• March 29, 2024 at 10:39 AM
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Navigator

Por Esteban Ierardo*

                                                                    Viaje en el tiempo y una odisea medieval 

Navigator  En la edad media, la peste se expande por doquier. Un grupo de aldeanos, encabezados por un niño visionario, realiza un viaje heroico hasta el otro extremo del mundo. Allí, se alza la iglesia más alta de la cristiandad. Deben llevar una cruz, una ofrenda, y colocarla en su cúspide para lograr el favor divino, para que la peste siga de largo. En su viaje, se produce una inesperada salida hacia otro tiempo. Este viaje en el tiempo en una odisea medieval es el centro de uno de esos films que permanecen, al menos para quien esto escribe, como un grato logro artístico. En el texto que sigue a continuación, nos sumergimos entonces en Navigator. Una odisea medieval, del neozelandés Vincent Ward.

 Aquí, brilla la mirada fantástica sobre el tiempo, la mágica cosmovisión medieval, y la potencia sensitiva de la niñez. 

E.I


   Por el cielo de la noche avanza el espectro de la muerte. Busca expandir el reino de la peste. Y rodeado de agua, un niño ve a través del tiempo, en la noche, cerca de temores y visiones...

 Es 1348. La peste negra tritura amplias regiones de Europa. En una aldea de Cumbria, Inglaterra, se teme la llegada de la guadaña que mata. Es preciso encontrar un medio para resistir. Para buscar una salvación. Para lograr que la Muerte siga de largo.

 En este horizonte de hechos se inicia Navigator. Una Odisea Medieval (Navigator, a medieval odyssey, 1988), del neozelandés Vincent Ward, realizador también de Mas allá de los sueños (What dreams may came, 2003), y El mapa del corazón humano (The map of the human heart, 1992). El film obtuvo el premio Award, una suerte de oscar del cine australiano. A diferencia de la discutible Más allá de los sueños, con Robin Willians (1), en Navigator se consuma un convincente relato de índole histórica y fantástica a la vez.

 Navigator yuxtapone temporalidades aparentemente separadas. Por un viaje en el tiempo, el pasado medieval confluye en lo moderno. La temporalidad lineal estalla y surgen simultaneidades o yuxtaposiciones. Un tiempo surreal (2).

 En una aldea que vive de la extracción del cobre en las minas, se teme la llegada de la peste. Entonces, los aldeanos delinean una estrategia salvadora. Deben entregar una ofrenda para obtener el favor divino; deben realizar algo que los arrebate de los límites de su vida ordinaria; deben consumar lo extraordinario. Una odisea. Un acto de especial valor. Una acción heroica y religiosa. Sólo así Dios intervendrá y hará que la peste se desvíe.

El hombre medieval vive dentro del ámbito inmediato de su lugar de origen. En condiciones normales, no viaja. Es sujeto sedentario. Sólo se convierte en homo viator para una peregrinatio. La arquetípica peregrinación de Santiago de Compostela. Otro viajero es el caballero. El jinete enfundado en su armadura acumula aventuras. Anda. Visita ciudades y castillos. Atraviesa bosques. Batalla. Pero el caballero andante pertenece a una minoría. El hombre común, el campesino, el aldeano, solo se entrega a un masivo viaje, a una vasta aventura colectiva en la génesis de la primera cruzada (3).

Los aldeanos en Cumbria no viajan. Sólo uno de ellos, Connor (Bruce Lyons), se lanza a la aventura de una mirada extramuros. La curiosidad por conocer lo que ocurre en el mundo exterior, lo impele a la salida, al viaje, a trasponer horizontes. Y, al regresar, advierte a sus coterráneos sobre lo que trae la peste: el naufragio de la salud. La locura. La desesperación. La desconfianza. La muerte que arroja el carbón quemante del infierno por todas partes.

El regreso de Connor alegra a su esposa Linnet (Shara Peirse) y a su hermano, el niño Griffin (Hamisch McFarlane). El niño que encarna el rol de guía vidente, de hipersensible visionario. Es el que, mediante sus sueños, entreve imágenes de lo desconocido. La vuelta de Connor abre un cántico coral, uno de los aciertos constantes a nivel de la musicalización de la película, de tonos medievales, que consigue Davood A. Tabrizi.

