Me pregunto si alguien podría cambiar de personalidad hasta el extremo de desorientar a sus contemporáneos e inducirlos al error o, peor aún, al más cumplido desconcierto. El caso de Arthur Rimbaud parecería indicar que sí. Poeta superlativo hasta los veinte años, vagabundeó por Egipto y Abisinia hasta los treinta, ya convertido en traficante de armas y de esclavos, sin remisión alguna a su fulgurante pasado, voluntariamente «ajeno» al joven vate que había sido. Así es, Rimbaud se volvió «otro», y no sabemos por qué.
Este caso es sumamente curioso porque el poeta muere para dar vida al mercader y al explorador sin que su carácter intrínseco —u ontológico, si se quiere— cambie en lo más mínimo. Rimbaud sigue siendo aquel muchachito insaciable, persistente en sus propósitos, aventurero en sus andares. Y, sin embargo, es otro. La famosa afirmación de «La carta del vidente», Je est un autre (‘Yo es otro’) no solo define su condición de poeta en pie de guerra con la vida, sino que anuncia el cambio que vendrá. En esa misma carta, el genial adolescente describe el proceso que lleva a la verdadera poesía: «Se trata de llegar a lo desconocido mediante el desarreglo de todos los sentidos». Incluso del común, me atrevería a agregar.
Salvando las insalvables distancias, el caso de Daniel Scioli nos ofrece elementos similares. Dejemos de lado por irrelevantes su accidentado período como piloto de motonáutica y su no muy clara actividad como empresario (aunque es posible que algún lector malintencionado encuentre en esto un claro antecedente), y centrémonos en su carrera política, particularmente, en la de los últimos diez años. ¿Qué es lo que observamos? Que después de haber encarnado la esperanza nacional y popular en el histórico balotaje de 2015, en el que se terminó imponiendo Mauricio Macri por un margen irrisorio; que después de haber expuesto «con decisión y coraje» el plan de ajuste que el líder del PRO tenía pensado llevar a cabo si ganaba, en un debate que durante mucho tiempo fue recordado por su colosal tono profético, el ex gobernador de la Provincia de Buenos Aires pasó a ser un entusiasta funcionario del Gobierno de Milei, pero, eso sí, sin perder su natural inclinación a la frase asertiva y al eslogan (prueba de esto podrían ser «A Milei le van a tener que dar el Nobel de Economía» y «Con fe y esperanza / la Libertad Avanza»). Así es, Scioli se volvió «otro», y, tal como nos ocurría con Rimbaud, no sabemos bien por qué.
Interpretar este acto como un ejercicio más de transfuguismo sería poco menos que simplista, pues, a todas luces, las causas que lo originaron parecerían obedecer a razones absolutamente complejas, cuando no insondables. Pero ¿acaso esto debería sorprendernos? Creo que, en el fondo, no. El «voto desgarrado» que en su momento le costó al querido Horacio González una retahíla de críticas es la clave de lo que procuro exponer en este artículo, un voto que no reflejaba tanto nuestro agrado por el entonces candidato oficialista como sí un rotundo rechazo al candidato opositor; en definitiva, un voto teñido de sospechas. El balotaje de 2023, en mayor o menor medida, nos obligó a afrontar de nuevo este dilema, y los resultados saltan a la vista.
«Yo es otro», escribió Arthur Rimbaud en el convulso fin de siècle parisino; «Yo(li) es otro», escribe un servidor en estos dificilísimos tiempos que padece la Argentina. El problema es evidente: la incierta identidad de nuestros representantes políticos contribuye a profundizar otras más caras y profundas incertezas. A modo de consuelo, podríamos asegurar que, a esta altura de los hechos (y por razones estimulantemente distintas), tampoco nosotros somos los que éramos.
*Escritor, docente, asesor lingüístico y literario