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Kinjo y las “dos bombas” de la final

Por Sebastián "Chavo" Cardano*

La historia del delantero Nipòn del ascenso argentino atravesada por la Segunda Guerra Mundial

El 6 y el 9 de agosto de 1945, dos bombas atómicas lanzadas por EE.UU dejaron sin vida en el instante y luego por la radiación, a casi 250 mil personas de Hiroshima y Nagasaki.  Mientras tanto en la isla de Okinawa, que fue el escenario de una de las batallas más sangrientas de la Segunda Guerra Mundial, otras 200 mil, entre soldados y civiles, quedaban sin vida. Miles de historias se contaron, pero una muy triste y real atraviesa la vida de Gabriel Alejandro Kinjo, conocido en Japón como Akio KInjo. Quizá el nombre y apellido no le suene,  ya que el mundo del futbol se acuerda de otro compatriota, Naohiro Takahara, que pasó por el boca de Bianchi y que casualmente hoy es el Presidente del club Okinawa S.V de esa ciudad. Pero si hay un lugar con muchas historias es el fútbol del ascenso, y el 9 goleador, picante y veloz de ojos rasgados, que volaba por las aéreas de tierra y poco pasto, porta una vida de esas que vale la pena contar.          

 La herencia familiar de Akio Kinjo está marcada por la Segunda Guerra Mundial, con la bomba atómica y la batalla de Okinawa.  Papá Takeichi Kinjo nació en Naha, Okinawa, en 1940, mamá  Takami Sakai en Kazusa, Nagasaki, en 1943, quizá las dos ciudades mas devastadas luego de la guerra junto a Hiroshima.  Y la vida los unió.         

La abuela materna vio el inmenso hongo de la bomba que destruyó Nagasaki, vivió de cerca la muerte y la destrucción aunque con mucha suerte de que la radiación no haya dejado secuelas a su familia.  El abuelo Kinjo -que era policía- llevó a sus 6 hijos a Manchuria, una colonia japonesa en China,  ante la inminente invasión Yanqui. Broma del destino: los chinos, dominados por Japón, le dieron de comer a su familia. 


Soldados estadounidenses en Okinawa

En 1947 volvieron a la isla de Okinawa, a su hogar, a su vida, pero luego de la rendición todo pasó a ser otro calvario, no había casas, las calles ya no eran calles, no había flores porque no había jardines, nada crecía de la tierra y lo peor que le puede pasar a un nativo, ya no era japonés!... Tenía que sacar un pasaporte para ir a otra ciudad de Japón ya que ahora su tierra no le pertenecía, la soberanía era de ahí en más  de la potencia que había masacrado a su pueblo, y así sería hasta 1972, cuando le fue devuelta a Japón. No obstante, aún se mantienen las bases militares norteamericanas.  

 Desde  1947, en esa dolorosa vuelta, la familia Kinjo sufre las consecuencias,  la tía de Gabriel, Akemi , murió de nada más y nada menos que de hambre. Durante meses lo único que la familia veía eran cuerpos que aparecían flotando en las orillas del mar, soldados, civiles, todos resabios como algas que el mar escupía y llegaban a la playa  quedando como parte del paisaje.  El kuro (sufrimiento), es la palabra que usan los okinawenses para describir ese momento. Cuenta Gabriel Kinjo que en una visita a sus primos a Okinawa,  pudo ver de cerca las cuevas donde se escondían los soldados para aparecerle por sorpresa a los invasores, un instituto donde 200 alumnas se suicidaron en masa para no ser capturadas y también un acantilado donde está el monumento a los caídos y de donde la gente se tiraba en masa para literalmente suicidarse, con tal de no caer bajo la dominación de EEUU.                         

La ciudad ya no tiene vestigios de la guerra y la familia que quedó en Okinawa vive en una ciudad hecha a nuevo, en un lugar que supo ser el último bastión guerrero japonés, donde los kamikazes que llegaron a hundir 36 barcos de EEUU eran moneda corriente, junto a los soldados que peleaban cuerpo a cuerpo ante la potencia militar altamente superior. Con el tiempo, Japón sorprendió al mundo por su capacidad de recuperación,  y se convirtió en la segunda economía mundial y un país garante del pacifismo y de la no proliferación nuclear.

En 1962 papá Takeichi dejó Okinawa, pasó por Yokohama, y ya con su mujer Takami viajó a Argentina en 1965. 