En el comienzo del film, Griffin hunde sus piernas en el agua de un río. Desde allí, ve. Entreve el futuro. Sus visiones lo convierten en el elegido para guiar a los aldeanos en un gran viaje. El viaje que será una ofrenda. Arno, un aldeano jovial y de parados cabellos, recuerda una historia. En una mina hay un pozo especial. Si se deja caer allí una piedra ésta llegará, tarde o temprano, hasta el extremo opuesto de la Tierra. Allí se levanta una iglesia, las más alta de la cristiandad. Durante su travesía, Connor escuchó que esta gran catedral se alza en el Oeste. Y entonces los aldeanos deciden su ofrenda: llegar hasta esa iglesia, y colocar en lo alto de ella una cruz fundida con cobre de Cumbria. Tal vez entonces la aldea se salve.

Y el niño se desploma abruptamente. Rueda en su visión. Todo parece ocurrir ahora dentro del relato de un sueño. En una fría e invernal noche en Cumbria se descubre el pozo del que hablaba Arno. Se arroja allí una antorcha. El viento apaga el fuego. Griffin cree que esto es una señal de que por allí está el camino hacia el otro extremo del mundo. Ahora es necesario perforar una pared; del otro lado está el túnel, el umbral, el portal, que conduce a la iglesia especial, la de la máxima altura y en la máxima distancia. Rasgos superlativos que confirman la grandeza del viaje hasta la gran catedral.

 Los aldeanos cavan. Sudan. Cavan los viajeros. Griffin. Connor. Arno. Searle. Martin. Y el simpático gordo Ulf, que se promete llevar una pequeña Virgen hasta el otro lado del mundo.

 En una cavidad que muestra todavía el cielo nocturno que late afuera, la muerte pasa con su trompeta. Flota veloz. Ligera. Delante de la luna llena. El ser de la guadaña está por iniciar su ataque. Es necesario acelerar el viaje. No queda mucho tiempo.

 Y el esfuerzo por la demolición da sus frutos. Tras una abertura en las rocas, aparece un túnel. Sólo debajo de las grandes ciudades hay túneles subterráneos, aclara Connor. Al final de un pasillo semioscuro se derrama un haz de luz. Que ilumina una escalera. Con asombro y temor, los viajeros ascienden por los peldaños. Al salir a la superficie, descubren un lugar maravilloso, seráfico, donde todo parece que se estuviera incendiando. Allí parecen latir miles de hogueras. Todo es luz. Esta debe de ser la ciudad celestial. Aquí, en finis terre, seguramente se alza la iglesia más alta. Martin piensa que todo cobra sentido: la Tierra es un plano con dos caras. De un lado está el mal, el lugar del cual proceden, con la aldea y la amenaza de la peste; del otro lado debe de estar el bien. Aquí, en la ciudad. La ciudad de Dios.

 El túnel físico, un medio espacial, se convierte en entrada al tiempo fantástico de la simultaneidad. El pasado no se aleja del presente. Coexiste con él. Y puede, en condiciones de una fantástica apertura, emerger en lo actual. En la ciudad moderna los hombres medievales realizarán su odisea. Para avanzar, deben descifrar una realidad misteriosa. Y orientarse en un laberinto. Y descubrir, por una vía mágica, el lugar de la gran iglesia. Searle le demanda a Griffin que los guíe mediante sus visiones. Connor ahora también se convierte en el audaz, en el que se adelanta. Avanza entonces sólo y explora lo desconocido. Se impone preparar la cúspide de la iglesia. Y deambula horrorizado entre grúas que caen como bocas feroces. Luego, viaja aplastado sobre el frente de una locomotora de un veloz tren.

Los otros aldeanos llegan a una fundición. Su aspecto extravagante les hace creer a unos obreros metalúrgicos, a unos "herreros", que son monjes. Los recién llegados despiertan sorpresa. Simpatía. Los herreros aceptan fundir el cobre que traen del otro extremo del mundo para construir la cruz. La cruz de la gran ofrenda. Que necesita primero el descubrimiento de la iglesia de la máxima altura.

