• 28 de marzo de 2024, 14:10
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Maldonado y García Lorca eran traficantes del sol. Se supo.

Por Rodolfo Braceli


 

POSDATA ANTICIPADA. Esta apertura vendría a ser una especie de posdata impaciente. El artículo que voy a ofrecer, viene después, más abajo. Prestemos atención a la siguiente opinión:

“Fuimos testigos por primera vez en la historia de cómo se fabricó un desaparecido. Maldonado se ahogó. Fue la construcción de un desaparecido.”

   Esto declaró por tevé el masculino Federico Andahazi, alguien que acepta sin rozar el rubor que lo presenten como “filósofo”. Realmente, este tipo no tiene vergüenza. Su ego rompió bolsa. “Se ahogó”, dice. Para expresar tamaña obscenidad puso en acción su entusiasmado oficialismo; además, su probada capacidad de odio.

   Así es: al dictaminar, rotundo, que Santiago Maldonado “se ahogó”, el tal Andahazi desplegó esa desvergüenza que, por empezar,  le está permitiendo ser reconocido como uno de los eufóricos del PRO. Hay que tener dura la cara, es decir, ser un fragante caradura, para presumir de pensador en la escala de “filósofo”. Pero –nobleza obliga– no podemos negarlo: a este muchacho Andahazi tenemos que reconocerle su costado de auténtica originalidad: debe ser, en el mundo entero, el primer filósofo con sidecar. Que lo parió, exclamaría Mendieta.

   Pero vayamos a nuestro nudo: el cinismo oficialista le permite a Andahazi proclamar en veinte segundos que nuestro Maldonado, simplemente “se ahogó”. ¿Se ahogó por puro vicio? ¿Se ahogó o lo obligaron a ahogarse?

   Maldonado, efectivamente, no sabía nadar. Y él lo sabía antes que nadie. Entonces, si lo sabía, con lo que amaba la vida, ¿por qué le pasó eso? ¿Era un pelotudo que nos distinguía un río helado y en correntada, de la tierra firme?        

   Aquí, en esta patria idolatrada, últimamente se está incrementando la costumbre de matar por la nuca. Nada cuesta deducir que el ahogado Maldonado, aunque sin balas de la gendarmería que desangraran su cuerpo, asediado, atropellado por el espanto, eligió el destino del agua y “murió por la espalda.”

   Y esto nos ha sucedido en democracia.

   ¿Democracia dijimos? ¿Hasta cuándo a esta democracia impostada y desfigurada podremos seguir denominándola así?

   Se dirá: “¡Esto no es una dictadura!”. No lo es. Pero ¡cuánto se le parece!

  A fines de agosto del año pasado escribí una contratapa sobre Maldonado, en el diario Página 12. De acuerdo a los dichos que revoleó Andahazi, pasado varios meses yo vendría a estar en el lote de los periodistas que quisieron “fabricar un desaparecido”. Me permito insistir: aunque sin balas explícitas, Santiago Maldonado fue muerto por la espalda. Es decir que murió según la moda asesinadora de este tiempo desembozadamente neoliberal. Las balas no entraron a su cuerpo, pero el apremio de los disparos de los gentiles gendarmes lo obligaron a Maldonado a consumar la paradoja de querer salvarse ahogándose.

   Retomo ahora íntegramente aquella columna; no le retiraré ni una sílaba de lo escrito, aunque hayan transcurrido ocho meses. Nuestra democracia sigue siendo forreada, chorrea impunidad por las costuras de su conciencia. Damas y caballeros, no podemos, no debemos decirlo en voz baja: nuestra democracia últimamente es lo más parecido a un condón. El objetivo de estos tiempos es disciplinar con el miedo y la modalidad es la alevosía. Por la espalda murieron Santiago Maldonado, y Rafael Nahuel, y otros de piel amarronada. Precisamente, por matar de esa manera, fue recibido el policía Luis Oscar Chocobar; recibido y felicitado por el excelentísimo señor presidente Macri. Recibido y felicitado y señalado como ejemplar. Como héroe.

   Las asesinaciones de Maldonado y de Nahuel y de tantos rostros marrones son, sin metáfora, interrupciones de vida. Son, entonces, abortos. Abortos después del vientre. Abortos posteriores.

