• 18 de abril de 2024, 22:51
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Somos los piratas

Por Marcelo Figueras

Aunque el Santo Grial haya cambiado de nombre, el Corto Maltés sigue llamando a la aventura


¿Qué es un personaje de ficción, sino un fantasma? Hablamos de una entidad inmaterial, a la que se le atribuyen cualidades humanas —un nombre propio, un cuerpo, una historia— y que sin embargo es inasible: no “está” en ninguna parte. Nos consta que muchos son ilusiones escalofriantes, de tan persuasivas. Uno de los talentos de Shakespeare era el de crear personajes que, a pesar de estar confinados a la bidimensionalidad del papel impreso o los límites del escenario, solían ser —como Hamlet, como Lear, como Falstaff— de una inteligencia y una capacidad de albergar contradicciones superiores a las nuestras. Y aun así, nunca dejan de ser lo que son: la expresión ectoplásmica de su autor/a, el fluído inmaterial que emanó de su cuerpo durante el trance de la creación. Todo fantasma remite a una existencia pasada, es una inquietud que sobrevivió a la materia orgánica original. Pero lo que los fantasmas terminan revelando en los relatos góticos habla más de nosotros —sus testigos, sus lectores, su público— que del alma en pena que transportan a través de paredes y pasillos oscuros.

En estos días una noticia me alegró como a un chico. En enero de 2019 comenzará a filmarse un proyecto que tardó décadas en cuajar: las aventuras del Corto Maltés, el cómic creado por Hugo Pratt. (Miren si hará tiempo que se da vueltas, que en algún momento se pensó en Terence Stamp para interpretar al Corto. ¡Ya hace medio siglo que Stamp dejó de tener edad para corporizarlo! Lo mismo ocurre con aquel que el mismo Pratt señaló como el único que a su juicio podía encarnar al Corto: David Bowie. Dios mío… ¿Se imaginan?) Durante este trayecto hubo mil intentos y unas cuantas adaptaciones animadas que se dejan ver; una de ellas recrea la misma historia a que se abocará el nuevo film, aquella que conocemos como Corto Maltés en Siberia.

 

 

Por supuesto, no tengo forma de saber si harán las cosas bien o arruinarán el pastel. El director es un francés, Christophe Gans, que hasta ahora no ha hecho nada como para caerse de culo aunque demostró muñeca para los géneros, los efectos especiales y los relatos de época en pelis como La hermandad del lobo (2001) y La bella y la bestia(2014, la versión gala, no la disneyficada). El casting suena bien. Desde que vi en 2005 De battre mon cœur s’est arrêté de Jacques Audiard (peliculón: si no la vieron, larguen todo y búsquenla), se me metió en la cabeza que su protagonista, el francés Romain Duris, sería un Corto perfecto. Pero esta gente eligió al más joven Tom Hughes, que también se parece al Corto y además, siendo inglés, debe estar condenado a actuar bien. Más me entusiasmó la selección de James Thierrée para hacer del delirante Rasputín, el mejor amigo / enemigo del Corto. No lo he visto actuar, pero el hecho de que sea bisnieto de Eugene O’Neill y nieto de Chaplin es promisorio; habla de una proximidad con la Historia grande parecida a la del Corto mismo, de la cual Hugo Pratt habría disfrutado.

 

Hugo Pratt (1927-1995): Le Monde eligió “La balada del mar salado” como uno de los 100 mejores libros del siglo XX.