NavigatorY a los visitantes medievales le es revelado que la iglesia está del otro lado del puerto, del agua. Y junto a un caballo blanco, cruzan en una barcaza una bahía. Las aguas se estremecen. Searle cree que el mal respira cerca. Que quiere mostrarse. Entonces, emerge el mal: un submarino nuclear. Y Griffin, luego, al buscar a Connor, se deslumbra ante las imágenes sincronizadas de numerosas pantallas televisivas que muestran un águila que cae sobre su presa.

 Griffin descubre en sus visiones la silueta de la gran catedral. Entreve la escalera que lleva hasta el extremo del campanario. Borrosamente, ve a alguien que cae. El niño encuentra la iglesia. Los otros viajeros también llegan al lugar deseado, mediante la ayuda de los obreros de la metalurgia. Griffin comprueba que su anticipación visionaria de los hechos se consuma. Vio antes a alguien que, jadeante, nervioso, ascendía por una escalera que pende sobre un costado del edificio religioso. Él es quien ahora sube. Por la escalera dentro de la iglesia. Alcanza luego los peldaños de la otra escalera por la que Connor intenta el ascenso. El niño lo reemplaza. La cruz sube primero por una cuerda mecánica que han traído los "herreros"; y, luego, por el propio esfuerzo de Griffin. La peste ataca con la luna llena. La luna recoge con su bolsa la muerte y en el amanecer desparramará su mortal contenido. Y está cerca el alba. Hay que entregar la ofrenda antes del nacimiento de la nueva mañana. Y la noche está a punto de exhalar su última bocanada de estrellas. Entre livianos tapices de nubes, el sol sube, como un puño de hirviente naranja. Y el niño encastra la cruz en la cúspide.

Y el niño cae. Cae. Era el destinado a caer...

Y las campanadas empiezan...

El sonido de las campanas anuncian el regreso al punto de partida, al tiempo medieval. En la aldea escuchan las campanadas, en el amanecer. Pronto se sabrá si la peste invade o no la aldea. El relato del sueño de Griffin concluye en apariencia. Connor, que, con los otros, ha escuchado junto a la entrada del pozo, asegura que todo fue un gran sueño.

Y la peste pasa de largo. Todos ríen y danzan. Griffin festeja y juega, como lo que es. Un niño. Searle se pregunta si acaso no fue todo real. ¿Acaso el sueño-relato del niño visionario no ha ocurrido realmente? ¿No será por eso que la aldea se ha salvado?

En Navigator lo medieval es siempre presentado en blanco y negro; el color muestra lo moderno. El sonido, las campanadas, unen, lo mismo que antes el túnel, los dos niveles de la temporalidad.

  En el viaje dentro de la ciudad moderna, se repite la típica travesía medieval de los mirabilia (Cosas admirables o maravillosas) (4), que inició Jordan Cathala de Séverac. Los viajes de la edad media combinan la descripción realista con las irrupciones fantásticas. Basta con recordar la Relación de viaje del fray Odorico da Pordenone (5), o las aventuras de San Brandan. Los célebres mapas medievales distribuyen mágicas criaturas sobre las amplitudes marinas. La realidad visible siempre oculta un pliegue extraño, que está a punto de aparecer. O que de hecho aparece.

Y la visión de una ciudad futura para los viajeros medievales podría hacernos meditar en una experiencia perdida para el hombre moderno. El asombro ante la realidad como rotunda rareza. Como presencia extraordinaria. En nuestra vida diaria, estamos demasiados acostumbrados a reconocer el mismo entorno de cosas o seres. En la experiencia de lo mismo, nada nos estimula a imaginarnos en una escena absolutamente distinta, en un ámbito nuevo, sin referencias ordenadoras. Para acercarnos a la emoción de los aldeanos viajeros dentro de una gran urbe contemporánea, debiéramos imaginarnos trasplantados a una ciudad futura, dentro de cinco siglos. En esta situación fantástica, quizá, recuperaríamos algo de la percepción de lo real como sitio de rareza. De asombro inevitable. De continua fulguración extraordinaria. 

El viaje en Navigator revive el valor de los signos y el sacrificio. En el mundo antiguo o medieval los signos revelan una trama secreta, oculta. El universo rebosa de símbolos y señales que permiten entrever el futuro o descifrar una voluntad divina (6). Al regresar Connor de su viaje, Linnet le recuerda su angustia cuando, durante su ausencia, vio un perro que sangraba por la nariz; lo cual podía ser un signo de mal agüero; y los sueños de Griffin, también manifiesta Linnet, están poblados por signos.