   En tiempos en los que se quiere impedir la despenalización del aborto argumentando “¡Yo estoy a favor de la vida!”, el muy consentido gatillo fácil tiene anuencia para  interrumpir tiernas vidas disidentes. Si voy otra vez por el sueño de almohada que reunía a Maldonado y a García Lorca, es porque los dos de algún modo fueron asesinados por la espalda. Eso les pasó porque, reconozcámoslo, los dos, Santiago y Federico, eran traficantes. Que quede entre nosotros: imperdonables traficantes de sol.

    Voy ya mismo por aquella nota a la que no le sacaré ni una sílaba.

                                              

                                                 

    Cómo, cómo no soñar con ciertos seres cuando lo que llamamos “la realidad” se nos torna pesadilla. Eso me pasó en una noche reciente del agosto del año 2017 después de Cristo: soñé con aquel Federico y con este Santiago. De pronto uno era el otro, y los dos eran el mismo; ambos, tejidos en el sueño por la niebla del mismo espanto.

   Aquel Federico era García y era Lorca. Este Santiago es Maldonado y es 1, 2, 3,  25, 73, 115, 399, 743, 1358, 3278, 4512, 7920, 13298, 23956... Pero, ¡me cago en la hedionda leche de los malparidos! Me estoy distrayendo con la obscena discusión cuantitativa del Pérfido y la banda de gerentes que lo apaña. Basta de eso. ¿Hasta cuándo partenaires? Dejemos de ser comentaristas tardíos del sucesivo horror consumado por los negacionistas que siguen careteando, convalidando la asesinación. Es decir: de los prolijos que, puertas adentro, simpatizan sin asco con aquellos violadores que torturaron, desuñaron, quemaron encías, testículos y vaginas. Entonces violaron la vida. Y no les fue suficiente: entonces violaron a la mismísima muerte y arrojaron cuerpos al mar y negaron sepultaras y eternizaron el duelo incesante. Y no les fue suficiente: entonces afanaron seres recién paridos, desde la placenta, de cuajo. Y no les fue suficiente, y van por más: siguen haciendo muerte, deshaciendo vida. Confunden impunidad con heroísmo. Argumentan que no se puede vivir en el pasado. Vomitan la memoria. Prosiguen su tarea los prolijos desnucadores de la condición humana.

   Así fue: soñé con Federico y con Santiago.

   Voces indignadas me dicen: “Pero ¿qué tienen que ver aquél y éste?” Mucho que ver: los dos, más que personas, eran humanos y criaturas. ¿Que no? Busquemos los retratos de Federico y de Santiago. Veremos que los dos tenían la inconfundible luz de la niñez en la mirada.

   Voces engoladas me dicen: “Pero por favor; nos estamos en guerra civil, no estamos en dictadura”. De acuerdo. Pero el caso es que la asesinación sigue aquí, latente, agazapada, infatigable. ¿Dónde es aquí? Aquí, en esta patria idolatrada, rifatizada, benetteada, ofrecida a la buitredad de afuera por la buitredad de adentro. Esta patria, tan loteada. Tan entregada a la recontraconquista del desierto.

   Ahora advierto: he cometido tremendo sacrilegio. Dije “eran”. Dije “tenían”. ¿Cómo es posible que yo claudique a la desesperanza y que dé por muertos a aquel Federico y a este Santiago? ¡No, muertos nunca! En todo caso, los dos ahora respiran de otra manera. Porque la muerte no siempre se sale con la suya. Y la resurrección es un derecho y es un deber.

   Pero debo contar el sueño. Estamos en la insoportable madrugada de Federico, en un día mal parido… “Vamos, arriba, depravado, que te ha llegado la hora de airear los calzones, vamos ¡y a correr!”

   Huyendo de la voz, atravesado de pavura, descalzo, con una camisa todavía blanca, el corazón criatura ahí va corriendo en busca de una guarida que está en la luna de esa noche que se viene interminable. Sabe –su madre se lo dijo– que en la luna él cabría, acostadito, y que allí, en su regazo, podría estarse a salvo de cualquier odio.      

