La cultura represora es paladín de la transparencia. Cuanto más transparencia haya, menos visibilidad. El extremo límite de la transparencia es la invisibilidad. Ya “El Principito” nos había advertido que lo esencial es invisible a los ojos. El fundante represor de la cultura también lo es. Lo que percibimos son sus efectos, pero estos efectos son valorados desde la propia implicación del que percibe. Libros de lectura para la escuela haciendo propaganda con los liderazgos de turno lo recuerdo desde mi escuela primaria. En la actualidad, aparece un mecanismo similar alabando la gestión del actual presidente. Y aparece la santa indignación. Pero no por el fundante de adoctrinar políticamente en la escuela primaria.
La indignación es directamente proporcional a la pertenencia a determinadas organizaciones partidarias. Por eso sostengo que la discusión por los efectos divide, el pensamiento crítico y colectivo sobre el fundante une. Obviamente, no es la unidad del oportunismo canalla, no es la unidad rápida de los partidos chatarra. Es un proceso de análisis ideológico y político, de repliegue y despliegue, de profundidades y superficies y nada sabe de plazos electorales. De agendas de candidatos.
Un paciente me dijo que iba a veranear en Cuba. Le pregunté a que lugares de la Isla iba a ir. Me dijo que a un all inclusive de Varadero. Le dije: entonces no vas a Cuba. Para muchos y muchas, o al menos bastantes, la política es un all inclusive que tiene un techo ideológico, en el mejor de los casos. Pero lo determinante es que tiene un piso económico. Nadie hace la plata trabajando, sentenció nuestro filósofo gastronómico. Eso es transparencia. Porque no podemos percibir, ver, tocar, cómo se hace la plata. Y quizá la fábrica de plata, de riqueza, sea justamente la política cuando es capturada por partidocracias y gerenciamientos. Para tener acercamiento teórico y político a ese fundamento necesitamos analizadores. O sea: dispositivos que nos permitan ir de la superficie a lo fundante, desde la transparencia a la visibilidad. Podemos construirlos. Y podemos tomar el cotidiano político y social para que el bosque no impida ver al árbol. Y el árbol puede ser ciertos avisos publicitarios que uno ve y oye, sin mirar y sin escuchar.
Suele haber justo reclamo cuando las publicidades proponen modelos cosificadores, discriminadores, degradantes de la mujer. Y está bien que así sea. Sin embargo, hay cierta anestesia para detectar y denunciar el contenido represor de muchas publicidades. Como sabemos, los programas de la televisión son aquello que ocupa el espacio vacante que dejan los avisos publicitarios. Espacios cada vez más pequeños, porque incluso en los programas que todavía quedan, se filtra publicidad, más o menos engañosa. Los “chivos” que el inolvidable Alberto Olmedo popularizó. Ahora todo es un gran chivo, pero tarifado con valores “all inclusive”. O sea: programa y avisos. Va todo junto. El espacio publicitario empieza pero nunca termina.
En realidad, la publicidad es la continuidad de la política por otros medios. Otros medios que son carísimos, pero ya sabemos que la vida sana no es para todos. Ni todas. Una marca que combate mosquitos es la excusa para transparentar, o sea, hacer invisible, un mensaje represor y fascista. La “mamá fují” declara con el orgullo de las bestias, que no es amiga de su hija. Se nota. La protección que le propone es para su bien. O sea: te cuido, te vigilo, te someto, te castro, pero es por tu bien. ¿Cuál es el fundante de ese bien? La represión sexual. Y afectiva. Pero la “mamá fují” alerta d la presencia de los perversos mosquitos. O sea: que aparezcan en la serenidad del hogar dulce hogar represor, los que vienen a perturbar nuestro ser nacional. Occidental, cristiano, temeroso de dios.
El mosquito más habitual, cuyo nombre científico es “culex pipiens”, aunque podemos decirle mosquito, es la metáfora perfecta para inocular un mensaje racista. Porque no es solamente un mosquito: es un depravado, un perverso, una pequeña bestia sedienta de sangre. No estoy hablando del Fondo Monetario. Hablo del mosquito. Mirada ladina, maligna, sádica. Pero está la “santa madre fují” y con su aerosol exterminador se convierte en la defensora de la piel y del alma de su hija, la castradita. Que ahora duerme en paz, sin mosquitos y sin deseos. La lucha contra los mosquitos tiene una lógica de guerra de exterminio. Para nuestra ministra de seguridad para ellos, la resistencia ancestral mapuche es una asociación de mosquitos para ser exterminados. No con fují precisamente, pero con la misma lógica. Raid los mata bien muertos. Raid es nazi. La solución final.
Claro que aparecen nuevos “raid” “baigon” cada vez más sofisticados, porque los mosquitos no dejan de reproducirse y de inventar nuevas formas de resistencia. Quizá algunos piensen que las doctrinas represoras son extensos tratados filosóficos. O algunos libros malditos, como Mi Lucha de Hitler o El martillo de las Brujas de los inquisidores Spangler y Kramer. Puede ser. Pero en la actualidad de la comida rápida y la pos verdad, la doctrina represora y exterminadora anida en la publicidad. El bosque de los mensajes publicitarios nos impide ver el árbol que es cada sujeto. Del “miente, miente, miente, que algo quedará” de Goebbels, jefe de la publicidad del nazismo, a “publicita, publicita, publicita” que algo quedará. Claro, lo que queda es el mensaje represor y exterminador con la inocente apariencia de un aerosol para combatir mosquitos. Pero eso es también la cultura represora. Una hija que duerme en la placidez de la amputación deseante, y una madre fují que la cuida de los mosquitos. Y que debería decir, para aumentar la transparencia de esa publicidad nefasta: la casa está en orden.
Pintura: Espejo de cromos, de Roberto Matta