 

El hecho es que me puse a releer las aventuras del Corto. (Sí, soy de aquellos que puede estar sentado al solcito, en el balcón, con La balada del mar salado entre las manos y decir: “Estoy trabajando”. Elegí el mejor laburo del mundo.) Me preguntaba qué sedujo del Corto —a quien descubrió gracias a la revista Skorpio— a aquel pre-teen que yo era en el ’74. (Me veo leyendo en la escalera a la intemperie que conectaba el patio con mi habitación de la buhardilla.) Por supuesto que releí esos libros entre entonces y ahora, confirmando que resistían la prueba de mi evolución: mejoraron aun más a medida que aprendí a apreciar sus sutilezas. Pero por eso mismo —porque entendí que la saga del Corto no tenía nada de infantil—, mi enamoramiento temprano se fue tornando cada vez más sorprendente. ¿Por qué me habían enganchado sus historias en aquel entonces, poco después de que Rucci fuese acribillado a cuadras de casa pero aún antes de que la dictadura desapareciese mi inocencia?

 

El nombre secreto

La respuesta inicial es fácil. Corto es un aventurero prototípico, concebido por un tipo que había leído los mismos libros que me fascinaban desde niño: Stevenson, Conrad, Kipling, Jack London. Víctima de “una comezón eterna por las cosas remotas”, como el Ismael de Moby Dick, Corto se dejaba llevar por el mundo a su albur: de Venecia a Irlanda, del norte de África a Brasil y el Caribe, de Siberia a la Polinesia, de la Buenos Aires de Arolas a la Suiza de Hesse.

 

En Buenos Aires, el Corto descubre dos lunas en el cielo de Acassuso.

 

Estéticamente me compró de entrada. Pratt trabajaba a partir de la línea blanca que desde 1934 nos había regalado Terry y los piratas de Milton Caniff, una de las joyas del cómic del género. Y el personaje en sí era irresistible. Primero, desde lo visual. Ese gorrito, ese chaleco de marino, ese faso colgado eternamente de la comisura del labio, esa argolla dorada. (La única vez que consideré perforarme la oreja izquierda fue culpa del Corto.) Pero ante todo, por su personalidad. El Corto era un romántico que jugaba al cínico, muy en el molde del Rick Blaine de Casablanca. El tipo se la pasa diciendo que sólo le importan su pellejo y su conveniencia, pero por donde va azuza revoluciones y se arriesga en favor de los más desvalidos y de las víctimas de la injusticia.

Parte de lo que me atraía, imagino ahora, era la libertad irreductible del Corto. En primer lugar, libertad respecto de patrias y ataduras. “Tengo un montón de orígenes y tres o cuatro nacionalidades, pero no la suya, Sanders”, le dice a un estadounidense corporativo en La conga de las bananas. En La balada del mar salado (su primera aventura, de 1967), Cráneo lo define así: “No tiene patria y es un hombre libre… Pero tiene algo en contra: no quiere responsabilidades”. En la misma historia, el misterioso Monje lo critica por el mismo lado: “(Eres) Demasiado individualista e indisciplinado”.

Hay algo líquido en el Corto, en el mejor de los sentidos: ya lo insinúa su condición de marino que sin embargo no posee barco alguno, al menos de manera permanente. El hecho de que conserve la gorra de la Royal Navy Cutter Academy es en sí mismo un comentario irónico. El Corto sugiere que ha hecho la carrera formalmente, pero tan sólo para convertirse en comandante de sí mismo: no hay modo de apresarlo, su forma —cada vez más estilizada, con el curso de los años— se escurre entre los dedos. Por algo prefiere presentarse como pirata, que —ojo— no es corsario, porque los corsarios laburan para otros mientras que los piratas van por donde quieren, y si están de humor te regalan perlas y si no te hacen caminar por la planchada.

 

La primera vez que vemos al Corto ya está en el agua y a la vez estaqueado, como un gaucho matrero.

 

Por algo siempre (con la excepción de Las etiópicas, por razones obvias) hay agua cerca en todas sus aventuras, de océano, de mar y de río. El Corto fluye incesantemente por las grietas de la Historia, acercándose a grandes eventos y figuras con una ubicuidad que Forrest Gump envidiaría: se cruza con Jack London, con Butch Cassidy y el Sundance Kid, con el Barón Rojo, con Stalin, con el caudillo von Ungern-Sternberg que se creía reencarnación de Gengis Khan, ¡con el Eugene O’Neill que terminará por ser abuelo del Rasputín fílmico! ¿Cuántas de las historias concluyen con el Corto alejándose en algún tipo de embarcación, hacia esa línea del horizonte que identificamos con el infinito?