    Huyendo, Federico alcanza a decir “madre, ¿por qué las balas siempre han de alcanzar la espalda del que huye?”

    En mi sueño, a Santiago después de apalearlo también le proponen: “Dale, barbudo con aritos, andá a cantarle a los mapuches y a la pachamama…”  Recuerda Santiago: de niño le dijeron que en el vientre de la luna podría guarecerse.     

    Federico y Santiago eran de carne de hueso de sangre de música, y de sol. Eran, y son. Fue el 19 de agosto de 1936, Federico. Fue el 1º de agosto de 2017, Santiago. ¡Ay, luces acribilladas! ¡Ay, luces tan derramadas! ¡Ay, aquel agosto y este agosto siembran de ausencia la corteza asombrada de la Tierra!.

   Sigue mi sueño: uno es el otro, el otro es uno. Y el abismo se desfonda. Un viento demasiado frío empieza a entrarles por las ventanas de sus espaldas, a Federico y a Santiago.  Ellos están corriendo, el ladrido de los gritos les voltean las camisas, y van las balas por sus nucas. Pobrecitas, aterradas criaturas.

   Hay testigos: entre la niebla del sueño las campanas ven la asesinación, y se les desgaja la lengua, y enmudecen.

  Y el aire cae de bruces con menos gesto que un gorrión vulnerado.

  Y el Verbo, sin más, pierde el habla.

  Y todas las alas aprenden que son de cristal al estrellarse contra el suelo.

  Y los ángeles –si es que hay ángeles– dejan de zurcir su almíbar.

  Y los demonios, con gruesos lagrimones, caen de rodillas.

  Y el Cruxificado se remueve en sus clavos y avergonzado reconoce: –Padre, Padre, pensar que yo alguna vez creí que sólo a mí me habías abandonado.

  Y el absurdo se desnuca.

  Y el sol, qué puede hacer el sol… se tapa los ojos.

  Y a Dios se le vuela el sombrero y se le cae al piso la mayúscula.

  ¡Y el alarido se queda sin paladar!  Y Federico y Santiago ahora saben que ellos eran aquella mariposa “ahogada en el tintero”. Y sienten que se ha “roto el mundo”. Les está doliendo “la carne del corazón. Y la carne del alma”.

   Intentan pronunciar palabras, pero ay, se le quedan las palabras en el aire, “como corchos sobre el agua”.

   Arde la sangre en sus venas. Tres veces dicen “Ay de mí”.

   Aquel 19 de agosto y este 1º de agosto, nos siguen sucediendo en una noche sin aurora. La pesadilla es la realidad.

   En mi sueño ellos seguirán corriendo, pero las hambrientas balas los alcanzarán antes de poder treparse a la luna. Y los rematarán por la espalda. Por la nuca, a esos corazones. Las criaturas son imperdonables. La absurdidad una vez más se fue de palos, se le fue la mano.

 

Posdata I (en setiembre de 2017).

   Me desperté con la pregunta: “¿Dónde está Santiago? Y la pregunta se me agravó: “¿Por qué no está Santiago?”

   Pero algo hay que no me animé a compartir: en el sueño vi a Federico y a Santiago que se abrazaban largamente. Las manos de los dos se mojaron en la espalda del otro. En el sitio donde estaban parados y abrazados fue creciendo un charco del tamaño de sus cuerpos.

   Debe saberse: era, es, un charco de sol.

  

Posdata II (en mayo de 2018) 

   El caso es que Federico y Santiago y Nahuel (los tres y tantos otros, traspapelados etcéteras) murieron por la espalda. Es un decir que murieron. Memoria mediante, se la pasan naciendo.       

   Que los asesinadores no siempre se salgan con la suya, depende y dependerá de nosotros. Depende y dependerá de que nuestra memoria duerma con un ojo abierto; y el otro también; de que nuestra memoria sea tan perseverante como el sol.

   No les aflojemos. No nos aflojemos.

   El sol cuenta con nosotros.

   Cuando decimos sol, decimos día de mañana. En realidad el sol cuenta con nosotros, para sostener esta eterna pulseada. Que recién empieza. _______________________________________________

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Fofoto de tapa. M1

 

 

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