Las expresiones de conmoción colectiva en torno a la figura de un pensador no es algo habitual. Quizás por eso sorprende lo mucho que se generó, primero en expresiones de preocupación y aliento por la recuperación física de Horacio González, y desde hace unos días como muestra de sentido homenaje, agradecimiento, reconocimiento y dolor.
Difícil definir en una palabra su tarea. Horacio no estaba cómodo con las definiciones que se le endilgaban: la de sociólogo hace rato la había dejado en el perchero, la de filósofo le incomodaba, la de escritor no la sentía propia –“escribo noveletas”, decía; o “hice un librito”. De etiquetas como la de exiliado también buscó correrse, aunque lo había sido. Ni pose ni falsa modestia, más bien se asociaba a su modo de habitar un lugar que siempre estaba en las bases y no en la cúspide. Descreía de los privilegios y cuando lo apuraban aludía a su condición de profesor. No se adjudicaba el sambenito de intelectual, a sabiendas que ese nombre arrastra a veces a un blindaje que distancia a sus presuntos destinatarios, los lectores.
Se ha escrito sobre sus modos del lenguaje, su oralidad y su pensamiento. Alguien insistió con la idea de complejo. Aceptamos eso si por complejo se nombra a la convivencia entre la hospitalidad y lo sutil, la consideración de matices y pliegues. No a la ampulosidad o la soberbia. Decir complejo como sinónimo de difícil es una atribución más prejuiciosa que real. En el recordatorio de la Asociación de Taxistas de Capital, o en el sentido homenaje que le hizo la UOLRA se habló del compañero González. Los ladrilleros destacaron lo que generaba con su palabra y la escucha hacia el otro. La militancia como don que sostiene la interlocución y la escucha atenta.
Las imágenes que ilustran estas líneas recuperan esa condición. El que escucha, el que se interesa por saber qué se dice, qué se hace o qué sucede allí dónde se es invitado. En este caso, Horacio está sentado en las gradas. Escucha con los demás una clase sobre Borges que se transmite por TV. Dos gestos típicos, en una sonríe y se agarra la cabeza, atento a lo que Piglia decía. En la segunda, también su gesto es de sonriente atención. La cámara lo toma en un paneo general, mezclado en el montón. No hay privilegio alguno que lo distinga como uno de los gestores de ese programa armado entre la Biblioteca Nacional que dirigía por entonces y la Televisión Pública. El profesor González era “alumno” en esa clase sin distinciones. Esa foto no deja lugar a pensarlo como se ha escrito: “fue mi interlocutor ideal”, como si se tratara de existencias solitarias. El subrayado refuerza solo la centralidad de quien escribe, por encima de aquel a quien está homenajeando. Y con un riesgo, que esa interlocución suponga la existencia de un diálogo trascendente, entre pares, como si hubiera un limbo, donde los demás son testigos, pero no partícipes: “Horacio y yo imitábamos a los teólogos de Borges sin esperar la llegada al paraíso”.[I]
El paraíso en González era otro: esas butacas del último piso, el de las localidades económicas de los teatros. Lo que en el barrio se llama gallinero, como ámbito pobretón de los iguales. Sustancial diferencia: aunque siempre tuviera algo para decirnos, González alojaba enhebrados por dónde donde fluían ideas en la propia formulación de su decir. No es el púlpito, no era la palabra suprema, no la atadura a dogmas. Precisamente porque el dogma es lo contrario a parar la oreja, supone predisponerse a escuchar la palabra divina. En varios de sus escritos, por el contrario, aparecen expresiones como: “Demasiadas veces se escucha hablar de…”, o “A veces se escucha a personas hablar de …”. En ese planteo se parte de la consideración del otro, en sus modos de decir y de pensar.
Tener una posición, entender la historia de un determinado modo, asumir un compromiso ideológico y reivindicar el pensamiento crítico, no lo hacía pensar que la verdad tenía que estar de su lado. En estos días también se dijo que “en contra de lo que suele suceder con figuras de su talla, compartir un panel con él implicaba siempre (subrayo: siempre) su escucha atenta y una devolución enriquecedora”.[II]
Recortar su tarea a un espacio determinado –aunque ese sea la Biblioteca Nacional- nos inhibe de pensar los matices y pliegues de su pensamiento y de su práctica. Apelaciones a lo colectivo y lo plural, como en una mesa redonda o en una asamblea. En ambas instancias, quien fomenta esos modos de la ronda, debe escuchar lo que allí se dice, para no repetirse, no ser redundante, para recoger el guante o rescatar una idea esbozada por quien lo antecedió. Atender qué se dice y cómo es apelar a la sensibilidad de la escucha sobre los otros. No obstante, a veces Horacio ponía a su interlocutor en apuros cuando le decía: ¿y vos qué pensás? Eso hizo siempre González, entre tanto. Por hacernos pensar sobre aquello sobre lo que no teníamos opinión o nos inhibíamos de preguntarnos, por hacernos bailar las preguntas en la oreja, también lo vamos a seguir extrañando.
Referencias:
[I] Beatriz Sarlo, “Fue mi interlocutor ideal, diferíamos en casi todo”, en https://www.clarin.com/cultura/beatriz-sarlo-despide-horacio-gonzalez-interlocutor-ideal-diferiamos-_0_EkiCZwwpk.html-.
[II] Daniel Link, “De tribus y manadas: Horacio González (1944-2021)”, en https://lavaca.org/notas/de-tribus-y-manadas-horacio-gonzalez-1944-2021-por-daniel-link/
* Ensayista
Fuente: La Tecl@ Eñe