La familia Kinjo se instaló en Unquillo, provincia de Córdoba, buscando nuevas oportunidades y una vida mejor del aun no recuperado Japón. Ahí nació Gabriel Akio Kinjo el 2 de diciembre de 1973. Se mudaron a José C. Paz en el conurbano bonaerense y Akio desarrolló su vida futbolista. Debutó en 1995 en Sportivo Italiano donde obtuvo el campeonato de Primera B en 1996 luego de vencer a Almagro. Pasó por Colegiales con el cual logró el histórico ascenso de la C a la B Metro en 1999. Kinjo fue fundamental en ese tramo final del reducido  ya que hizo los goles decisivos en semifinales ante Atlético Campana y en los dos partidos finales ante Ituzaingó, especialmente en ese recordado 2 a 0 en cancha de Almirante Brown. Pasó por Leandro N. Alem,  All Boys, nuevamente Colegiales y Nueva Chicago.   

Solo le entraba dinero dando clases de Ingles y un poco jugando y decidió emigrar en un momento de incertidumbre en el país,  en el año 2000,  y se fue a Ecuador. Jugó en Técnico Universitario y Deportivo Saquisillí, luego pasó a El Salvador para jugar en Municipal Limeño donde entrenaba a las 7 am y a las 8 se cortaba, porque el día mas frío hace 35 grados. Desembarcó  en 2004 en costa Rica donde le cambiaría la vida. Integró los equipos de Punta Arenas y Liberia pero la mejor jugada fue la definición de su estado civil. Conoció a Vanesa, la costarricense que lo acompañaría en ese sueño buscando una historia diferente a su familia, pero volvió al país que marcó a toda ella. Jugó en Dezzolla Shimane donde el frío y los cascotes de hielo que caían del cielo (así lo describió Akio), lo hicieron desistir de esa aventura y el Club Yokohama en la provincia de Kanagawa en 2008 que fue la última prueba donde finalmente decidió retirarse. 

  La historia tiene un final feliz, se pudo comprar su casa con un crédito bancario,  es entrenador de un equipo de una liga de Tokio y de escuelitas de fútbol que lo mantienen de lunes a lunes trabajando: “Tengo una estabilidad en todo sentido, si un subte tarda 30 segundos en pasar, te piden disculpas inmediatamente”, así resume Akio el orden japonés. Dice tener mucha calle por que vivió en José C. Paz pero que la vida en Japón hace la diferencia, la cobertura de salud publica, la limpieza y el orden, la cultura culinaria japonesa donde se come de todo y muy sano, la suma final hace que Akio Kinjo por ahora no vuelva a Argentina, aunque tuvo dos visitas en 2012 y 2015.  “A los japoneses nos ven todos iguales pero acá en Japón pasa lo mismo cuando vemos un occidental, son todos iguales jajaja “ (ríe)…  

 Japonés  y argentino  son sus dos nacionalidades y los dejó marcados a fuego en los nombres de sus hijos.  Naomi Sofía de 5 años, Naoki  Andrés de 7 y Hiroki Alejandro de 10.

En argentina tiene sus amigos del fútbol, el equipo de 1999 de Colegiales que es su cable a tierra y que en el grupo de WhatsApp “98/99 humildad al 100%”. En esa virtualidad siente el cariño y la contención de sus ex compañeros, que lo tienen como un tipo sano, respetuoso, de unos valores enormes, “un buen tipo y el delantero que elegiría siempre en mi equipo y doy gracias a dios que no fuiste mi rival”, resume el capitán de ese grupo, Jorge Lotto.

Lo más raro de toda esta historia es que sus padres siguen viviendo en José C Paz, jubilados ambos, aunque mamá Takami da clases de japonés por Skype y es la directora de la Asociación Japonesa Sarmiento. La hermana  menor vive en Buenos Aires y otro hermano y hermana viven en Japón. 

Así es la vida de cambiante, la familia que sufrió las maldades de la guerra emigró por una vida mejor y encalló en Argentina, Akio tuvo una linda vida de este lado del mundo, pero decidió marcharse al lugar de sus raíces, ahì donde familiares dejaron su vida peleando hasta con su cuerpo por un cacho de tierra que era de ellos, hasta morir de hambre como el caso de la tía Akemi. 

Gabriel Alejandro Akio Kinjo. Un 9 veloz, rápido, intrépido, goleador. Siempre definió como quiso y sigue viviendo como jugaba… 

*Periodista y docente de periodismo Tea y Deportea

                                                               





Fuente: Liliana López Foresi

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