Esa liquidez del Corto lo opone por naturaleza a la rigidez autoritaria. Es más fuerte que él, no logra controlarlo: cada vez que se cruza con alguien que abusa de su poder, termina yéndose de boca o de acciones y armando un quilombo que le vale golpes, prisiones, tiros, cañonazos, empujones al abismo y pelotones de fusilamiento varios, que eventualmente resultan inútiles porque el tipo es de salirse con la suya. Aun cuando milite en el bando de los más débiles, el Corto cuenta en su favor con la energía entrópica: es de los que cree que el caos lo ordena todo, al intervenir en favor de una realidad nueva.

 

El Corto resignándose a la vocación para la cual es remiso: meterse en líos.

 

En Samba con Tiro-Fijo se ocupa de crear no un nuevo líder político, sino dos, para oponerse a la noción de que “siempre habrá un nuevo coronel que abuse de estos desdichados”. Sobre el final entrega el sombrero de cangaceiro a un niño de nombre Corisco, en el que no cuesta nada imaginar al bandolero histórico que terminaría inspirando a Glauber Rocha su Dios y el Diablo en la tierra del sol. Este aspecto del Corto obedece a una filiación insoslayable. Cuando ordena sus influencias, Pratt menciona los nombres obvios —Conrad, London— pero nunca olvida a Oesterheld, cuyos guiones ilustró durante su período argentino (1949-1959): títulos como Sargento Kirk Ernie Pike, de una humanidad a la que hoy cabría tildar de populista y de la cual, sin dudas, el Corto es hijo dilecto. Por eso, cuando un indio le pregunta si tiene un nombre secreto, improvisa y dice: “Uno-que-no-consigue-pensar-sólo-en-sus-asuntos”. El lado de la grieta donde el Corto se para no puede estar más claro.

 

El joven Pratt en la Argentina, junto a la imagen del Sargento Kirk que ilustró para Oesterheld.

 

Pero su liquidez se impone siempre, razón por la cual el Corto hace lo suyo y fluye de inmediato a otro puerto. El espíritu libertario le torna imposible asentarse o insertarse en institución alguna. Por eso mismo siente debilidad por los parias como él, aun cuando sean políticamente incorrectos: gente como Cush, Venexiana Stevenson (a cuya imagen, recuerdo ahora, esculpí a Irit, la protagonista femenina de mi novela Aquarium) y el mismísimo Rasputín, a quien vale definir como el doble negativo, y por ende complementario, del Corto. Por un lado, Rasputín es indefendible: un verdadero psicópata, homicida y egomaníaco en partes iguales. (Su nombre secreto debería ser: “Uno-que-no-puede-dejar-de-pensar-en-sí-mismo”.) Pero al mismo tiempo es dueño de un enorme sentido del humor y su debilidad por el Corto lo humaniza. Rasputín es un personajazo, un fantasma inolvidable. Cada vez que irrumpe el relato se energiza, porque Ras es impredecible: nunca se sabe si le va a meter un tiro al Corto o le va a comer la boca de un beso.

 

El principio de todo: un joven Jack London le presenta al Corto a su amigo Rasputín.

 

Pero el protagonista también participa de esta tridimensión. El heroísmo del Corto no deriva de su infalibilidad, sino al contrario: ocasionalmente pelea sucio, se caga de miedo e incurre en cobardías; en todo caso, es más heroico no a pesar de eso, sino por eso, porque es humano —un fantasma que parece formar parte de la familia— y aun así se sobrepone a sus limitaciones.