Desde una lejanía ancestral, para obtener el beneficio divino, se debe dar alguna ofrenda. La relación con la divinidad no es de amor desinteresado sino transacción de dones y ofrendas, intercambio de bienes espirituales (7). En apariencia, la ofrenda que los aldeanos entregan es la cruz y su viaje heroico. Pero más profundamente lo ofrendado es un sacrificio. El sacrificio del niño visionario. Como ya advertimos, el viaje al otro tiempo transcurre en un incierto punto fronterizo entre lo real y el sueño. Pero lo que evidencia la realidad de lo soñado es la causa física de la muerte de Griffin. En el viaje, muere al caer desde lo alto de la iglesia. Luego, al regresar, en su hogar, morirá por la peste. Será la única víctima en su aldea de este mal. Por su sacrificio los otros se salvan. Y el niño adquiere el virus letal por contagio de Connor, su hermano, quien sabía de su contaminación; por eso buscaba mantenerse a distancia. Pero en el viaje dentro de la ciudad celestial, Griffin se acerca demasiado. El contagio se produce entonces como inicio de la posterior muerte-sacrificio del niño.

La muerte de Griffin demuestra también que el viaje relatado desde un sueño se hizo realidad. Y dentro del viaje también Connor encuentra su cura. Mágicamente, es abandonado por la peste.

La integración sueño-realidad, y la alteración del tiempo convencional, son recursos habituales del género fantástico; son parte de su recurrente deconstrucción de lo dado. Pero el matiz particular que le agrega Navigator es lo fantástico como medio de recuperación de lo místico-religioso medieval y su salida de lo racional o natural.

Y en el film de Ward también se reapropia la sensibilidad antigua ante los cuatros elementos. En la mentalidad arcaica, que subsiste en el mundo rural medieval, y a veces también en el pensamiento de la época (8), la combinación de los elementos (agua tierra, fuego, aire) es el eje de una cosmovisión abierta al universo físico. En Navigator la tierra es lo subterráneo, los pozos, las cuevas. El túnel que permite el pasaje al otro lado. La tierra es lo cercano y conocido, pero también lo que vive en la máxima distancia. Para la geografía mítica, lo que late en los confines es lugar feérico, sagrado. Es el más allá.

Y el aire, como viento, es lo que apaga la antorcha, vehículo del fuego, que cae repetidas veces en el pozo que lleva al otro extremo del mundo. Y también en la gran cuidad Connor le recomienda a Searle oler en el aire el olor de la fundición donde debe ser fundida la cruz. El viento, el aire en movimiento, lo ayudará.

Y el agua es lugar del origen de la vida, y del misterio. Lo líquido es comunicación con el más allá y con la fuente de lo vivo (9). Rodeado de agua, Griffin se entrega a sus primeras visiones del futuro y de una cruz luminosa. En el agua concluye la aventura, con el niño visionario y la cruz resplandeciente hundiéndose en el río. Y dentro de la ciudad moderna, Griffin y los otros aldeanos cruzan un espacio de agua para después encaminarse hacia la gran iglesia.

Pero el viaje al futuro no sólo es encuentro con lo celestial, con una supuesta trama divina. Es también entre visión de lo infernal. Lo subterráneo, el pozo que lleva al más allá de la ciudad extraña, como lo atestigua la creencia ancestral, y como se repite en el film, es entrada al infierno. Luego de escuchar el relato de Griffin, Arno conjetura que todo lo narrado no fue quizá una historia celestial, sino "una visión del infierno". La mirada medieval ve lo que el propio hombre moderno no reconoce, o lo que ya acepta como parte "natural" de su cotidianeidad. La vida moderna como encierro, como laberinto, donde junto a la belleza de la gran ciudad iluminada en la noche vive lo monstruoso y destructivo. Este torso negativo de lo moderno se relaciona con un individuo que aparece en las pantallas sincronizadas que contempla Griffin. Un comentarista que habla de la era nuclear, del peligro de la destrucción, de un mundo sofocado por la violencia. El águila que cae sobre su presa es imagen seguramente de la depredación que unos siempre ejercen sobre otros. Y en los televisores también aparece el submarino nuclear, guarida de misiles y posible mensajero del gran cataclismo.

