guerra Mundial, personas como Guillermo II en nombre de la Weltpolitik causaron al menos 30 millones de muertos. 

Ahora es cuando volvemos a Wilson. Aunque Freud lo detestaba, a cada agachada del norteamericano frente a los demás aliados, Sigmund siente la compasión por quien sufre la perdida de ideales frente a realidades. Eso genera frustración y la única salida es apelar a los grandes principios morales, cuyos caminos son inescrutables. O no. Al menos la Sociedad de las Naciones reparará el egoísmo de las potencias, pensaba Wilson… pero el Senado de los Estados Unidos rechazó el tratado de Versalles y la Sociedad de las Naciones. En octubre de 1919, Woodrow Wilson sufrió un ACV que le dejó incapacitado. Ya no sería el padre, ni Jesús, ni él mismo. Nos dejaría la “wilsonitis”, que es el ejercicio patológico del idealismo en la política, tanto nacional como internacional. En nuestro siglo XXI, hace tiempo que los imperios occidentales abandonaron la realpolitik. Ahora son adeptos de la Weltpolitik, que imponen con acero y sangre la mejor sociedad posible. Para ellos. De Ucrania a Palestina, del Sahel a América Latina. 

Fue Hans Morgenthau quien describió la diferencia entre los idealistas y los realistas en el libro “Política entre las naciones”, cuya primera edición es de 1948. Él nos dice que “hay dos corrientes que difieren fundamentalmente en las concepciones de la naturaleza del hombre, la sociedad y la política. Una cree en un orden político racional y moral, derivado de principios abstractos cuya validez es universal. Asume la bondad esencial y la infinita mansedumbre de la naturaleza humana, y culpa las fallas del orden social para medir los estándares racionales o la perversidad de un número limitado de individuos o grupos. Cree en la educación, la reforma y el uso esporádico de la fuerza que sirva para remediar los defectos”

Enfrente encontramos “la otra escuela”. Esta “piensa que el mundo, imperfecto como es desde un punto de vista racional, presenta el resultado de fuerzas inherentes a la naturaleza humana. Para mejorar el mundo es necesario trabajar con esas fuerzas, no en contra. Esto es propio de un mundo hecho de intereses opuestos y de conflictos entre estos, donde los principios morales nunca pueden ser realizados por completo, pero al menos es posible acercarse a los objetivos deseados si tenemos en cuenta la siempre cambiante dinámica de intereses y los riesgos que implican arreglar los conflictos.” “De allí —agrega— que sea preciso apelar a la experiencia histórica antes que a principios abstractos, en la búsqueda del mal menor antes que en conseguir el bien absoluto”. Así, podemos definir a los idealistas como aquellos que proyectan sus ilusiones sobre un mundo que ven como desean, mientras que los realistas tratan de actuar en el mundo que analizan. 

Hasta aquí Morgenthau. Sobre la base de un concepto de Marx, podemos decir también que cualquier sistema apoyado sobre la creencia que la esencia precede a la existencia es un idealismo, mientras que cualquier modalidad que considere que la existencia precede a la esencia es realista. Eso no impide que la conciencia, a su vez y a su tiempo, pueda actuar sobre lo real, bien por el contrario. Pero vemos aquí que el método define el resultado, una vez más. 

Digamos también que el idealismo tiene buena prensa. Siempre la tuvo, aun cuando no existía prensa. Quizás sea por la confusión de considerar un concepto como un adjetivo. El idealista no puede buscar cualquiera cosa, sino el amor ideal, la casa ideal, el trabajo ideal, la salud ideal, la remuneración ideal… y así el ideal nos lleva a que en la palabra “rosa” esté la mejor rosa, la que imaginamos, nada de marchitas o infectadas, mucho menos reales. Es que el ideal tiene que ver con lo sueños. El ideal queda como ideal. Pero también afecta nuestras ideas. Hasta creer en la urgente necesidad de un gobierno ideal. Es que el “idealista” está identificado como aquella persona que predica y practica valores positivos, alejados de cualquier interés material, que lo sitúa como una especie de conciencia moral frente a los desmanes propios de la sociedad. 

La búsqueda del régimen perfecto cunde en los más diversos espíritus de la historia, desde la Ciudad Celeste de San Agustín y la Utopía de Tomás Moro hasta el Consenso de Washington y más allá. Pero según Blas Pascal, quien quiere hacer de ángel termina convertido en bestia: es el precio por olvidar la humana condición. En ese sentido, el fracaso de los idealistas en el gobierno les provoca la necesidad de apelar a la dimensión moral, que sirve de coartada para explicar las derrotas y actúa como argumento permanente. Con algo deben llenar la frustración, que al fin y al cabo sufrimos todos. Continuará…

PH: obra de Paul Nash de la serie Lest we forget museo británico IWM North

Fuente: TECTÓNIKOS

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