Me pregunto qué rastros habrá dejado en mi alma leer La balada en el ’74. Especialmente ese tramo donde El Monje —un personaje que remite al Kurtz de El corazón de las tinieblas, en tanto miembro de la elite colonialista que se rebela para crear su propio reino— le grita al Corto, como parte de la queja contra su indisciplina: “¡Eres un subversivo!”

¿Habré optado ya entonces, sin saberlo, por el bando donde sigo revistando?

 

El tesoro verdadero

Así contado, el Corto parece limitarse a ser el aventurero prototípico de mis primeras lecturas. Pero, al mismo tiempo, es mucho más.

Para empezar, posee una característica poco habitual entre los aventureros: es contemplativo. Cuando hay que entrar en acción lo hace, pero el Corto tiende a ser impasible. Si se le da a elegir, prefiere estarse quieto y verlo todo a través de la cortina de humo que crea con su cigarrito, mientras se pregunta si lo que está viendo es o no real. En este sentido se comporta como un perfecto fantasma de su creador. Pratt era un artista gráfico inmenso, a quien las escenas de acción no se le daban bien. Tiene algunas maravillosas pero demasiado estudiadas, laboriosas por demás. ¡Si hasta sus vehículos en movimiento —autos, trenes— se ven estáticos! En el arte de Pratt, la tensión es interna. Tiene más que ver con la composición del cuadro que con la representación verosímil del movimiento. Y está expresada también por la batalla constante entre la imagen y el texto. En las aventuras del Corto se habla mucho —mucho— y se sueña a raudales.

 

El Corto en su posición favorita: la contemplativa.

 

Esto tiene que ver con una característica tan esencial como su condición de pirata: el Corto es un lector. Ocasionalmente lo vemos con Utopía de Tomás Moro entre las manos, pero lo que lee fuera de cuadro es copioso y variado. De algún modo, cada uno de sus movimientos por el orbe está fundado en una lectura previa. En las páginas iniciales de Las Helvéticas, por ejemplo, confiesa haber sobrevolado las obras del alquimista Paracelso, de Trithemus de Praga, de Cornelius Agrippa y leído El último verano de Klingsor de Herman Hesse. Poco después lo vemos dedicado al Parzival de Wolfram von Eschenbach y perderse —¡literalmente!— entre sus páginas: el Corto se zambulle dentro del libro. ¿A cuántos piratas les ocurriría algo así?

El Corto es un sensualista —un hombre de licores, tabacos, adicto a los vientos con perfume de especias y a las mujeres bellas— a quien nada le parece más atractivo que las ideas. Su debilidad por el costado espiritual de la existencia le viene por línea genealógica. “Mi madre —explica— era una gitana de Gibraltar, una famosa bruja… Mi padre procedía de Cornwall, pero era nieto de un viejo diablo de Tintagel, donde vivía el mago Merlín”. Pero a lo que le venía por sangre, el Corto se ocupó de sazonarlo. Acudir a la Cutter Academy no le impedía, en paralelo, estudiar la cábala con el rabino Ezra Toledano. (Para tratarse de un personaje de ficción, el Corto cuenta con una biografía harto detallada.)

 

El Corto se despide de uno de sus tantos romances frustrados, esta vez en Irlanda.

 

A medida que se despliegan en el tiempo, sus aventuras se vuelven menos físicas y más metafísicas. Y el dibujo de Pratt también se estiliza, entrando en lo que llamo su fase Rondanini, a partir de aquella Pietá del Miguel Ángel de los últimos tiempos que ya no reproducía la belleza humana —como su Piedad más famosa— sino un mundo de esencias, de ideas descarnadas. Los últimos libros (Las Helvéticas, 1987, y Mu, de 1988-89) cuentan travesías del alma antes que del cuerpo. Las aventuras carnales, convencionales al estilo de Caniff y su (norte)americanísimo Terry habían quedado atrás. Corto se interna —y se pierde— en la terra incógnita de la única autoridad que reconoce: la sabiduría humana, el tesoro que este peculiar pirata persigue obsesivamente.

