• 28 de marzo de 2024, 19:34
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Un gran pogo de pájaros

Por Lourdes Landeira, Estela Colángelo, Gabriela Stoppelman



  “Himalaya boca callada, piedra mentira. Ah, moral de los pájaros: sí, ilumina.
Que recuerde, el primer juego-juguete que vino a mí y ya no se irá de mí
por nunca fue un cristal; pero qué cristal; algo líquido y duro que no caía
por milagro del arco bronce que lo ataba. Bajo el agua es más que el agua
porque está detenido y es móvil. Si toco una llama con mi cristal, soy invierno:
el fuego gira y no es su resplandor ya más. Por hábito y piedad cada tanto
lo arrojo en las brasas para que devore y llene el Fulgor con su siesta
de infierno.”
Miguel Ángel Bustos, “El Himalaya o la moral de los pájaros”

 

Cuentan que un pájaro primero posó su canto en el aire. Sobrevoló, entonces, un mar intenso en posibilidades, al que la triste historia luego llamó “caos”. Ansioso por ver surgir alguna forma de entre aquel tumulto, el pájaro aprovechó una inclinación de su propio giro, remontó un vértice de viento y se atrevió a un eco. Después, todo fue un amoroso sacudirse de partes. A un empujón contra el horizonte, hubo cielo. A un atrevimiento en un agudo, se envalentonó el primer pico. Flechadas por un reguero del eco, las aguas incitaron la espesura del lodo, lo provocaron hasta hacerlo tentar la orilla, la inmensidad de una playa. Así, intrépido, el lodo abandonó su raíz de agua y canturreó su deseo entre los brotes de un yuyal. Acunado en melodías, el verde no tuvo pretensiones de altura, más que para abrazar la soledad de ciertas horas nocturnas. Picar en punta no fue asunto de los orígenes. Pero, así todo, en la impaciencia por crecer, un acorde se anudó a otro, un silencio entrechocó su falta con la abundancia de un arroyo. A los codazos, atardeció alguna luz espesa y lenta, que parecía de nunca acabar. Y, entre todo el agitarse de lo por nacer y lo nacido, fue inevitable que la descendencia del eco terminara en enramada; antigua casa del bebé bosque, primer nido del cantar. Muchos objetan la secuencia. Que no es verosímil eso de nacerse enramada sin troncos, que nada se crea del tumulto a la raíz. Sin embargo, esas son lógicas de la mesura, manuales de prosa pacata, normas para comenzar el mundo fuera de lo pajaril. Es casi seguro que, en el umbral de su desvanecimiento, el eco convocó a un arrojo urgente, a un aunar esfuerzos para salvar las hilachas de la lengua padre, para obligar al aire a agitar su voz. Y entonces llegaron los pájaros segundos. Y posaron su canto en la enramada. Y a un piar, respondían cientos de aleteos creados sobre la armonía de este nuevo eco. Y era de no creer el multiplicarse de ramas y pájaros, era de no creer cómo empujaban el horizonte en dirección a los yuyales, a las orillas, río adentro y viento en furia, hasta llegar a la raíz de mar. Y así eran las cosas cada vez que los pájaros terceros y los cuartos extrañaban el sonido de su origen. Era nomás cuestión de tomar aire, incitar al verso y guitarrear la noche de la ausencia, para que la luz espesa termine por sucumbir. Ahí, en medio del bosque ya muy entreverado de cantos, muy entretejido de huellas, encontramos a Luis Arias. Y la tarde entonó así.

 

El Bosco. "El jardín de las delciias", detalle.
El Bosco. “El jardín de las delciias”, detalle.

 

VERDE QUE TE QUIERO, VERDE

 “Soy el forastero que observa esas nubes y montes,
ese universo que prescinde de mí.
Nunca será mi hogar, pero esto es el hogar.”
Eduardo Lalo, “Intemperie”

Cuando me mudé a esta casa en Villa Elisa, ni vidrios en las ventanas teníamos. Nos arreglamos como pudimos. Pero queríamos vivir aquí. Yo no soporto las ciudades grandes, son una tortura para mí. Yo nací en la ciudad de La Plata, pero mi madre es de Bolívar y mi padre era salteño. De chiquito, vivíamos en la casa de la abuela materna con toda la familia grande, los primos, los tíos. Entonces, vivíamos en una habitación. Con mi hermana, dormíamos, hasta los diez u once años, uno a los pies y el otro a la cabecera, en la misma cama. En el Norte antes era muy común. En el quechua santiagueño se dice precisamente “waasqachakipurapuñunku”, es decir, “los niños duermen pie con pie”. Después nos mudamos a un departamentito muy chiquito en Tolosa, en el barrio El Churrasco, que era un barrio un tanto complicado. De ahí, a La Plata de nuevo, otra vez a un departamento muy chico. Por eso, yo estudiaba en las bibliotecas, afuera de mi casa. Será que, de tanto estar encerrado, opté por el verde, por las plantas.

¿Tus hijos van a la escuela por acá?

Luis Federico Arias. Fotografía: Diego Grispo.
Luis Federico Arias. Fotografía: Diego Grispo.

Sí. Van a una escuela pública de un sistema conocido como “los pedagógicos”, un proyecto experimental que se inició en la década del ’60. Comenzó con el Instituto de Educación Superior Roberto Themis Speroni, nombre de un poeta platense. Aquí cerca, en City Bell, se creó una escuela de formación docente y, a partir de ahí, surgieron las escuelas, con un sistema basado en nuevas corrientes pedagógicas, lejos de esa formación tipo prusiana de la escuela tradicional: no tiene porteros, los chicos limpian las escuelas igual que los docentes, en la cooperadora los padres aportamos una suma mínima para que todos los pibes tengan lo mismo: nadie tiene una cartuchera diferente. Existen pocas de esas escuelas y están muy orientadas al arte. Se ingresa por sorteo porque hay mucha demanda. Y es muy interesante cómo la escuela incita a los chicos a reunirse en sus casas. Y, al visitarse tanto desde pequeñitos, los padres terminamos todos reforzando la comunidad educativa. Es muy bueno. También tiene algunas facetas controvertidas. El sistema estatal nunca quiso regularizarlos. Ahora les quitaron su carácter experimental que tenían desde hace más de treinta años y los están obligando a normalizarse en el peor de los sentidos.



Edición: Gabriela Stoppelman
Fotografía: Diego Grispo
Transporte: Ana Blayer

Fuente: El Anartista

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