  Otra dimensión de la odisea campesina en Navigator puede ser comprendida mediante un paralelo con la literatura de Tolkien. En su labor de profesor de filología en Oxford, durante la corrección de unos exámenes, Tolkien encuentra un papel en blanco. Una pregunta sin contestar. En la blancura asoma por primera vez la cabeza de un hobbit, uno de los seres diminutos que luego poblarán la comarca, en la Tierra Media. Como revela en una entrevista, la raza de Frodo se inspira en los campesinos ingleses (10). Como en el caso de los campesinos medievales, y aun de la era moderna, el mundo de los hobbits es lo inmediato. El horizonte más cercano. Por eso, su travesía hacia lo lejano y desconocido revela las potencialidades heroicas de los pequeños habitantes de la Comarca. Que se entregan al viaje hacia el tesoro protegido por el dragón en El hobbitt, o hacia las tierras de Mordor en El señor de los anillos. El heroísmo viajero de los hobbits es afín al de los aldeanos en Navigator; es el heroísmo del hombre común frente al habitual monopolio de lo heroico por los héroes tradicionales de la espada o el intelecto.

 Dentro del círculo de los humildes héroes, sobresale el heroísmo de Griffin. El niño héroe y visionario (11). Lo visionario en el niño se manifiesta también como orientación en el espacio más allá de los sentidos corrientes. Cuando Griffin y Searle se hallan perdidos, el niño ve a un ciego. Y se cubre con una venda. Entonces, con ojos invisibles, se orienta hasta arribar a la gran iglesia.

La relación entre la niñez y la sabiduría tiene sus antecedentes en la mitología céltica (12), o hindú (13), o en la creencia en Jesús como divino niño. En la edad media, no existe aún la figura del niño como sujeto de una experiencia con cualidades propias. El reconocimiento de la especificidad de la niñez comienza en el siglo XVIII. El romanticismo exalta la afinidad entre la percepción infantil, y el sentido mágico y misterioso de la existencia. En la proximidad a la trama más sutil y enigmática del tiempo vive Griffin. El heroísmo en Navigator es demolición de límites, invocación del orden sobrenatural de la gracia, descubrimiento de una geografía mágica en un más allá. Y también es recuperación de las potencias sensitivas del niño.

Y el viaje heroico se ha cumplido. El viaje, la cruz y el niño, eran la ofrenda. Y el niño vuelve al agua. Su anatomía frágil, y el féretro que la contiene, flotan en el río.

Y Griffin se hunde en lo profundo. Cerca, muy cerca, de una fuerza que escapa a todo símbolo. (*)

 

(*) Fuente: Esteban Ierardo, "Navigator. Viaje en el tiempo y una odisea medieval", fue editado en Temakel de manera original.

 

Citas:

(1) En este film, luego de la muerte de un doctor, protagonizado por Robin Williams, éste intenta mantener su comunicación con su esposa viva. La fotografía del argentino Eduardo Serra es magistral. Es interesante también la idea de un mundo otro donde la mente pinta el paisaje. Pero la historia, a nuestro entender, convierte al más allá en algo excesivamente familiar, y se apela con un desmedido facilismo a las creencias ancestrales del cielo, el infierno y la reencarnación.

(2) Este tipo de construcción de un tiempo que une o integra, como dos extremos paralelos y simultáneos, el pasado y el presente, o el pasado y el futuro, puede ser encontrado, por ejemplo, en memorables ficciones de Julio Cortázar, como La noche boca arriba, El otro cielo, o Todos los fuego el fuego.

(3) En 1094, Pedro el Ermitaño, fanático y de oratoria exaltada, anuncia una profecía. Se podrá recuperar Jerusalén y el santo Sepulcro si los cristianos de toda condición se unen en una cruzada. Su convocatoria se expande velozmente; y más de 60.000 personas de las diversas clases avanzan, con escasos medios, hacia Asia, en el comienzo de la primera cruzada. El destino de esta cruzada popular concluye en el desastre luego de llegar a Nicea.

(4) Sobre el carácter maravilloso de los viajes medievales se puede consultar "Viaje, cuento, mito" en Claude Kappler, Monstruos, demonios y maravillas a fines de la edad media, Madrid, Ediciones Akal, pp.79-131.