Cuando su amigo el profesor Steiner le enrostra su escepticismo —primer peldaño de toda escalera hacia la iluminación—, el Corto lo contradice: “Soy religiosísimo. Sé que tienes curiosidad, pero no te diré en qué creo”. Sólo lo confiesa años más tarde, durante Las Helvéticas: “Yo creo en la imaginación dorada de los celtas, en la imaginación lujuriosa de los trópicos y también en aquella del vudú”. El Corto apuesta a la creatividad del espíritu humano, como única posibilidad de salvación de la especie. Porque Pratt le hacía intuir, creo, que el mundo giraba hacia una zona oscura (su última aventura, Mu, ocurre en 1925) en la que los coroneles —y sus financistas— se apoderarían de todo y ya no quedaría lugar para la imaginación. Por eso su búsqueda se torna cada vez más interior, en la conciencia de que, para cambiar el mundo, hay que empezar por cambiar al hombre. En este sentido el Corto, que no le hace asco a hongo alguno, es un hombre de la psicodelia avant la lettre. De haberlo, el cambio procederá en el hombre desde adentro —partiendo del desentumecimiento de su alma, del permiso para explorar otras formas de conocimiento— hacia afuera.

Me pasé al bando del Corto a los 12, cuando no podía tener idea de lo que implicaba mi decisión. Durante los años oscuros se mantuvo a mi lado, recordándome que se puede perder todo menos la elegancia. (En particular, la elegancia del espíritu.) Con el tiempo, los tesoros que buscaba dejaron de ser metálicos para devenir metafísicos —ciertas cosas se tornan más relevantes que la fama y la fortuna— y el Corto también acompañó esa aventura. (Ya habrán advertido, imagino, que los artistas más grandes —de Shakespeare a Los Beatles— tienen siempre algo nuevo que decir en cada etapa de la travesía vital.) Y hoy sus libros siguen devorándome como el Parzival de von Eschenbach lo devoraba a él, susurrándome algo que no puede sonar más atinado.

Pratt no le escribió una muerte, pero le eligió escenario: según comentó, el Corto va a España en 1936 como parte de las Brigadas Internacionales y allí desaparece, se le pierde el rastro. El momento es oportuno. En el contexto del siglo XX, la Guerra Civil Española fue la última oportunidad para que los románticos del mundo pusiesen el cuerpo, en defensa del experimento político que intentaba crear una sociedad nueva. Con el triunfo de Franco y el advenimiento del nazismo, la Historia cambió de género: ya no había margen para el lirismo, todo quedó teñido por el horror. Y en ese mundo, Corto no tenía lugar.

Ese final sugiere que, a pesar de haberse concentrado en sus lecturas y su viaje interior, ocurrió algo en el mundo que lo conminó a levantar la vista y mirar en derredor. En el ’36 tanto como ahora, el mundo se encarajinó y la Historia fue cooptada por los Rasputines. (El relato que los nuestros escriben en estos días podría llamarse La balada de los precios salados.) Y en horas como esas, “Uno-que-no-consigue-pensar-sólo-en-sus-asuntos” no podía permanecer al margen. En tiempos así hay que calzarse la gorra que encarna los anhelos de juventud y zarpar nuevamente, aunque los huesos crujan. Si algo demanda la circunstancia son héroxs tranquilxs que crean más en su sagacidad que en los puños y que sepan que no hay gesto más revolucionario que la generosidad.

El Corto ya no está, pero su fantasma no nos abandona. El imperativo de devolverle romanticismo a la existencia, retomar la aventura y escribir una historia nueva ha quedado —qué se le va a hacer— en nuestras manos. Por eso aquellos de alma intrépida seguimos buscando el Santo Grial, que hoy es político. Nosotros lo llamamos justicia social.

 

Fuente: El Cohete a la Luna

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