(5) De 1318 a 1330 el monje fray Odorico de Pordenone viaja por Asia y Tibet. En su narración, lo aparentemente natural o real se confunde con lo fantástico. Esta actitud surge, como lo subraya la medievalista Nilda Guglielmi, por la intención de mostrar el viaje y su recorrido "en lo que tiene de maravilloso y singular". Ver Fray Odorico da Pordenone, Relación de viaje, Buenos Aires, ed. Biblos (introducción y notas de Nilda Guglielmi).

(6) Sobre el significado de los signos y su interpretación mediante oráculos y adivinaciones en el mundo antiguo puede consultarse Carlo Ginzburg, Mitos, emblemas, indicios. Morfología e historia, Barcelona, Gedisa, pp.144-149.

(7) En este momento no cuestionaremos la autenticidad de la actitud religiosa que entiende la relación con lo divino como fundamental intercambio entre ofrendas y bienes sobrenaturales. Ya en la edad media, Meister Eckhart, o luego Spinoza en el siglo XVII, problematizan la religiosidad donde el fervor por lo divino siempre está condicionado a una contraprestación. Lejos de esto, el más genuino sentimiento religioso surge de un amor desinteresado por la presencia mayestática de lo divino.

(8) Sobre la importancia cultural de la teoría antigua de los elementos puede consultarse el excelente estudio de Gernot y Hartmut Bohme, Fuego, agua, tierra, aire. Una historia cultural de los elementos, Barcelona, Herder. En esta obra se destaca también la reapropiación medieval de la vieja teoría de la cuaternidad de los elementos en la visionaria Hildegard von Bingen y la "teología de los elementos" de Thomas von Cantimpré.

(9) Sobre el agua y su poder generador de la vida, ver Mircea Eliade, "Las aguas y el simbolismo acuático", enTratado de la historia de las religiones, México, Biblioteca Era. En el mundo mítico, el agua es medio de comunicación con el otro lado, como en el célebre rito del cacique de Guatavita que, en la laguna homónima, en Colombia, y con su cuerpo cubierto de polvo de oro, nada hasta el lecho para realizar una invocación a los dioses. El agua es también acceso al otro mundo, en el Renacimiento. Aquí se entrama la relación locura-agua, locura-navegación. Las naves de los locos. Así, Foucault manifiesta: "Hacia el otro mundo es adonde parte el loco en su loca barquilla; es del otro mundo de donde viene cuando desembarca. La navegación del loco es, a la vez, distribución rigurosa y tránsito absoluto", en Michel Foucault, Historia de la locura en la época clásica. v. 1, México, Fondo de Cultura Económica, p.25. A su vez, es oportuno recordar el film Constantine, realización saturada de típicas simplificaciones hollywodenses; pero es interesante señalar que esa suerte de detective místico que es John Constantine (Keanu Reeves), personaje creado originalmente en el ámbito del comic por el inglés Alan Moore, accede al alter mundus por la mediación del agua.

(10) Humphrey Carpenter, biógrafo oficial de Tolkien, recuerda lo dicho por el autor de El señor de los anillos en una entrevista: "Los hobbits son simples campesinos ingleses, pequeños de tamaño, porque esto refleja el alcance generalmente escaso de su imaginación, aunque de ningún modo de poco valor o energía latente", en Humphrey Carpenter, J. R.R. Tolkien, Barcelona, Minotauro, p.196.

(11) Lo visionario en Griffin se limita a la visión del tiempo y sus potencialidades futuras. No se sitúa en una pretendida captación del núcleo misterioso de lo divino. El régimen de lo visionario aquí es distinto entonces al que encarna la mujer silenciosa en El séptimo sello, de Bergman, o la manipulación de la visión de la voluntad divina en la Juana de Arco, de Besson.

(12) Es el caso de Taliesin, niño vidente de la tradición céltica galesa, al que se le atribuye el famoso poema donde se narra una batalla de los árboles.

(13) En el mito hindú de Indra y Visnú, Indra, dios de la guerra y el rayo, equivalente del latino Marte, ordena la construcción de un gran palacio para festejar su grandeza. Visnú, bajo la forma de un niño, se presenta en la corte de Indra para, mediante su palabras y enseñanzas, demostrarle la fragilidad del poder y la vanidad.

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